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Aunque se haya insistido en que el reconocimiento oficial de la
existencia del Islam como entidad distinta a la Cristiandad occidental
no tuvo lugar hasta la celebración del Concilio de Vienne en
1312, sin embargo lo cierto e innegable es que el Islam había
dejado ya sobre el mundo latino medieval una profunda influencia.
Porque, en efecto, aun cuando en dicho Concilio se adoptara el
acuerdo — a instancias de Ramon Llull, quien sostenía que la mejor
manera de convertir a los infieles era por medio del aprendizaje de las
lenguas[1] — de crear cátedras de árabe, hebreo, griego y
siríaco en distintas Universidades, no obstante hacía ya mucho
tiempo que los latinos se habían dado cuenta de la necesidad del
estudio de las lenguas, como había afirmado en el siglo XIII
Roger Bacon. Y la «visión apocalíptica del
Islam»[2],anterior al siglo XII, había dejado paso a otra
perspectiva, que daría lugar a la adquisición de diversas
aportaciones culturales que permitirían a algunos pensadores cristianos
decir o postular que la raison habite chez les musulmans, como ha
señalado J. Jolivet[3].
Por los muchos e indudables testimonios que se nos han conservado, el
contacto del Islam con la Cristiandad latina comenzó, por así
decirlo, poco después de la presencia de los árabes en la Península
Ibérica, a mediados del siglo VIII. Y desde entonces, y aunque
las fuentes historiográficas poco digan, se inició un diálogo entre
ambas civilizaciones que no cesaría hasta bien entrada la modernidad.
La propia consideración de los cristianos por parte del Islam como «
gentes del Libro » (ahl alkitâb) favoreció el trato dispensado por
el mundo islámico al cristiano y a partir de ahí, el intercambio
cultural, como quedó bien patente en el Oriente musulmán.
Las primeras huellas de la influencia islámica pueden adivinarse en
algunas de las herejías que parecen haber surgido en la Península
durante el siglo VIII, en especial el adopcionismo de Elipando de
Toledo y Félix de Urge!, doctrina que se presentó como un intento
racionalista de explicación del dogma, proyecto muy cercano, al menos
en apariencia, a la doctrina musulmana[4]. La ponencia presentada
por el Dr. Epalza en este mismo Coloquio confirma esto que apunto.
Y los testimonios de Álvaro de Córdoba en su Indiculus luminosus o
de Eulogio de Córdoba en su Memorialis Sanctorum libri
tres[5]evidencian, por otra parte, el hechizo ejercido por la
primitiva cultura arábigo-andaluza sobre el cristianismo hispano.
Fue a partir del siglo IX cuando se iniciaron formalmente los
contactos culturales entre árabes y europeos, al estar interesados
éstos en recibir los conocimientos científicos que aquellos estaban
introduciendo y desarrollando en al-Andalus[6]. Y, aunque
sabemos muy poco de estas relaciones iniciales, inciertas en muchos
casos, se puede decir que con ellas se entablaron unas comunicaciones
que más tarde habrían de fructificar muy positivamente.
La presencia del joven monje Gerberto de Aurillac, el futuro Papa
Silvestre II, en el obispado de Vich y en el monasterio de Ripoll
para realizar estudios científicos[7] pone de relieve que la
importancia de los tesoros árabes acumulados allí había trascendido
las fronteras de la Marca Hispánica. En el siglo X, Cataluña ya
se había abierto a las influencias musulmanas, ofreciendo sus
monasterios la posibilidad de estudiar en las copias de obras árabes
sobre astronomía, geometría y aritmética, realizadas en sus
scriptoria[8]. Fue una primera influencia de la cultura musulmana
en el ámbito cristiano, que revolucionó en cierta manera la
Filosofía y la Ciencia de la época, fundamentalmente la Geometría
y la Astronomía, áreas que se hablan estancado en la tradición del
quadrivium y que estaban aún sometidas a la lectura y comprensión de
los Libros Sagrados, como ya estableciera San Agustín en su De
doctrina christiana, según apuntó mi maestro J. A.
Garcia-Junceda[9]. Comenzaron así a introducirse en el mundo
cristiano medieval los decisivos progresos que los árabes habían
realizado en estos campos, sobre todo los referentes al astrolabio,
las tablas astronómicas y el uso de las cifras llamadas «árabes».
Pero este inicio de diálogo del Cristianismo medieval con la cultura
musulmana sufrió un hiato que duró aproximadamente una centuria: el
siglo XI. Hiato que pudo haber estado producido bien por una
pérdida de curiosidad por parte del mundo cristiano hacia las riquezas
científico-filosóficas del mundo árabe, o bien por una supuesta
decadencia de la cultura hispano-árabe. Por lo que se refiere a este
segundo aspecto, la decadencia no es admisible, puesto que sabemos con
certeza que las mayores realizaciones científico-filosóficas tuvieron
lugar en al-Andalus a lo largo de los siglos XI y XII. Y, en
cuanto a la primera hipótesis, hay que decir que hubo un cambio de
actitud de los cristianos respecto al mundo hispano-musulmán — y
menciono directamente a éste porque fue el más cercano a la Europa
cristiana — a raíz de la caída del Califato: parece que fue
entonces cuando surgió la agresividad mutua entre las dos entidades
opuestas — Cristiandad e Islam — , que dio lugar a una
radicalización de los sentimientos de ambas comunidades y que tuvo como
consecuencia la paralización, al menos parcial, de los intercambios
culturales[10].
Y digo parcial porque fue en la segunda mitad del siglo XI cuando
aparecieron los que hablan de iniciar el gran movimiento de traducción
que tendría lugar en el siglo siguiente, verdadero medio — la
traducción — del diálogo filosófico-científico entre el Islam y
la Cristiandad. Iniciadores a los que la gran especialista M.Th.
d'Alverny llama los «precursores»: Constantino el Africano y
Alfano de Salerno[11]. Pero fue ahora otra ciencia, la
medicina, la que prevaleció: y al recuperar la medicina de Galeno,
con ella se introdujeron también elementos filosóficos que comenzaron
a ejercer su influencia sobre los primeros maestros del siglo XII,
especialmente los vinculados a la Escuela de Chartres.
Como señala d’Alverny, estos signos preliminares fueron seguidos
por un esfuerzo mucho más amplio por adquirir vastos conocimientos.
Esfuerzo que se tradujo ya durante el siglo XII en la gran tarea de
versión de obras del árabe (y del griego) al latín y que responde a
tres tipos de preocupaciones tenidas por los cristianos medievales:
inquietudes científicas, intereses religiosos y preocupaciones
filosóficas.
En primer lugar, el interés científico. La Edad Media tuvo como
programa de estudio el propuesto por San Agustín en De doctrina
christiana: el saber sobre las artes liberales[12], encaminadas a
la lectura y comprensión de los textos revelados, como he señalado
antes. Desde la época carolingia, los latinos disponían de
suficientes materiales para el estudio, conocimiento y profundización
de las artes del trivium; sin embargo, el quadrivium había de
limitarse a lo poco que el mundo de la transición entre el período
romano y el medieval había logrado acopiar: obras de Boecio,
Casiodoro e Isidoro de Sevilla; era necesaria entonces una gran
tarea de búsqueda y recopilación de obras que contribuyeran al
desarrollo de las artes matemáticas De ahí que obras de astronomía,
aritmética, geometría, así como de otras disciplinas científicas
como la óptica. alquimia, farmacología o medicina, fueran vertidas
al latín desde finales del siglo XI y principios del XII. Y
recodemos que la clásica estructura de las artes liberales comenzó a
cambiar en los inicios del siglo XII, como lo prueba la obra de
Pedro Alfonso, Disciplina clericalis, que
establece las siguientes artes : dialéctica o lógica, aritmética,
geometría, medicina (physica), música, astronomía y
filosofía, según unos, o gramática, según otros[13]. Esta
alteración en la consideración de las artes liberales trajo consigo,
me parece, un interés por las divisiones de las ciencias, que se
reflejaría en la propensión de los latinos por las clasificaciones de
las ciencias establecidas por los autores árabes: El De Scientiis
de Domingo Gundisalvo y su obra modelo, el Ihsâ’al-’ulûm de
al-Fârâbî, podrían avalar esta sugerencia[14]. A la
versión de estas obras científicas contribuyeron, entre otros, el ya
citado Constantino el Africano, Adelardo de Bath, Juan de
Sevilla, Hermann de Carinthia y Roberto de Ketton.
Una segunda preocupación fue la apologética, en la creencia de que
un diálogo verbal podía ser más eficaz que el de las armas o el de la
incomprensión, lo que les llevó a la traducción del Corán,
primero al latín y luego a distintas lenguas romances, y de otros
textos religiosos, como la apología del cristianismo compuesta por
‘Abd al-Masîh al-Kindî[15]. El impulsor de este interés
por la esfera religiosa fue el abad de Cluny, Pedro el Venerable,
interesado en dar al cristiano, como dice J. Jolivet[16], un
conocimiento de obras básicas sobre la religión musulmana, puesto que
pensaba que los «sarracenos» son hombres inteligentes y doctos, cuyas
bibliotecas están llenas de libros sobre las artes liberales y el
estudio de la naturaleza, de cuyo saber los cristianos han de
apropiarse. En el despertar de este interés por la religión
musulmana parece, de nuevo, haber jugado un importante papel el ya
citado Pedro Alfonso, en cuya obra hay referencias y citas
coránicas[17].
Finalmente, la preocupación estrictamente filosófica, que no
aparece hasta la segunda mitad del siglo XII, puesto que, como ha
tratado de poner de manifiesto M.Th. d’Alverny[18], hay que
realizar un atento examen de los documentos publicados para comprobar
que el período de traducciones en Toledo comenzó, contrariamente a
cuanto se ha afirmado hasta ahora, con posterioridad al episcopado de
Raimundo, esto es, bajo su sucesor el obispo Juan
(1152-1166). Destacaron los nombres de Domingo
Gundisalvo, cuyo floruit hay que situar hacia los años
1178-1181, y del más prolífico de los traductores, Gerardo
de Cremona, muerto hacia el año 1187. Y fue entonces cuando se
tradujeron las obras de los más importantes filósofos árabes, con la
única excepción de Averroes, que por esas fechas todavía estaba
componiendo sus textos y comentarios, y que no comenzaría a ser
conocido en la Europa cristiana hasta el siglo siguiente[19].
Tal es, someramente descrito, el medio a través del cual se
estableció la comunicación entre Islam y Cristiandad. No quiero,
porque no es mi propósito aquí, entrar en la discusión y estudio de
la llamada «Escuela de Traductores de Toledo », si existió o no
como tal escuela, ni tampoco en el problema de en qué momento se
inició la tarea de traducción. Otros se han ocupado de ello y a
ellos me remito[20].
Lo que sí me provoca interés, aquello de lo que quiero ocuparme
ahora, son las razones que movieron a los latinos a realizar
traducciones de textos filosóficos. Es decir, me interesa saber por
qué en un momento dado del siglo XII, y no antes, los cristianos
medievales se vieron en la necesidad de traducir determinados escritos
filosóficos y no otros. A primera vista puede verse rápidamente, e
incluso comprenderse fácilmente, la necesidad de la versión de textos
científicos y, por qué no, de escritos de tipo religioso. Pero me
parece que ya no está tan clara la necesidad de las obras
filosóficas. O, al menos, es más difícil ver con tanta claridad
ese menester. Por otra parte, es también motivo de interés saber
qué parte o aspecto de la filosofía despertó la atención de los
latinos: ¿se trataba de temas vinculados con la ciencia? O, por el
contrario, ¿eran cuestiones que tenían que ver con los de la
religión? ¿Se interesaron los cristianos precisamente por ellas en
la medida en que los musulmanes los habían resuelto más o menos
satisfactoriamente, y esta solución les podía servir, porque era
justamente lo que ellos andaban buscando?
Podría pensarse, en primer lugar, que los latinos, queriendo
conocer más obras de Aristóteles — cuyos textos ya comenzaban a ser
traducidos directamente del griego por Jacobo de Venecia — , veían
en los árabes y en sus obras filosóficas meros comentarios a la
doctrina del filósofo griego, presentadas, incluso, como textos del
mismo Aristóteles[21]. Por otra parte, se podría sugerir que
el fondo de pensamiento común, existente tanto en la reflexión latina
como en la árabe, — a saber, el neoplatonismo — , pudo haber
llevado a los latinos a la búsqueda de textos en que se expusieran más
amplia y sutilmente esas doctrinas tenidas por comunes.
Sin negar esta doble posibilidad, y aun reconociendo que también
debió desempeñar un extraordinario papel en el origen de las
traducciones, creo que debemos indagar por otros caminos, poco
desbrozados aún, para comprender la necesidad y el empeño que los
cristianos de la segunda mitad del siglo XII tuvieron respecto a las
traducciones de obras filosóficas de autores árabes. Y ese
itinerario al que aludo no es otro que la búsqueda por los latinos del
siglo XII del ámbito propio de la razón, de la región donde se da
la verdad de la ciencia. Porque no hay que olvidar que, como he
descrito antes, el interés por el aspecto filosófico aparece sólo
después de la propensión hacia la ciencia. Y, una vez conocida y
desarrollada ésta, la cristiandad medieval no podía dejar de
plantearse la cuestión del fundamento de la racionalidad de la
ciencia. En este punto es en el que hay que insistir, en mi
opinión, para resaltar la verdadera originalidad del llamado
Renacimiento del siglo XII: en que hubo una ruptura completamente
radical con la actitud que ante la ciencia se había mantenido
anteriormente, ruptura que tuvo como una de sus consecuencias más
importantes la nueva manera de considerar y estudiar la naturaleza. De
aquí ese interés por los textos en que se tratara la cuestión del
conocimiento de la verdad — de esa verdad científica — , es decir,
por los tratados sobre el alma y el intelecto, y de ahí también la
importancia de las obras sobre cuestiones físicas y metafísicas, en
las que se planteaba — y resolvía a su manera — el fundamento
último de la realidad. Porque, y esto creo que es un dato que no
puede ser descuidado aunque poco se ha tenido en cuenta, el hecho mismo
de que se tradujeran determinados textos — los que interesaban — y
no otros cualesquiera, implica por parte de los traductores — o de
sus patrocinadores — un gran conocimiento de la cultura árabe y
musulmana en general y de su filosofía en particular. Fue este
conocimiento el que determinó el criterio de selección de textos a
traducir.
Para comprender el inexcusable itinerario en el que se vieron
adentrados los latinos del XII, preciso es remontarnos un poco en la
historia del pensamiento medieval. Sabemos que la filosofía fue
considerada en los primeros momentos del mundo medieval como el esfuerzo
del pensamiento por entender y analizar un mundo visto desde y por la
Palabra Divina Y ese esfuerzo fue creando unos vástagos, que
enriquecidos posteriormente, pudieron separarse del tronco al que
pertenecían. El trivium y el quadrivium, medios para ayudar a la
comprensión de la doctrina sagrada, alcanzaron una indudable dignidad
por sí mismos en siglo XI, como ha puesto de manifiesto J. A.
García-Junceda[22]. Y, entre las diversas artes, la que
primero se independizó, la que primero luchó por sus fueros, fue la
Dialéctica, precisamente porque era la ciencia que representaba más
estrictamente las exigencias de la razón. Y al cargarse de valor
especulativo, la Dialéctica favoreció el conocimiento y el estudio
de cuestiones gnoseológicas y ontológicas[23].
La independencia y estructuración como saber autónomo de la
Dialéctica en el siglo XI significó un paso importante en uno de
los pilares del pensamiento medieval: el de las relaciones entre fe y
razón, que, consideradas hasta ese siglo como dos sabores parejos y
complementarios, comenzaron a partir de ahora a ser vistos como dos
campos distintos del saber. La Dialéctica se fue asentando como una
sabiduría racional que podía llegar a situarse junto al saber basado
en la autoridad de las Escrituras y de los Padres, incluso a
enfrentarse con él. Sus exponentes, los dialécticos, estuvieron
animados, en la mayoría de los casos, por una verdadera preocupación
científica, adoptando una actitud nueva en la que enraizaría la nueva
filosofía y la nueva ciencia. La Dialéctica, en suma, habría
de ser la que prepararía la recepción de la ratio, tal como ésta
había sido apreciada en el mundo árabe musulmán y la que permitiría
que el término philosophia, como ha anotado F. Van
Steenberghen[24], se hiciera corriente en el siglo XII para
designar el conjunto del saber científico elaborado por el esfuerzo de
la razón humana.
Hacia mediados del siglo XI es posible encontrar ya huellas evidentes
de que en la sociedad latina se estaba produciendo una reflexión sobre
la razón. Es bastante conocido el dato de que Berengario de Tours
(1000-1088) proclamó que la razón vale más que la fe.
Cuando Lanfranco de Pavía, un dialéctico moderado, reprochó a
Berengario en su De corpore et sanguine Domini adversus Berengarii
Turonensis Opera[25]que, abandonando las autoridades sagradas,
recurría a la dialéctica, Berengario le contestó en su De Sacra
Coena diciéndole: «Ratione agere in perceptione veritatis
incomparabiliter superius esse, quia in evidenti res est, sine
vecordiae cecitate nullus negaverit»[26]. La razón es lo que
hace al hombre semejante a Dios, y la dialéctica es el arte de la
razón. Por ello, — dice Berengario — el hombre ha de recurrir
a la Dialéctica, porque ella se presenta como el ámbito de la
verdad: «Maximi plane cordis est per omnia ad dialecticam confugere,
quia confugere ad eam ad rationem est confugere »[27].
Cuando Berengario propuso su interpretación del dogma eucarístico,
se le recriminó ser y pensar como filósofo, por su declaración de
atenerse a la evidencia racional en detrimento del misterio, lo que
implicó el descrédito de la filosofía y la condena de «tous les
libres raisonneurs», como dijo B. Hauréau en su Histoire de la
Philosophie Scolastique[28], quien ya antes había afirmado que
la opinión condenada bajo el nombre de este famoso sectario —
Berengario — no era simplemente una aserción paradójica enunciada
por un teólogo, sino una conclusión filosófica rigurosamente
deducida de premisas nominalistas[29]. Los ataques contra el uso
de la razón, contra los philosophantes — entendiendo a éstos como
aquellos que en el siglo XI adoptaron una nueva actitud ante los
saberes profanos — , menudearon en el ámbito de los llamados «
teólogos »[30]. « Esforcémonos en probar, con la ayuda de la
gracia divina, que ninguna facultad humana es suficiente, por lejos
que se extienda, para comprender la sublime grandeza de los sacramentos
», decía Adelmán de Lieja[31], condiscípulo de Berengario
en Chartres y Tours.
Pero es que la propia actitud de los antidialécticos anunciaba la
preocupación que había en el siglo XI por la razón. El mismo
Adelmán dio muestras de su preocupación por el alcance de la razón
cuando escribía en su carta a Berengario: « Hay muchas cosas que
sólo podemos hacer por el sentido, como oír y ver ; hay otras, como
leer y escribir, que requieren del concurso común del sentido y del
intelecto; a la mayoría, en cambio, no puede acercarse nadie por
medio del sentido, como la razón de los números, las proporciones de
los sonidos y todas aquellas nociones de las cosas incorpóreas, que
cualquier intelecto, puro y perfeccionado por el uso, merece
percibir... Propongamos como ejemplo el mismo bautismo. Veamos
qué puede descubrir ahí e! sentido y qué la razón. Preguntado el
sentido del tacto, responde que hay algo en estado líquido; si por
casualidad está en una vasija, la vista no duda qué clase de líquido
es; pero el gusto, aplicado como un tercer testigo, muestra sin
titubear que es agua. Posteriormente, a no ser que me equivoque, el
sentido no puede cumplir en este asunto su misión. Pero la razón
penetra profundamente en el interior y mira atenta y perspicazmente la
naturaleza no sensible, esto es, que es móvil y confusa, húmeda
substancialmente, fría por naturaleza y que puede convertirse en aire
o en tierra, y si acerca de la naturaleza de las aguas puede indagarse
alguna otra cosa que conozcamos o ignoramos. Sin embargo, de qué
modo el alma es regenerada por el agua y por el espíritu y es otorgado
el perdón de los pecados <es algo que la razón no puede
saber> : de la misma manera que hace poco se enseñaba que el
sentido de la carne no puede elevarse a la excelencia de la razón,
así ciertamente la razón tampoco puede aspirar a este inescrutable
arcano »[32]. Hay un reconocimiento del poder de la razón; pero
hay también, como vemos, un aceptar y afirmar que esta razón tiene
unos limites naturales. Se trata, por tanto, de algo que permanece
en la naturaleza de las cosas y que no puede alcanzar a lo
sobrenatural, al ámbito propio del misterio, de los sacramentos.
El valor y la capacidad de la razón fueron reconocidos por todos.
Cuando el más famoso de los antidialécticos, Pedro Damiano,
denunciaba una situación factual de la época en que vivía y que le
atemorizaba, era porque él mismo se sentía arrastrado por ella: su
conciencia le reprochaba la atracción que sobre él ejercía el
racionalismo[33]. Hubo, pues, reflexión sobre la razón; una
reflexión que se manifestó en la exigencia por parte de algunos
autores de que las fuerzas de la razón se probaran en el ámbito del
estudio sagrado. Como ha apuntado A. Cantin, esto es un indicio de
que en los años en que se formaba San Anselmo se estaba originando un
giro del pensamiento, se estaba preparando una nueva edad de la
razón[34]. Y son justamente estos años los que constituyen el
preludio del renacimiento del siglo XII, durante el cual, como ya
he dicho, la cristiandad se volvería, en búsqueda de un fructífero
diálogo sobre la razón, hacia el Islam.
La realidad de este giro, difícil de captar, puede apreciarse, en
cierta medida en la visión que sobre el Islam ofrecen los pensadores
de los siglos XI y XII de que se ha ocupado J. Jolivet en uno de
sus artículos ya citado[35]: San Anselmo, Adelardo de Bath,
Pedro Abelardo y Pedro el Venerable. En los cuatro está
presente. implícita o explícitamente, la idea de que entre los
árabes la razón es considerada como algo cuyos derechos son superiores
a los de la autoridad. San Anselmo, en el Cur Deus horno, obra
dirigida a judíos y pagani (= musulmanes), no quiere apelar a las
autoridades de la Escritura y la expone siguiendo un método que se
atiene al más puro uso de la razón. Adelardo de Bath transmite la
idea de que de los árabes se aprende la ciencia moderna bajo la guía
de la razón. Pedro Abelardo, en su Dialogo entre un filósofo, un
judío y un cristiano, establece la idea de la íntima conexión entre
ley natural y ley cristiana, entre la razón filosófica y la
revelación, siendo el «Filósofo» un personaje imaginado por
Abelardo como nacido en tierras del Islam[36]. Pedro el
Venerable, en fin, reconoce en los musulmanes no sólo su carácter
de racionales, sino también el de ser capaces de razonar (non solum
rationales, sed rationabiles). Concluye su articulo J. Jolivet
señalando la variedad de estos cuatro autores, pero recordando su
proximidad histórica.
Parece oportuno, por consiguiente, hablar de la aparición de una
nueva conciencia de la razón, cuyas primeras señales de fecundidad
están en los dialécticos del XI, que se apuntalan poco a poco en
las obras de San Anselmo y Pedro Abelardo, en el ámbito
filosófico, y de Adelardo de Bath y Pedro el Venerable en los
ámbitos científico y religioso, y fraguan definitivamente en la
segunda mitad del siglo XII, cuando la razón dialéctica,
fortalecida por la razón científica, quiere hallar en la filosofía
árabe no sólo fundamento y consolidación, sino también punto de
apoyo para alcanzar su pleno desarrollo. Se trata, en definitiva, de
una nueva forma de hacer y pensar, que tiene como personaje central al
« intelectual », figura que será a partir de ahora el representante
de la cultura y del que nacerá la institución universitaria[37].
Los latinos, pues, se vieron obligados a buscar una fundamentación
de la racionalidad a la que necesariamente se veían expuestos, tanto
por la creciente importancia concedida a la razón, tal como se
deducía de la Dialéctica, como por la exigencia de la verdad
científica, poco ha descubierta. Y se volcaron hacia el mundo
árabe, donde se habían dado tres líneas de interpretación de la
razón: la de los zanâiqa, que consideraban que la razón era la
única vía por la que el hombre accede a la verdad; la de los
teólogos mu’tazilíes, que, en parte como respuesta a la anterior,
entendían que la razón era un medio para hacer explícito el dato
coránico y cuanto hiciera referencia a Dios; y, en fin, la lectura
hecha por los falâsifa: la vía de la razón es paralela, pero
independiente, del camino de la revelación[38].
De estas tres corrientes, dos fueron conocidas por la Cristiandad
medieval: la teológica, a través, sobre todo, de La guía de
perplejos de Maimónides; la otra, la de los filósofos, por las
obras que de éstos fueron traducidas. Ambas, independientemente del
valor que en su propia cultura tuvieron, contribuyeron a la idea de que
las verdades de la fe pueden ser expuestas con ayuda de la Dialéctica
y sometiéndose a las reglas de esta disciplina. Pero, a la vez,
aportaron un nuevo espíritu de independencia de los ámbitos de la
razón y de la fe, que fraguaría en la secularización del saber
filosófico, independizándose éste del saber teológico. Así, un
primer ámbito de influencia y de diálogo entre el Islam y la
Cristiandad medieval se ejerció sobre las relaciones entre fe y
razón, de larga tradición en las distintas filosofías medievales.
Y si interesó a los cristianos fue, en parte, porque los musulmanes
ya habían hallado una solución que de alguna manera podía
inspirarles.
Pero, a su vez, el problema de la razón llevó a los latinos
medievales a plantearse el problema del conocimiento de la verdad. Si
la razón era considerada por los filósofos árabes como la fuente del
conocimiento de la verdad, en una línea que, platónica en el fondo,
sin embargo tenía mucho que ver con la doctrina aristotélica, ¿cómo
compaginar su lectura con la interpretación de la iluminación
agustiniana, de raíz estrictamente platónica? Surgió así el
empeño por los tratados sobre el alma y el intelecto, donde los
filósofos árabes exponían sus doctrinas, tratando de dilucidar las
teorías aristotélicas del De anima. Empeño en el que concurrieron
también dos hechos: los conocimientos que los médicos latinos
tuvieron del Canon aviceniano y su interés por el Liber de anima seu
sextus de naturalibus del filósofo musulmán, y el predominio del
pensamiento platónico-agustiniano en los círculos filosóficos del
XII, como ya señaló hace cuarenta anos M.Th.
d’Alverny[39], dando lugar al llamado por Gilson «
agustinismo avicenizante », movimiento de síntesis de las doctrinas
de S. Agustín, el Pseudo Dionisio y Avicena[40], cuyo
origen hay que establecer en la obra original del traductor Domingo
Gundisalvo[41].
Hay que señalar en este punto, para que pueda tener una perfecta
comprensión el hecho del interés de los latinos por la teoría del
conocimiento expuesta por los árabes — que habría de incorporarse y
explicitar la teoría platónica-agustiniana — ,que ya desde
comienzos del siglo XII había elementos que permitían sospechar la
existencia de otra doctrina del conocimiento: la aristotélica,
que, expuesta de alguna manera por Boecio, había sido desarrollada
hasta donde pudo — porque no tuvo opción al conocimiento de los
textos de Aristóteles — por Pedro Abelardo, al hablar de la
teoría de la abstracción en sus tratados de lógica. Supongo que
esto llamó también la atención hacia aquellos textos donde se
sospechaba que esta doctrina estaba explicada y analizada.
Vinculado al problema del conocimiento está el del ser. El mundo
medieval, hasta el siglo XII, carecía de un bagaje intelectual
completo sobre la doctrina metafísica. Las escasas especulaciones que
sobre esta parte de la filosofía habían desarrollado no eran más que
ecos lejanos del neoplatonismo. El desconocimiento de la obra
aristotélica impidió una reflexión profunda sobre la estructura misma
de lo real. Y, sin embargo, la indagación metafísica se había
ejercido a la sombra del problema de los universales y también
planteada por la cuestión de las relaciones entre Creador y criatura.
Como ha mostrado — y permítaseme citarlo una vez más —
Jolivet en uno de sus estudios sobre Pedro Abelardo[42], el
problema enunciado por Profirio establece, por una parte, una
cuestión de lenguaje, semántica, y, por otra, al evocar la
oposición entre Platón y Aristóteles y al estudiar la
correspondencia entre la estructura del lenguaje y la de lo real,
favorecía la especulación metafísica.
La reflexión metafísica realizada por Gilberto Porreta, a partir
de la meditación boeciana y del planteamiento del problema de los
universales en su vertiente semántica[43], preparó el camino para
recibir las doctrinas metafísicas elaboradas en el mundo musulmán.
Se añadió a ello el conocimiento de la Física y la Metafísica de
Aristóteles, que ofrecieron nuevos planteamientos a las cuestiones
del fundamento último y del origen de la realidad. Sin embargo, la
solución propuesta por Aristóteles, divergente y aun contraria a la
doctrina religiosa, hizo que se necesitaran de forma más acuciante
unas interpretaciones que permitieran explicar y desentrañar el sentido
del texto aristotélico de manera más o menos acorde con el dogma
religioso.
El reconocimiento por parte de los filósofos árabes —
al-Fârâbî y Avicena — de la existencia como un aspecto
constituyente del ser, distinto de la esencia y concebido aparte de
ella, favoreció la explicación del relato de la creación, como puso
de relieve E. Gilson[44], y permitió que las doctrinas físicas
y metafísicas del filósofo griego fueran estudiadas y aceptadas,
modificadas o rechazadas por los latinos, dando lugar a la elaboración
y desenvolvimiento de nuevas formas del pensar filosófico, que
fructificarían, como he apuntado ya, a lo largo del siglo XIII.
Acabe ya. He querido poner de manifiesto en las páginas que
anteceden que el diálogo entre el Islam y el Cristianismo latino
medieval en el ámbito filosófico no surgió de la nada. El terreno
europeo estaba previamente abonado, primero por los iniciales contactos
científicos a partir del siglo X; segundo, por el propio desarrollo
interno del pensamiento latino, con el creciente interés por la razón
y su independencia de la autoridad; tercero, por las versiones de
textos científicos y religiosos árabes, que pusieron de relieve un
modo distinto de entender la razón. El pensamiento latino medieval,
pues, había de entrar en un productivo diálogo con el pensamiento
filosófico árabe. Y los campos en que este diálogo se desenvolvió
fueron los referentes a la razón, al conocimiento y al ser. Las
obras de Domingo Gundisalvo, Guillermo de Auvergne y, en fin,
Tomás de Aquino, nos han dejado un claro testimonio de ello.
Universidad Complutense, Madrid
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