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Domingo 3 de noviembre de 1974
Venerables hermanos en el Episcopado:
Un gozo incontenible embarga hoy nuestro corazón en esta solemne
celebración eucarística. Es el gozo del encuentro entre hermanos,
de la experiencia del «afecto colegial», de la manifestación
fraterna de la comunión entre las Iglesias particulares y la Cabeza
de la Iglesia universal, garantía de la auténtica colegialidad. El
mismo que nos encomendó la grave misión de regir a toda la Iglesia,
os hizo también a vosotros Pastores para compartir la gran
responsabilidad de «promover la obediencia a la fe para gloria de su
nombre en todas las naciones» (Rom. 1, 5).
Viéndonos en medio de vosotros, no podemos menos de evocar la
Conferencia General que celebrasteis hace ya seis años y cuya sesión
inaugural tuvimos el honor de presidir en Bogotá. Ahora, al
conmemorar el vigésimo aniversario de la institución del Consejo
Episcopal Latinoamericano, una mirada retrospectiva nos hace ver que
la semilla, sembrada en Río de Janeiro, ha crecido y echado
profundas raíces. Un mutuo y continuo intercambio de información y
de experiencias para servir con mayor eficacia al Evangelio, ha
favorecido providencialmente una ulterior toma de conciencia de los
problemas que a todos os afectan y un mejor conocimiento de las
realidades concretas de vuestro continente.
Nos conforta mucho saber que, en esta reunión de Roma, os habéis
propuesto dar un nuevo impulso a la tarea evangelizadora, dentro del
clima espiritual del Año Santo. Esto, así como la humilde
convicción de que «ni el que planta es algo ni el que riega, sino
Dios el que da el crecimiento» (1 Cor. 3, 7), alimenta
nuestra esperanza y debe servir de estímulo a las actividades del
Celam, dentro de su carácter específico de organismo episcopal al
servicio de la comunión del pueblo de Dios.
No se nos oculta el profundo significado que tiene el haberos reunido
aquí, después del Sínodo de los Obispos, en el que muchos de
vosotros habéis participado. Ha sido éste un acontecimiento de tanto
relieve en la vida de la Iglesia y su desarrollo –comunión intensa en
torno a la Eucaristía y a la Palabra, reflexión y diálogo,
intercambio de experiencias y de sugerencias, renovación del
compromiso evangelizador y generosos propósitos- que nos ha satisfecho
sobremanera. No cabe duda que en esta reunión del Celam habréis
repetido muchas de vuestras aportaciones, teniendo en cuenta las de
otros hermanos en el Episcopado, y habréis reiterado, con la mente y
el corazón puestos en vuestro continente, las exigencias de vuestra
misión ante Dios y ante los hombres.
De aquí que nuestro gozo colmado por el completo y fructuoso éxito
del Sínodo, quede ratificado ahora al comprobar que vosotros, en
intima comunión con Nos, seguís trabajando en la búsqueda de
soluciones a los grandes problemas que se plantean ante la
evangelización en vuestros países.
Nuestro tiempo exige una intensificación de la conciencia
evangelizadora, que dé prioridad al anuncio explícito del Evangelio
y a la virtualidad salvadora de su mensaje para el hombre de hoy; que
acreciente la confianza en el Magisterio social de la Iglesia y en su
capacidad de inspiración y de iluminación; y sobre todo, que deje
siempre en claro que la auténtica liberación es la del pecado y de la
muerte. La liberación no es simplemente un término de moda, sino
una palabra familiar para el cristiano; en efecto, pertenece a su
vocabulario y debemos recordarla día tras día, haciendo referencia a
la obra redentora de Cristo Salvador, por quien hemos sido admitidos
a la reconciliación con Dios y regenerados a una nueva vida que exige
de nuestra libre personalidad dedicarse, mediante los postulados que
surgen de la caridad, a la obra social en favor de nuestros hermanos.
Transformando al hombre desde dentro, haciéndolo portador consciente
de los valores que la fe y la gracia han engendrado en su alma,
implantando el dinamismo del amor en su corazón, se conseguirá sin
duda la promoción integral de una sociedad donde la verdadera libertad
y la auténtica justicia constituyan la base del progreso (Cfr.
Discurso audiencia general, 31 julio 1974).
Que vuestro renovado impulso apostólico no se vea frenado por la
insensibilidad de algunos cristianos ante situaciones de injusticia, ni
por las divisiones -a veces radicalizadas- en el interior de las
propias comunidades eclesiales; y que ese mismo impulso sea capaz de
conjurar la tentación -que a veces se insinúa en algunos- de
entregarse a ideologías ajenas al espíritu cristiano, o de recurrir a
la violencia, engendradora de males mayores que los que se desean
remediar (Cfr. Populorum Progressio, 31); «ni el odio ni la
violencia son la fuerza de nuestra caridad» (Discurso a la Asamblea
del Episcopado Latinoamericano, Bogotá, 24 agosto 1968).
Vuestras comunidades esperan con ansia una respuesta a sus problemas,
a sus inquietudes, una ayuda ante situaciones difíciles. Seguid
ofreciendo a todos la palabra salvadora y el testimonio de vuestra vida
evangélica; pero no os detengáis en el mero anuncio de la fe con un
lenguaje accesible; es necesario provocar en la conciencia individual y
social un movimiento propulsor, capaz de hacer opciones serenas, de
tomar decisiones valientes, dejando que el Señor «abra una puerta
amplia» (Cfr. 1 Cor. 16, 9; 2 Cor. 2, 12) por donde
el Evangelio penetre libre y decisivamente en el hombre y en su
historia, en la sociedad y en sus estructuras.
El ministro de la Iglesia, en cuanto colaborador de Dios, ha de
sentirse despojado de toda clase de ataduras inútiles o peligrosas,
prisionero sólo del Evangelio (Cfr. Eph. 3, 1; 1 Cor. 9,
19), a fin de liberar el «labrantío de Dios» y salvaguardar los
preciosos valores depositados en el «edificio de Dios» (Cfr. 1
Cor. 3, 9), los hom res, b para que a Imedida que crecen y se
enriquecen con el desarrollo y progreso humanos, queden también
impregnados y configurados a Cristo.
Que vuestros colaboradores, sacerdotes y religiosos, mantengan y
corroboren, con vitalidad creciente, este compromiso. A todos
ellos, confortadlos siempre para que su ánimo no desmaye ante las
dificultades. A todos ellos va nuestro recuerdo, nuestro aliento,
nuestro afecto y nuestra gratitud.
Sabemos que prestáis una atención esmerada a la juventud que
constituye una mayoría en vuestro continente y cuya generosa
disponibilidad ha de incorporarse a las tareas evangelizadoras. Los
jóvenes son no sólo los hombres del mañana, sino los cristianos de
hoy, los que con su intuición, fuerza y alegría, y hasta con su
sana crítica esperanzada constituyen un fermento de vuestra sociedad.
Ellos esperan que se les proponga no la utopía del mundo que no
llegarán a conocer, sino la realidad viva de algo que se debe ir
perfeccionando y que ya está entre nosotros: el reino de Cristo con
su llamada a la justicia, al amor, a la paz.
Venerables hermanos: no queremos concluir estas palabras sin extender
una vez más nuestra mirada sobre el inmenso campo de la Iglesia por
vosotros aquí representada.
Nuestra solicitud pastoral por todas las Iglesias se reviste de una
especial atención cuando se proyecta hacia América Latina. En sus
comunidades orantes, fraternas, misioneras, descubrimos -os lo
decimos con gozo y emoción- un verdadero tesoro cristiano, cuya
pujanza se va poniendo de manifiesto, cada día más, en obras de
caridad, de apostolado, de educación; y también en el apoyo y
participación al desarrollo integral de vuestros países.
Sois vosotros, obispos hermanos de América Latina, quienes,
siguiendo el camino que trazaron aquellos santos pastores que
implantaron y propagaron la fe en el Nuevo Continente, habéis
mantenido ardiente la llama del apostolado, edificando, con la
preciosa colaboración de tantos sacerdotes, religiosos y seglares
beneméritos, la Iglesia de Cristo con todo esmero y lucidez.
Que esta riqueza humana y espiritual no se quede estancada en meras
fórmulas, sino que, convenientemente encauzada, constituya un caudal
vivo, capaz de fertilizar en generosa comunicación otros campos de la
Iglesia, de esa misma Iglesia que tan fielmente servida y tan
profundamente amada se vio por los Santos que en vuestra América
vivieron y cuya intercesión imploramos, especialmente -por
conmemorarse hoy su fiesta- la de San Martín de Porres.
En esta hora de gracia, el Espíritu Santo, Alma de la Iglesia,
sigue presente y actuando en ella. Es El quien le presta las fuerzas
necesarias para lograr una constante renovación y creciente fidelidad a
su Divino Fundador. Es la hora de la fe. Es la hora de la
esperanza, que no quedará defraudada (Cfr. Rom. 5, 5).
Que María, Madre de la Iglesia, a quien vuestros pueblos invocan
bajo diversas advocaciones, con fe tierna y sencilla, os obtenga
siempre este clima de esperanza.
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