LA FUNCIÓN DEL BUEN AMOR

Tomás Melendo


LA FUNCIÓN DEL BUEN AMOR

Frente a lo que ya alguna vez se me ha argüido, el cuadro esbozado hasta ahora no identifica en absoluto la instancia ética con la especulativa ni, mucho menos, disuelve ésta en aquélla. No sólo cuanto he expuesto apela de manera directa e inmediata al entendimiento. Es que, entre sus afirmaciones, ninguna insinúa siquiera que la labor metafísica no corresponda formalmente a la inteligencia. Se limita a añadir -eso sí, con nitidez plena- que, en realidad, semejante quehacer es obra de la persona toda, del sujeto. Amplía, por tanto, la perspectiva. A lo que habría que agregar de inmediato que los enfoques formal y real, muy lejos de mostrarse incompatibles, se complementan y enriquecen recíprocamente.

¿A quién se le ocurriría sostener que la categoría de una metafísica no es función, y función primordial, del vigor cognoscitivo de quien la elabora? ¿No es algo tan obvio, que parece inútil insistir en ello? Pero a esa afirmación, sin duda irrefutable, yo añadiría un también -también función del entendimiento-, tendente a resaltar otro hecho, asimismo innegable pero muy desatendido: que la labor intelectual, en las personas y en las culturas, no es en absoluto ajena al conjunto de las disposiciones de su autor.

Como sostiene Aristóteles en los Tópicos, "para un asunto de este tipo es preciso que se den buenas dotes naturales, y la buena disposición natural es, en verdad, poder escoger bien lo verdadero y rechazar lo falso: que es precisamente lo que los naturalmente dotados pueden hacer bien: pues quien juzga de lo expuesto con recto amor y con recto odio (eu gar filoûntes kaì misoûntes) discierne adecuadamente qué es lo mejor"[1].

O, de manera más articulada, y reafirmando lo que sostenía al término del apartado precedente, conviene puntualizar:

a) La primera y más determinante función de la voluntad en el quehacer filosófico consiste en asegurar -a través de un "buen amor"- la pureza de la teoría. Y en este sentido, cabría insistir en que la rectitud de la voluntad -su apertura a lo bueno-en-sí, que es el ente en cuanto ente- resulta imprescindible, aunque no baste, para una adecuada comprensión de la verdad; y que, por el contrario, la desviación del querer voluntario -la reduplicación autorreferencial que encierra en el yo individual o colectivo- sí que es suficiente para impedir cualquier penetración cognoscitiva, con alcance sapiencial y metafísico, en lo real.

No quiero decir con esto que los autores carentes de esa recta orientación de la voluntad se encuentren incapacitados para el ejercicio de la filosofía cuando ésta se entiende como "especulación abstracta": como uso del entendimiento y, sobre todo, de la razón al margen del ser y del ens-verum-bonum que fundamenta. Incluso habría que convenir en que la tarea falsamente especulativa se ve facilitada -por más "libre"- en semejantes pensadores.

Lo que pretendo sostener, por el contrario, es que la desviación de la mirada les impide penetrar en la realidad como tal. Por ende, no pueden hacer filosofía si esta es concebida como amor a la verdad-que-se-identifica-con-el-ente. No pueden, aunque sus elucubraciones resulten de lo más vistosas y tremendamente interesantes para los especialistas. Su función es más bien la de profesores de filosofía que la de auténticos filósofos.

O, enfocando el asunto desde otra perspectiva. Se ha discutido largamente si la calidad de una filosofía se encuentra medida de forma excluyente por su quantum de verdad, o si existen otros elementos que le dan valor al margen de esa penetración cognoscitiva en lo que es, tal como efectivamente es. Resulta obvio que la simple alusión a la verdad no basta para determinar el vigor de una filosofía, por cuanto a lo verdadero podemos acceder también de formas distintas a la estrictamente filosófica. Pero sí que me atrevería a sostener que si el verum-ens se encuentra ausente, es muy improbable que nos hallemos en presencia de un auténtico filósofo; todo lo más se tratará, según la caracterización kierkegaardiana que venimos utilizando, de un incluso muy buen profesor de filosofía.

El filósofo se las ve siempre con el verum, al que añade la índole de totalidad, el rigor cognoscitivo, la fundamentación de las verdades primigenias que alcanza. Y como tales fundamentos no puede descubrirlos quien se halla embotado por el ego, la invención de la verdad ostenta, como requisito previo, la recta orientación de la voluntad al bonum-ens.

b) Pero no todo acaba aquí. De inmediato ha de agregarse: lo que calificábamos como "buen amor" debe también sostener la pureza de la mirada contemplativa a lo largo de la entera reflexión filosófica. En este caso, el peligro de reversión hacia el yo se concreta en ir abandonando la referencia directa a la realidad, para fijar progresivamente la atención en los instrumentos o mediaciones cognoscitivas que elaboro para aprehenderla (por cuanto, a su modo, éstos también son y, además, son míos); y la función del buen querer, de la pasión por la verdad, por el ser, consistirá en seguir optando por lo real: en mantener, en medio de la tentación de volverme hacia mí, hacia la "teoría" que estoy construyendo, el oído atento al ser de las cosas.

"Hace notar Santo Tomás que el afecto nos mueve a ver -de modo sensible o intelectual- ya sea por amor a la cosa, objeto de la visión, ya por amor al conocimiento, al hecho mismo de ver (S.Th II-II, q.180, a. 1, c). Por ello, de no marcarse de manera explícita en la acción que finalmente buscamos conocer" el ente y, en última instancia, al propio Ser, "resultará difícil escapar a la búsqueda de sí mismo en el agrado o satisfacción del conocimiento. Ver por ver es signo de humanidad, a veces manifestación de espíritu desinteresado, contemplativo... Pero, de no orientarse con vigor hacia la fuente misma de la verdad [...], terminará de hecho como vano ejercicio de curiosidad. Afirmar la necesidad del amor y a la sabiduría no sería suficiente: hay que amar"[2]... y amar con orden, concediendo prioridad absoluta a lo que goza de mayor consistencia ontológica, a lo que es más (y no más mío, en cuanto mío).

Casi a modo de ejercicio filosófico, y con toda la reverencia que reclama, cabría interpretar en este contexto al venerando Parménides. Considero imposible exagerar la importancia de su gran descubrimiento -el del ser- para el futuro de la especulación y de la vida en Occidente. Pero no todo en ese hallazgo fue positivo. Deslumbrado por el vigor de lo que se presentaba ante su mente, Parménides no se resiste a elevarlo a la condición de absoluto, haciendo de ese ente homogéneo, monolítico y sin fisuras, el todo de la auténtica realidad y el criterio para juzgar sobre ella.

Como es sabido, esto le obliga a excluir del ámbito del lógos dos elementos -la multiplicidad y el cambio- que, no obstante, seguirán ofreciéndosele siempre como dato innegable y punto original de partida de sus propias lucubraciones.

O, dicho de otra forma: en lugar de rectificar la herramienta especulativa que se había forjado para interpretarlo -dando así cabida a cuanto se dibuja en su experiencia-, Parménides amputa el universo sometido a la especulación, impidiendo de esta suerte, ¡él, que había sido su creador!, todo posterior desarrollo de la ontología... hasta que Platón se decida a cometer el más que célebre parricidio.

El andamiaje conceptual ha acabado, en Parménides, por impedir la mirada abierta al ser de las cosas. Y como en él, en tantos. Sobre todo en quienes, ya en los siglos más cercanos, se empeñan en hacer de la cualidad interna del conocimiento el criterio de aceptación del ens-verum, hasta sustituir, como dirá repetidamente Heidegger, la verdad por la certeza, lo real por lo meramente subjetivo (sin ser).

En conclusión, la inicial rectitud de la voluntad, su pasión por el ser, no es sólo punto de partida, sino condición de toda la andadura del saber teorético.

c) Y, así, los dos momentos citados fructifican en una ganancia terminal, que podría resumirse como sigue: por fin, la voluntad buena hará posible, en virtud de la identificación amorosa en el otro o en lo otro -del éxtasis-, una más plena comprensión de la realidad querida: un genuino leer desde dentro. Como ya advirtiera Aristóteles, el conocimiento supone la identidad en acto del cognoscente y lo conocido. Y también el amor. Pero mientras la asimilación cognoscitiva es centrípeta y atrae el objeto hacia mi interior -es identidad en mí-, la propia del amor me saca de mí mismo, para introducirme en la médula más íntima de aquel o aquello que amo: hace de mí otro tú; y esa identidad en el otro potencia de manera inefable la agudeza de la visión del entendimiento, al tornar radicalmente efectiva la posibilidad tremendamente enriquecedora de entender "desde dentro".

Así lo expresa Carlos Cardona: "Por otra parte, sólo el amor permite el verdadero conocimiento: la inteligencia, el intus legere, leer dentro; en cuanto que el amor me identifica con el otro, me coloca en su lugar: que es justamente lo que llamamos "comprensión" y conocimiento exhaustivo o total. 'La sabiduría infusa no es causa de la caridad, sino más bien efecto suyo'[3]. Y lo mismo hay que decir del conocimiento sapiencial natural, la metafísica: es efecto del amor, y no su causa. Y éste es el conocimiento perfecto, el 'conocimiento afectivo de la verdad'[4] [...]. De modo que el amor es cognoscitivo, no sólo por imperio extrínseco sobre el intelecto, sino porque construye la identidad intencional en que el conocimiento consiste: realiza la "información" espiritual, por la que yo soy intencionalmente lo conocido. Por eso sostengo que la introducción a la filosofía no es el problema gnoseológico, sino un tema ético, de amor recto o buen amor"[5].

En última instancia, y como ya apuntaba en epígrafes anteriores, no puede haber teoría cabal y completa, conocimiento con alcance real, al margen de la actitud de buen amor, encarnada en las instituciones y en las personas singulares.

¿En qué medida el actual estado de nuestra civilización lo propicia o lo impide? ¿En qué proporción se encuentra en ella el ámbito adecuado para una serena reflexión filosófica? ¿Existe un "lugar", una esfera consistente, donde desplegar con validez la razón filosófica estricta o, por el contrario, debemos esforzarnos por crear el reino donde el pensamiento auténticamente metafísico pueda crecer y convertirse en vivero de una nueva etapa del desarrollo humano?