OTRA VEZ EL ARBOR SCIENTIAE

Tal vez la mejor manera de demostrar lo que se está afirmando es presentar la demostración luliana de la existencia de un único Dios recogida en el Arbor scientiae. Sus argumentos nos servirán como ejemplo del funcionamiento de los principios universales constitutivos del acto, en lo que siempre se apoya el maestro mallorquín.

Primero, el punto de arranque a partir de lo real: “Existe la bondad real finita. Por tanto, alguna bondad deberá ser por sí propia. Y tal bondad estará en el grado superlativo, por no haber otra, que sea de su género encima de ella, y también porque actúa todas las otras bondades que no son por sí mismas.” De esta manera, en un único paso, Llull se levanta directamente de la bondad imperfecta, aquella bondad que no puede ser por sí, hacia la realidad de una bondad perfectísima, la bondad subsistente.

Resulta patente, pues, que el maestro catalán no extrae la existencia de Dios a partir de su esencia, como si aquella fuese una perfección más, necesaria, de su esencia infinita, que es el procedimiento seguido por los ontologistas y los racionalistas inmanentistas. Llull, al contrario, sigue aquí el procedimiento aviceniano[42] que conduce directamente de la perfección limitada a su causa, y que se basa en el siguiente principio: toda perfección esencial o propiedad que se encuentre en minoridad o de un modo deficiente, esto es, realizada no según toda la amplitud de que sea capaz, es necesariamente causada ab extrínseco por otro que es esa perfección por sí mismo[43] . Por tanto, “alguna bondad deberá ser por sí propia.”

Llull demuestra a continuación la imposibilidad de la no-existencia de esa bondad suprema: “si tal bondad en superlativo grado no existiese, todavía, su opuesta sería; y privadas de aquella, todas las otras bondades son imperfectas. Como esto es imposible, la suprema bondad es real.” Y finalmente explica que “la razón de esto se encuentra en el mismo ente óptimo, que produce lo óptimo. Sin él, la bondad no sería suma, ni permanecería en el grado superlativo”[44] . Es, pues, el ente óptimo, aquél que es el Ser por sí, quien nos permite efectuar el salto desde la bondad imperfecta hacia la perfecta.

En este argumento se patentiza también la tesis de la bondad del ser, que impregna toda la obra luliana. Véanse estas otras palabras del mallorquín: “si Dios es, su ser es bueno grande y eterno. Si Dios es la verdad, se encuentra en mayor realidad de bondad, grandeza y eternidad... Conviene pues que la bondad de Dios sea grande, tan grande que no pueda ser mayor, pues si pudiese serlo, sería grande en potencia y pequeña en acto.”[45] Obsérvese que el argumento está calcado sobre la conveniencia de los principios entre sí. De modo semejante, apoyándose en la bondad de Dios, probará su unidad y su reposo en la simplicidad de su perfección[46] :

Acaba de mostrar la conveniencia de que la bondad de Dios sea “tan grande que no pueda ser mayor, pues si pudiese serlo, sería grande en potencia y pequeña en acto” y continua “la cual poquedad sería contra la grandeza y contra la bondad y contra las otras formas, y esa contrariedad es imposible. La bondad de Dios es, pues, tan grande que no puede ser mayor; pero la mayor bondad que puede existir es ser tal que sea un único Dios, de tal modo que otro dios no tenga otra bondad, y así la bondad sea infinita en grandeza, infinidad que consiste en ser una y no muchas.

Si hubiese muchos dioses, no sería suficiente uno de ellos para ser fin por sí mismo de sus formas. La bondad de un dios, completa y finalizada, no tendría reposo en su grandeza, pues habría otra grandeza: la del otro dios. Esto mismo pasaría con la grandeza, que no reposaría en la bondad, pues habría otra bondad divina; y así ningún dios tendría su fin en sí mismo ni en otro, pues, teniéndolo en otro, no sería dios. Las formas, pues, de cada uno de estos dioses se encontrarían vacías de finalidad, vacío que es imposible. Existe, pues, un Dios, y no muchos, en el cual cada una de sus formas obtiene reposo, estando cada una de ellas en él de un modo infinito y siendo él propio infinito y sin defecto.”[47]

Nótese que Llull diferencia formas en Dios, a pesar de afirmar constantemente que Dios es acto puro de ser. El motivo de esto es que el acto, como ya se dijo antes,[48] comporta diferencias, y son precisamente estas diferencias las que el Ars pretende tornar patentes.

Esta larga cita, sobre evidenciar el realismo luliano, muestra que la metafísica luliana no es una onto-teo-logía, porque no sumerge a Dios y la fe en las realidades humanas, tal como hacen todos los inmanentismos. Lejos de encerrar a Dios en el concepto —en el concepto de un ente supremo, establecido a priori por el pensamiento humano—, el Dios que Llull alcanza es el del Ser trascendente. La onto-teo-logía no supera el ente[49] ; Llull, además de situar el acto de ser como fundamento del ente, alcanza el fundamento de este acto al alcanzar el Acto puro de Ser.

Ni sombra pues de inmanencia en el Ars luliano. Téngase en cuenta además que la voz inmanencia fue introducido por el modernismo a raíz del llamado “principio de la inmanencia” que se refiere a la inexistencia de cualquier dato puramente externo en el conocer humano. En este sentido más reciente, inmanencia es un término abstracto que viene a substituir el adjetivo “inmanente” que ya se utilizaba en la edad media para designar la actividad de un movimiento, o de la vida. Igualmente reciente es su opuesto transcendencia, que viene a significar todo lo que está fuera de la inmanencia[50] . Cuando, como es el caso de Llull, se está en la óptica de las actividades reales y se busca alcanzar las realidades transcendentes, no hay por qué oponer lo trascendente a lo inmanente. En realidad, sólo puede trascender lo inmanente. Y si esto vale para todos los actos inmanentes, por tanto también lo será, y con mayor razón, para la inteligencia, que es la facultad más inmanente. Cuando el hombre como un todo —inteligencia, voluntad y memoria juntas— con la ayuda del Ars encuentra lo transcendente, de ningún modo necesita salir de sí mismo, pues la verdad trascendente habita en él.

En el Arte luliano, por lo tanto, no se encuentra la inmanencia, sino lo trascendente. Se capta lo trascendente, porque el Acto Supremo de Ser, por ser acto, puede ser alcanzado por el entendimiento humano, aunque no poseído. En todo caso, si llamamos inmanente al acto cuyo efecto o término es interior al sujeto que actúa, el Ars luliano enseña que, como el ser es el fundamento del conocer, cuanto más el hombre estuviere radicado en el Ser y en la causa del Ser, más inmanentes serán sus actos y operaciones; esto es, sus actos de conocimiento y de amor se aproximarán más a su fin. Pero entonces ya se estaría hablando de la auténtica inmanencia, aquella en que el yo, habiéndose puesto en Dios — el siempre presente ser en Dios, que impregna toda la moral luliana—, pasa a tener una consciencia cada vez mayor de la responsabilidad de sus elecciones, tornándose principio, medio y fin de sus actos[51] .

El pensamiento luliano, pues, al centrarse sobre el acto de ser, se coloca en condiciones de trascender. En su Ars, Llull unifica todos los entes bajo la perspectiva del acto, y así llega a lo trascendente, a Dios, acto puro de Ser. Por esto también unifica todo el saber. Ejemplo de tal unificación es el Arbor scientiae.