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Domingo 3 de octubre de 1965
Amadísimos Hijos:
La Unión Internacional del Notariado Latino ha querido que en el
programa de su octavo Congreso, inaugurado en la hospitalaria Tierra
Mexicana con la presencia de sus máximas Autoridades, figure en
puesto central la Santa Misa, a que vosotros, Ilustres Señores y
Amigos, estáis participando en este domingo, décimo séptimo de
Pentecostés.
Las palabras mismas que la Liturgia pone en el canto de entrada a la
celebración eucarística del día: «Bienaventurados aquellos que
siguen un camino inmaculado, los que andan en la ley de Yahvé»
(Ps. 118, l), nos introducen en la reflexión espiritual,
irradiando luz y esperanza sobre vuestra profesión.
La función notarial, aunque diversa en sus modalidades prácticas,
según los diversos ordenamientos civiles de los pueblos, tiene su
intrínseca razón de ser en la sociabilidad y solidaridad humanas, las
cuales exigen plena seguridad en la formación de las relaciones de
derecho, exacta constatación de los hechos y de los actos jurídicos,
y fiel conservación y pública disponibilidad de sus pruebas, como
condiciones para la actuación y preservación del orden civil y social
en la armonía de la justicia.
Por eso, la primera cualidad moral de vuestra profesión, la más
consustancial a ella, la que dignifica en grado sumo vuestra
competencia técnica, la constituye el culto de la verdad, presupuesto
básico para el mantenimiento de la justicia en el delicadísimo sector
de la actividad humana confiado a vuestra fidelidad y responsabilidad.
El ejercicio de vuestra misión, por otra parte, exige un cuidado
exquisito - casi diríamos veneración - por el cumplimiento de las
disposiciones y formalidades del derecho positivo, por las que, en
vuestra calidad de oficiales públicos, aseguráis la validez y
licitud, y acreditáis auténticamente los hechos y actos que forman la
trama de la vida.
Sin embargo, por encima de las prescripciones legales particulares,
que siempre deben ser respetadas, el Notario ve su sentido profundo y
el espíritu que las anima en el cuadro completo del ordenamiento del
que forman parte, el cual, por perfecto que sea, no puede abarcar en
sus moldes estrictos la inmensa complejidad de la realidad humana y
social que tiende a regular. Por eso, el Notario, manteniéndose,
por una parte, fiel al derecho positivo, pero evitando a la vez el
caer en el formalismo jurídico, alarga su mirada más allá de la ley
y de la justicia humanas, para inspirarse y guiarse por ia Ley y la
Justicia divinas, ideal de toda perfección, en frase del salmista:
«A todo lo perfecto veo un límite, pero tus mandamientos son
amplísimos» (Ps. 118, 96).
Acabáis de oír la lectura del evangelio de la Misa, en el que un
doctor de la ley pregunta a Jesús cuál es el mayor de los
mandamientos. Sabéis la respuesta del Divino Maestro, que a todos
los compendia en el amor de Dios y del prójimo. De ahí que vuestra
fidelidad a la verdad, vuestra actitud de obsequio a los preceptos y
ordenanzas del derecho positivo, vuestra tensión espiritual en la
búsqueda de la justicia y equidad transcendentes, deben ir vivificadas
por la ley suprema del amor. Cuando el derecho y la justicia se
inspiran en él, dejan de ser una cosa fría y mecánica; cuando las
leyes y prescripciones humanas se consideran a la luz de la Ley Eterna
del amor, de la que deben ser un destello y aplicación concreta, el
campo del derecho adquiere calor, sentido y dinamismo insospechados.
Por eso la consideración y respeto a las exigencias inmutables de la
justicia divina y de la caridad, lejos de estorbar o deformar la
actividad del oficial público en la tutela y actuación de la justicia
humana, le dan espíritu y vida, amplían inmensamente el horizonte
para la solución de casos oscuros o no previstos por el legislador, y
ofrecen segura salvaguarda contra la rigidez excesiva en la
interpretación de las prescripciones positivas.
Amados Hijos: La exhortación de San Pablo que se acaba de
proclamar en la lectura de su Carta a los cristianos de Efeso, es
particularmente válida para vosotros: «Os exhorto, dice Pablo, .
. . a caminar de un modo digno de la vocación con que fuisteis
llamados, . . . cuidando de conservar la unidad del espíritu en el
vínculo de la paz» (Eph. 4, l-3). Es precisamente la fuerza
comunitaria, que en alto grado anima e informa a vuestra vocación la
que enriquece también con notas preciosas su espiritualidad. Sois
cristianos, y ésta es ya una vocación excelsa que os coloca en la
categoría de hijos de Dios. Circunstancias que pertenecen tal vez a
la historia íntima de cada uno de vosotros, pero movidas sin duda por
la mano delicada y eficaz de la Providencia, os han llevado a abrazar
esta profesión, que, por las dotes que supone de ciencia,
diligencia, probidad y rectitud, y por el compromiso con que os sella
de mentores y custodios del orden legal, os confiere una misión
nobilísima y os hace acreedores de la estima y respeto de la sociedad.
Mas esta vuestra vocación específica, dadas sus peculiares
características, si bien es verdad que os impone una exigente
donación de vosotros mismos y una continua renuncia a otras opciones de
orden material, da a vuestra actividad profesional un altísimo valor
espiritual, moral y social. Mediadores entre el orden jurídico
establecido y la sociedad, y ricos de experiencia humana, no os
limitáis a una simple intervención formalista. ¡Cuántas veces
desde vuestro Estudio podéis devolver la paz a las familias, apagar
rencores arreglar pleitos, defender patrimonios, evitar dispendios en
litigios inútiles, tutelar a los débiles en sus intereses morales y
materiales! De este modo vuestro trabajo se trasforma y eleva más y
más; así os convertís en ejecutores de un programa superior de
bondad y de justicia; vuestra vida se hace testimonio de la
benevolencia y de la justicia misma de Dios. Que os aliente en el
cumplimiento de esta vuestra altísima misión el saber que la Iglesia
descubre en ella un sentido teológico, y una significación religiosa
y trascendente.
Antes de terminar queremos poner vuestra profesión ante Cristo
Salvador y Pacificador de los hombres, quien con su muerte canceló,
clavándolo en la Cruz, el documento de la deuda de la humanidad
(cfr. Col. 2, 14), y sello la Nueva Alianza con el
testimonio de su Sangre; ante Cristo, que vino no a destruir la Ley
sino a darle su total significado y cumplimiento; ante Cristo, que
proclamó bienaventurados a cuantos tienen hambre y sed de justicia.
Que con la mirada bondadosa del Divino Redentor presente en el Altar
y por su Preciosa Sangre, desciendan a raudales sobre vuestra
benemérita «Unión», sobre vuestras personas y familias, sobre
México católico las gracias de las que es prenda nuestra más cordial
Bendición Apostólica.
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