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En la correspondencia entre Samuel Clarke y Gottfried Leibniz,
este último dice: que es imposible suponer un Dios que admita la
existencia del vacío en la naturaleza, porque tendríamos por lo menos
una ley natural creada como un decreto excepcional de la Voluntad
divina y no establecida por su Sabiduría. Esta contradicción entre
la Voluntad y la Sabiduría implica que Dios actua sin orden, o
peor, que lo hace para corregir la creación[1] . En algún momento
Dios sufrió un descuido o fue en exceso ‘ocioso’.
La contradicción entre Dios y las leyes de la naturaleza sería una
implícita venganza del sentido común en nuestra metafísica, dado que
cualquier fenómeno podría ser ‘improvisado’ sin cumplir con una
regla y menos aún con ciertas condiciones sensibles que el conocimiento
requiere. El vacío a pesar de los experimentos de Torricelli y el
acuerdo cartesiano no es verificable experimentalmente, según
Leibniz. No existe una ley natural que lo explique. Por lo tanto
pensar que Dios admite el vacío, como lo defendian los seguidores de
Newton, significa inventar por ocurrencia una ley. De paso creando
una confusión entre los atributos divinos que competirían entre sí en
su potestad.
Esta incompatibilidad entre la ciencia del Ser –generalísima– y las
ciencias particulares que contienen las reglas para los fenómenos
naturales sería rebatida por Ramon Llull. Cuando explica para sus
contemporáneos de París la actividad infinita y continua de Dios
frente a la idea de una materia –pasiva– presente desde siempre. Tal
materia pasiva es una contradicción frente a la existencia del Ser
supremo y delante de las leyes naturales que son también decretos
divinos. Porque la acción de estas leyes –naturales y divinas–
sería precedida de una ley pasiva: la existencia de una materia que no
actua. Tendriamos un ‘acto-ocioso’ –pasivo– que no esta dentro de
ninguna ley activa en la naturaleza. Esta ley de la materia regiría
–de forma sorprendente– después de ser principiada por la acción de
Dios. Tendríamos una ley que no rige desde su principio que es lo
mismo que no tener ninguna ley. La creación no es un acto nacido de
lo pasivo, pues supondríamos que la virtud creadora no actuó antes de
la existencia de la materia.
Para la concepción de naturaleza que se tenia en la Edad Media la
materia era el centro de una discusión sobre el origen del mundo y la
acción de Dios en los fenómenos. Si la materia es una regla fuera
de las reglas de la naturaleza para qué las leyes divinas? La materia
es una contradicción entre la ciencia generalísima del Ser y las
ciencias particulares. En este caso la cosmología discute con la
teología, como en la disputa Leibniz-Clarke la física discute
frente a la ciencia del Ser.
Lo anterior respecto a las contradicciones entre leyes ‘pasivas’ en
la naturaleza tales como la existencia del vacío o la permanencia de la
materia.
Lo que sigue a estas discusiones es cómo mantener las leyes naturales
en concordancia con la actividad continua del creador sin poner en
riesgo la naturaleza divina y el conocimiento de la naturaleza. Para
lograr un acuerdo entre la ciencia general –del Ser– y ciencias
particulares –de la naturaleza–.
Al existir el ‘ocio’ en los decretos divinos la concepción sobre el
Ser está fallando. Las siguientes son algunas de las concepciones
que surgen al aceptar un lapso de inactividad en el creador y la
naturaleza. Estas posiciones tienen una larga trayectoria en la
historia del pensamiento: i) Dios actua según el día, es decir
hace lo que puede por deshacer lo hecho el día anterior. De forma que
las leyes naturales son ‘milagros’. Permanentes decretos divinos.
Se defiende con ello la identidad entre Dios y el universo; ii)
Dios actua cuando alguna ley necesita de un hecho excepcional para ser
cumplida. Asunto que concilia los fenómenos y los milagros, pues
ambos son decretos de la voluntad divina; iii) Dios trabaja de
acuerdo a sus propios decretos que ni el mismo puede romper. De forma
que los milagros ya estan dictados tanto como las leyes. Dios se
obedece a sí mismo hasta en las excepciones.
El primero es el Dios ‘improvisador’ –sociniano[2] – que no se
ajusta a un orden fijo y debe crear reglas nuevas a cada día. El
segundo es el Dios ‘relojero’ que debe darle cuerda al mundo para que
la máquina marche de acuerdo a su diseño. El tercero es el
‘Artífice’, el divino arquitecto[3] . En el primer caso
observamos un Dios que actua siempre pero sin orden; en el segundo,
otro que actua cuando el orden que creó se desajusta; y en el último
caso, uno que actua según el plan establecido por su
sabiduría[4] .
En los dos primeros la voluntad y el poder divinos gobiernan la
creación y parecen dejar de lado a la sabiduría. En el último la
voluntad y el poder estan al servicio o mejor son compatibles con la
sabiduría divina que dispuso el orden de las cosas.
En las discusiones con sus contemporáneos, Llull y Leibniz
defienden este último Dios de principios frente a un Dios de voluntad
y reglas caprichosas. Esto modifica las nociones de ciencia general
del Ser frente a las ciencias particulares. Quiere establecer una
dependencia entre los principios metafísicos del Ser –concebidos como
los más generales: las virtudes de Dios– y los principios del
conocimiento humano. En especial, los principios de las ciencias que
conllevan algún nivel de probabilidad. Dado que para las ciencias
particulares la fuente del conocimiento son los hechos del mundo y de la
elección cuidadosa de un método demostrativo, que use principios
generales, depende el conocimiento de los fenómenos y las pruebas
sobre la realidad del Ser en el orden universal de la naturaleza.
La discusión gira en torno del: ‘horror al ocio’[5] . Los
argumentos que sustentan la existencia del ocio en la naturaleza suponen
la inactividad de una ley natural, que nos lleva a una contradicción
–aparente– entre Dios y la naturaleza. Dios tendría el Poder para
restringir o modificar la acción de las leyes naturales o podría
inventar excepciones. La posición de Llull y Leibniz dice que Dios
no crea en sí contradicciones, pues el Poder y la Voluntad no se
oponen a la Sabiduría y la Perfeccción, en Dios, para modificar
el orden de la creación. Lo anterior corresponde a una exigencia
sistemática no contradictoria que las Virtudes de Dios respetan.
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