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Estrechando un tanto el círculo al que se encuentran referidas,
replanteemos las preguntas anteriores. ¿Cuál entre las corrientes
actuales de pensamiento podría garantizarnos el sentido de la búsqueda
del significado último de la existencia? ¿Dónde hallar un ámbito
de discurso en el que apelar directamente al verum-ens? ¿Quién,
llamando a las cosas por su nombre, se atreve hoy a plantear el
problema más propiamente filosófico, exclusivo de la filosofía
primera: el del ser, el problema metafísico por antonomasia?
No, ciertamente, el movimiento de filosofía de la ciencia que
acabamos de bosquejar. Y no sólo porque sus iniciadores del Círculo
de Viena se propongan expresamente, como condición y como "todo"
para iniciar la nueva andadura de la humanidad, la supresión de la
metafísica. Sino porque quienes después apelan a ella lo hacen o sin
la fuerza debida o dirigiéndose a una metafísica que poco o nada tiene
que ver con la filosofía primera, ni con la clásica y radical
pregunta por el ente y por el ser.
En efecto, el positivismo lógico del primer Wittgenstein y de los
principales representantes del Círculo de Viena o movimientos afines
-como Schlick, Carnap, Neurath, Reichenbach, etc.-
descalificaban las propuestas de la metafísica como auténticos
sinsentidos.
Carnap, quizá el más acérrimo opositor a la metafísica, explica:
"stricto sensu una secuencia de palabras carece de sentido cuando,
dentro de un lenguaje específico, no constituye una proposición.
Puede suceder que a primera vista esta secuencia de palabras parezca
una proposición; en este caso la llamaremos pseudoproposición.
Nuestra tesis es que el análisis lógico ha revelado que las
pretendidas proposiciones de la metafísica son en realidad
pseudoproposiciones"[1] .
O, todavía con más rotundidad: "Ahora aparece claramente la
diferencia entre nuestros puntos de vista y los de los antimetafísicos
precedentes; nosotros no consideramos a la metafísica como una "mera
quimera" o "un cuento de hadas". Las proposiciones de los cuentos
de hadas no entran en conflicto con la lógica sino sólo con la
experiencia; tienen pleno sentido aunque sean falsas. La metafísica
no es tampoco una "superstición"; es perfectamente posible creer
tanto en proposiciones verdaderas como en proposiciones falsas, pero no
es posible creer en secuencias de palabras carentes de sentido. Las
proposiciones metafísicas no resultan aceptables ni aun consideradas
como "hipótesis de trabajo", ya que para una hipótesis es esencial
la relación de derivabilidad con proposiciones empíricas (verdaderas
o falsas) y esto es justamente lo que falta a las
pseudoproposiciones"[2] .
Y aún más implacable: "En verdad los metafísicos son músicos sin
capacidad musical, en sustitución de la cual tienen una marcada
inclinación a trabajar en el campo de lo teorético, a conectar
conceptos y pensamientos. Ahora bien, en lugar de utilizar esta
inclinación por una parte en el campo de la ciencia y por la otra
satisfacer su necesidad de expresión en el arte, el metafísico
confunde ambas y crea una estructura que no logra nada en lo que toca al
conocimiento y que es insuficiente como expresión de una actitud
emotiva ante la vida"[3] .
En consonancia con todo esto, y según expone uno de los más
cualificados portavoces de esta corriente, los problemas metafísicos,
más que mal resueltos, están mal planteados; o, mejor,
sencillamente no existen. La metafísica ha de ser abandonada: "se
hunde no porque la realización de sus tareas sea una empresa superior a
la razón humana (como pensaba Kant, por ejemplo), sino porque no
hay tales tareas"[4] . Así se pronunciaba Schlick en los
comienzos de los años 30.
Más adelante, con la caída del principio de verificabilidad[5] ,
el segundo Wittgenstein y algunos representantes del neopositivismo
exoneran de la acusación de sin-sentido a las proposiciones
metafísicas y aprenden a mirarla con un poco más -sólo un poco- de
benevolencia... siempre subordinada a sus "valencias
científicas".
Por ejemplo, en dependencia del segundo Wittgenstein y en el ámbito
de la filosofía analítica anglosajona, se concede a la metafísica un
cierto valor: el de ofrecer una visión de conjunto de la realidad
(una Weltanschauung o Weltauffassung, dirán los alemanes), un
nuevo modo de ver las cosas (a new way of seeing), que no permite
descubrir nada inédito, pero sí advertir lo de siempre -traído a la
luz por las ciencias- de un modo distinto e interesante. Popper, por
su parte, aun cuando jamás admitirá a la metafísica como ciencia,
por no ser falsificable, le reconoce no obstante la función de
engendrar nuevas visiones de conjunto, nuevas conjeturas o
hipótesis... de las que podrían llegar a nacer auténticas teorías
científicas. Además, a partir de cierto momento, el filósofo
austríaco concede a las proposiciones metafísicas la posibilidad de
ser criticadas, argumentadas en favor o en contra, de modo que uno
pueda "fundamentar" ciertas preferencias por éstas o aquéllas.
En la línea de Popper, y en consonancia con sus respectivas
posturas, Lakatos hará de la metafísica un manantial abundante del
que surgen sus famosos y fundamentales "programas de investigación";
y Kunh, el hontanar de los nuevos "paradigmas" que, junto con las
"revoluciones científicas", determinan el progreso de la ciencia.
Autores del mismo corte, aunque no citados hasta ahora, verán en la
metafísica los "armazones de la ciencia" (framworks for science,
Agassi) o incluso, como Watkins, se aventurarán a sostener que la
metafísica puede contener proposiciones factuales confirmables por la
ciencia. Y, en un sentido muy peculiar, Feyerabend, además de
romper "una lanza en favor de Aristóteles", asegurará que para ser
"buenos empiristas" es imprescindible una mayor dosis de
metafísica[6] .
Con todo, y como vengo repitiendo, ninguna de estas afirmaciones
apoya efectivamente la validez de la metafísica como modalidad de saber
distinta a la ciencia y dotada de alcance propio; como ámbito en que
pueda plantearse la clásica indagación sobre el fundamento. Según
explica Berti, las posturas recién mencionadas "no tocan en lo más
mínimo el problema de la racionalidad de la metafísica, que,
después de Kant, se ha transformado en el auténtico problema
relativo a esta disciplina [...]. En efecto, el valor que
reconocen a la metafísica depende únicamente de la capacidad de ser
más o menos confirmada, a veces en un momento sucesivo, por la
ciencia. Por eso, la única verdadera racionalidad que todavía se
admite es la científica, y la metafísica se declara racional en la
exclusiva medida en que se acerca a la racionalidad de la ciencia. De
este modo, se desconoce la pretensión más propia de la
metafísica", ya desde los tiempos de Aristóteles, "de gozar de
una racionalidad autónoma, distinta de la científica y, sin
embargo, igualmente reconocida"[7] .
En el fondo de estas actitudes laten, por lo menos, dos equívocos de
interés. Uno, el de equiparar la metafísica en abstracto con una
especie de saber absoluto y total, conclusivo y globalizante, y no
susceptible de incremento ni mejora; con una suerte de "ciencia de la
divinidad", que trasciende la falibilidad y la debilidad -¡y la
"libertad"!- del ser humano: y por eso se oye hablar tantas veces a
los epistemólogos y a los analíticos, críticamente, de "la visión
o el ojo de Dios". Tienen a la vista, quizá, filosofías de corte
hegeliano o, todavía más probablemente, aquéllas que han pretendido
elevarse a conocimiento definitivo, al alcanzar el rigor de alguna de
las ciencias entonces vigentes: el racionalismo cartesiano o el
positivismo, pongo por caso.
El segundo error, emparentado con este primero, es, como sugería,
el de hablar de la metafísica, sin distinguir las muchas y tan
dispares versiones que, a lo largo de la historia, han pretendido
adornarse con ese calificativo... aun cuando bastantes de ellas
resulten incompatibles entre sí. Toda metafísica posible, en fin de
cuentas, vendría a ser reducida a la matriz común en la que vive la
especulación filosófica -también con sus diversidades- después de
la revolución cartesiana.
Y ésa es, precisamente, la metafísica que repudian las corrientes
filosóficas que se han impuesto en el momento presente. No hablo ya
de filosofía de la ciencia. Ni tampoco de los especialistas en las
diversas disciplinas filosóficas, tan numerosos y variados como las
posibilidades que ofrece toda una historia de la filosofía, desde los
presocráticos hasta hoy, y sin contar con las filosofías orientales.
Me refiero a lo que podríamos calificar como el magma, el ambiente o
la "cultura" generalizada... que dirige también, en buena
medida, la marcha y la orientación de los estudios superiores en
tantas Universidades y en Congresos y en Symposia.
En el fondo de la filosofía actual que parece imponerse habría, como
de rebote, un neto rechazo de la mentalidad científica y de las
metafísicas "rigurosas" a ella falsamente equiparadas. Por tanto,
un equivocado repudio de la razón tout court. Y, por ende, en
muchos de sus representantes, un atenimiento a lo etéreo, a lo vago,
a lo narrativo o interpretativo, al mero relato, a las artes, etc.
A mi modo de ver, existe en esta pretensión un componente digno de
estima: el repudio de la mentalidad científica como modelo exclusivo
de todo de saber que se pretende legítimo: lo que hemos venido
calificando como cientificismo. Es decir, algo que a su manera
reprobaron ya Kierkegaard y Nietzsche; que dio origen a la
Kultur-Kritik de principios de siglo, con la insuficiente
distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu; a
las censuras a la ciencia por parte de Bergson o de Simmel; a las de
Heidegger y, antes todavía, a La crisis de las ciencias europeas,
de Husserl... Una recusación que, ya en la segunda mitad de
nuestro siglo, adquiere tintes drásticos en manos de la Escuela de
Francfurt, desde la que Horkheimer, Adorno y, sobre todo,
Marcusse animan la fatídica revolución del sesenta y ocho.
Sin embargo, estos últimos acontecimientos señalan los límites
intrínsecos de los movimientos de repulsa a que me vengo refiriendo: y
es que, junto con la razón instrumental radicalizada, justificadora
si se quiere del status quo, del capitalismo o incluso de Auschwitz
-¡y, por tanto, intrínsecamente irracional!-, se repele sin más
distingos cualquier tipo de racionalidad filosófica, arbitrariamente
identificada con la que ha dominado en la modernidad. Y en este
humus, con más o menos conciencia y no siempre decididamente a favor o
en contra, se mueven muchas de las posiciones filosóficas del
presente.
Entre ellas recibe hoy un notable asentimiento la hermenéutica, tal
como la presentan los seguidores de Paul Ricoeur o, quizá con más
relevancia, los gadamerianos. En este puesto de privilegio tiene sin
duda su parte la fascinante personalidad de Hans Georg Gadamer, que
a sus más de noventa años levanta movimientos de admiración y
entusiasmo en los lugares donde expone sus doctrinas: sea en ámbitos
académicos, sea en reuniones más amplias y divulgativas.
En buena medida -por un instante quiero detenerme en ello-, el
atractivo de la hermenéutica gadameriana reside en lo que venimos
anunciando: en la alternativa que ofrece, mediante su atención a las
cuestiones artísticas, históricas, filológicas y en general del
espíritu, a la racionalidad rígida del cientificismo y de las
metafísicas "tradicionales", encaminadas hacia una verdad absoluta,
indubitable y, así dicen, coercitiva.
Gadamer, al contrario, pone a disposición "interpretaciones"
flexibles y siempre frescas, intrínsecamente vinculadas y
condicionadas por las diversas tradiciones, por prejuicios culturales y
por otros factores que, modificándola enormemente, no impiden sin
embargo -es lo que él sostiene- una auténtica comprensión
justificada no sólo de los variopintos textos a los que el hermeneuta
se enfrenta, sino de la realidad en sí misma... mediada a través
del lenguaje.
Es esta mediación necesaria del lenguaje la que me interesa resaltar.
Gracias a ella, la palabra llega a convertirse en la entretela o el
fondo último constitutivos de todo lo real. En efecto, a partir de
Heidegger la hermenéutica se adorna con el calificativo de
"ontológica", para indicar su función decisiva en la
comprensión-configuración del hombre y del mundo. Siendo para
Heidegger la naturaleza del hombre constitutivamente histórica, todo
el universo humano e infrahumano se encontrará siempre históricamente
determinado. De esa determinación derivan los "pre-juicios" que
hacen imprescindible la labor de interpretación. Pero el vehículo
que permite esta comprensión es el lenguaje. Él nos pone en
comunicación con la totalidad histórico-cultural y torna hacedera la
comprensión propia y ajena[8] .
Con otras palabras: la clave de la hermenéutica gadameriana es esa
"fusión de horizontes" que nos capacita para comprender los distintos
mundos, mediados -esto es, a la par, relativizados y enriquecidos-
por la concreta cultura en que han tomado vida y por las que ha surgido
entre ella y la nuestra, que simultáneamente nos la acercan y nos la
alejan. Y todo ello es hecho posible gracias al lenguaje.
Éste se eleva, como vengo repitiendo, a la condición de protagonista
incontrastado. Según explica el propio Gadamer, "la fusión de
horizontes que tiene lugar en la comprensión es la obra específica del
lenguaje"[9] . Éste, al igual que el Ser del último Heidegger,
no es un instrumento de la razón, sino un medium, un lugar
originario, un vehículo de sentido, una totalidad de significado o,
si se prefiere, la luz que esclarece todos los objetos: "El lenguaje
en que algo viene a la palabra no es una posesión que pertenezca a uno
u otro de los interlocutores. Cualquier diálogo presupone un lenguaje
común o, mejor, lo constituye"[10] .
Y de ese lenguaje dependemos ontológicamente, en lo más íntimo,
cada uno de nosotros. Lo explica, una vez más, la categoría del
juego. "Hasta tal punto somos solidarios con la cosa que llega hasta
nosotros que debe hablarse de pertenencia (Zugehörigkeit), esto
es, del mismo compromiso que tiene lugar en el juego, al que un
jugador no puede declararse ajeno si quiere seguir jugando. En cuanto
ser-en-el-mundo, el hombre ha de tomar parte en un juego
lingüístico en el que más que jugar es jugado, ya que el verdadero
sujeto de la acción lúdica es el juego mismo, a cuya merced está el
hombre. Algo similar sucede en el diálogo, que puede decirse que
verdaderamente funciona sólo si los interlocutores renuncian a
imponerse y se dejan guiar por el íntimo desarrollo de la
conversación"[11] .
No es menester exponer con más detalle los puntos fundamentales de la
obra gadameriana. De sobra son conocidos. Sí me interesa subrayar
en qué dilatada medida se sitúa en la estela abierta por Descartes,
cuando sustituye el ser por la conciencia. Ahora, lo correspondiente
a esa conciencia, a la subjetividad fundamentadora, es el lenguaje,
pero tomado en un sentido supra y cuasi im-personal: de él dependen
estrechísimamente tanto el hombre como el mundo. Según afirma el
propio Gadamer como conclusión de Wahrheit und Methode, "el
lenguaje es un medio en el que yo y mundo se unen o, mejor, se
presentan en su originaria "congeneridad": es ésta la idea que ha
guiado nuestra reflexión"[12] . La esencia misma del hombre,
fruto exclusivo de su historicidad, viene caracterizada por el
lenguaje: es éste el que lo une a la totalidad y al flujo de la
historia. El mundo existe para el hombre sólo porque es dicho o ha
sido dicho por alguien.
Una decidida indicación crítica a este inmanentismo del lenguaje,
ajeno al conocimiento de la realidad como tal, la contiene el texto de
Agustín de Hipona que a continuación cito, en el que se plantea la
alternativa radical a la modernidad de origen cartesiano, y que deberá
servirnos de inspiración en momentos posteriores de nuestro estudio.
"Quita el verbo mental (verbum); ¿en qué se convierte la voz
(vox)? Cuando no hay entendimiento (intelectual), el sonido
exterior es inútil. La palabra sin el verbo mental golpea el aire,
pero no edifica el corazón. [...] El sonido de la voz te conduce
hasta la comprensión del verbo mental, y una vez que ha cumplido esta
función él pasa, pero el verbo mental que el sonido llevó hasta ti
se encuentra ya en tu corazón y no ha desaparecido del mío"[13] .
Es cierto, y hay que reconocérselo a la hermenéutica
contemporánea, que ese verbo no es independiente del lugar y el
tiempo, y de la situación cultural del hombre que lo concibe. En
este sentido, hay que agradecer a Gadamer sus invectivas contra el
iluminismo y el racionalismo, al mostrar el valor de la autoridad y de
la tradición contra el prejuicio más radical de los iluministas: un
prejuicio invencible contra cualquier tipo de pre-juicios[14] .
Pero para que la comprensión se lleve a término cabalmente, no basta
tomar conciencia de los propios pre-conocimientos, ésos que nos
permiten la inclusión en la totalidad del círculo hermenéutico.
Como sostiene Russo, no es "suficiente una simple toma de conciencia
de las condiciones hermenéuticas del comprender. Es necesario un
punto de referencia externo, un conjunto de valores no negociables y no
dependientes del lenguaje, a los que deben adaptarse nuestros juicios.
Se trata, una vez más, de una realidad que no exige necesariamente
la expresión lingüística, sino que sigue siendo válida también
cuando no la mencionamos. Más todavía: que alcanza una fuerza
indescriptiblemente mayor en el silencioso respeto"[15] : la
verdad, el verum-ens.
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