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La Europa cristiana es un bello ente de razón que se ha ido forjando
en la cabeza de los historiadores con secuela de esa obligación
profesional de dividir y delimitar los acontecimientos históricos,
reduciendo a conceptos simples estructuras sociales y culturales muy
complejas. Se la llama también «cristiandad occidental» para
distinguirla del «oriente cristiano» aquella parte de la cristiandad,
también en Europa, bajo el dominio de Bizancio sin influjo directo
del Papa de Roma. En la historiografía centroeuropea se viene
identificando el Occidente cristiano con el sacro Imperio
romano-germánico cuya cabeza visible era en lo temporal el emperador y
su cabeza espiritual el papa de Roma. El conflictivo eje
emperador-papa se complicó con las pretensiones de la casa real
francesa de presentarse como protectora del Papa y aprovecharse de las
ventajas que tal preferente trato suponía para sus pretensiones de
dominio del área mediterránea. En resumidas cuentas, la historia de
la cristiandad occidental hasta la ruptura de su pretendida unidad con
la Reforma protestante, se cuenta en los libros de historia de los
países de Centroeuropa como un tira y afloja entre los dos poderes,
el civil y el eclesiástico, es decir, entre el emperador y el Papa.
Una historia de conflictos que se centra en un área geográfica
limitada a Alemania, Francia e Italia. Todo el acontecer político
fuera de este reducido espacio se ve como periférico complemento de ese
conflicto central. La historia de los otros paises europeos se estudia
casi exclusivamente en función de esa confrontación o como mera
ilustración de la misma.
Si la historia política sigue ese esquema, en el campo de la historia
cultural esa visión unitaria de la cristiandad medieval tiene como
punto de referencia la Universidad de París, que era el centro
indiscutible del pensamiento cristiano en los siglos medievales. La
cultura de la cristiandad occidental tiene a partir del siglo xli en
París su última y definitiva referencia.
La simple necesidad de querer ver la cristiandad occidental como algo
compacto y perfectamente delimitado reduce el horizonte de nuestra
visión de la ciencia y cultura medievales e impide ver la Europa
medieval como algo más complejo y diversificado. En el marco de una
visión francogermánica de la cultura medieval juega el área
geográfica del Mediterráneo occidental un papel secundario. Dentro
de esa visión centroeuropea que pretende ver la cristiandad como un
todo armónico la periferia mediterránea sería algo que no toca al
meollo y a la esencia de aquella pretendida unidad de religión y
destino. Desde esta perspectiva sería el Mediterráneo un punto de
encuentro de diferentes culturas y religiones que tocaría sólo de una
manera accidental y exterior el concepto redondo que se fue formando de
la Europa cristiana. Ese escenario, enormemente conflictivo donde la
cristiandad hubo de enfrentarse con los enemigos de la fe común europea
sería, siguiendo esa concepción, más impedimento que forja de esa
pretendida unidad de la cristiandad occidental. Todo lo tocante al sur
de la cristiandad quedaría decididamente al margen del devenir
histórico que galvanizó la formación de Europa. Europa se habría
formado en un espacio central interior e íntimo, mientras lo ocurrido
en sus márgenes y frentes externos seria algo accidental que enmarcó
pero no determinó el devenir histórico fundamental.
La investigación sobre la Edad Media y el pensamiento medieval en
los últimos treinta años ha roto decididamente con esa visión parcial
y rudimentaria. Nuestra visión de la Edad Media no se contenta con
la bella quimera de una cristiandad medieval unida y cerrada, ejemplo
de armonía y estabilidad ideológica La apertura y ampliación del
horizonte hacia la periferia europea permite fijar la atención en
aspectos olvidados o marginados en el idealizado panorama anterior
permitiendo englobar todas las manifestaciones culturales de los siglos
medievales y no sólo aquellas controladas y dinamizadas por una
exigencia de unidad y ordenamiento jerárquico. Este necesario cambio
de perspectiva tiene un fundamento objetivo y subjetivo. Se puede
constatar, por un lado, un cambio en el objeto mismo pues la nueva
historiografía, relativizando el devenir político, ha abierto nuevos
campos de observación que nos muestran un objeto más complejo,
variado y lleno de contrastes. Por otro lado, podemos constatar una
nueva forma de acercamiento a ese objeto sin presupuestos y exigencias
ideológicas partiendo de una visión más global por encima del
raquítico horizonte dictado por historias de signo nacionalista.
Está claro que, bajo las premisas de una visión centroeuropea menos
diferenciada, todo lo que ocurrió en la península ibérica durante la
Edad Media, aunque no carece de interés, no tiene nunca ni puede
tener un carácter definidor y decisivo para el desarrollo de la
historia europea en su conjunto. Ocuparse de la historia de España
responde únicamente al imperativo de redondear una visión total del
marco europeo. Una actitud de este tipo crea una tendencia
interpretativa propicia a generalizaciones y simplificaciones pues el
trato detallado y diferenciado de los hechos que daría su verdadera
dimensión real complicaría las visiones unitarias preconcebidas. Por
eso se han cimentado con respecto a la historia de España una serie de
tópicos que, como todo tópico, no son fruto de una reflexión sobre
los hechos, sino el resultado de adaptar esos hechos a una visión
generalizada y terminada.
En los países centroeuropeos se ha fomentado en los últimos siglos
una visión de España como ejemplo de fanatismo e intolerancia
religiosa, donde la Inquisición española sirve para demostrar el
carácter marginal del cristianismo ibérico y su influjo negativo de
cara a una pretendida evolución más tolerante y abierta de la
cristiandad europea en los siglos que siguieron a la Reforma.
Curiosamente se va dibujando en la historiografía centroeuropea de los
últimos decenios otra imagen extrema de España como un ejemplo jamás
repetido de tolerancia y convivencia de las tres religiones del área
mediterránea: judaísmo, cristianismo e islam. Esta paradójica
confrontación de dos visiones extremas de cara a la realidad cultural y
religiosa de la península ibérica parece estar pidiendo una
explicación de cómo se pasó de una sociedad ejemplo de tolerancia y
convivencia pacífica a una sociedad ejemplo de intolerancia y
represión ideológica. Sobre el origen y las consecuencias de tan
extrema dicotomía no ha sido hecha, que yo sepa, una reflexión a
fondo. Hasta qué punto se podría justificar la necesidad o urgencia
de tal reflexión es sumamente cuestionable. Un análisis de esos
tópicos pondría muy pronto de manifiesto que las actitudes del
cristianismo peninsular no fueron tan extremas como se pretende hacer
ver. Seguramente no fue tan tolerante la pretendida tolerancia ni tan
intolerante la pretendida intolerancia. Una reflexión sobre esta
temática resulta más interesante si se atiende al origen y evolución
de ese tópico y no tanto a su pretendida realidad. El motivo y
contexto de tales afirmaciones es siempre más interesante que la
verificación del contenido real de las mismas. En otras palabras:
más interesante que la cons-tatación de una extrema tolerancia o
intolerancia en una época concreta del devenir histórico español es
descubrir las razones que llevaron a admitir la existencia de tal
esquema interpretativo.
España fue durante muchos siglos un país de frontera en la
cristiandad occidental. Apurando esta afirmación se puede decir
incluso que España era la única región de la cristiandad occidental
que vivía en contacto directo con otras religiones. Ese contacto
entre las religiones en España no fue sólo de signo conflictivo sino
que tuvo desde el siglo VIII hasta el siglo XV manifestaciones de
convivencia e intercambio muy dispares. Desde la diáspora mozárabe
hasta los levantamientos moriscos del siglo XVI el cristianismo
español hubo de ensayar, por pura necesidad, una serie de modelos de
convivencia entre los miembros de varias religiones. Esos modelos eran
reacción a situaciones históricas y planteamientos sociales muy
diversos. Las consecuencias de tales esfuerzos tuvieron necesariamente
resultados muy diferentes.
El simple hecho de que los cristianos en España vivían en contacto
con el Islam y en un orden social donde los judíos jugaban un papel
decisivo en los centros urbanos, tanto bajo dominio musulmán como
cristiano, tuvo enormes consecuencias para la identidad personal de
cada individuo cristiano dentro de aquella sociedad plurirreligiosa.
Un cristiano en el norte de Francia tenía necesariamente otra visión
del mundo que la del cristiano en la Córdoba musulmana o, más
tarde, en la frontera del reino nazarí de Granada. El infiel para
el francés era un ser humano fuera de la sociedad cristiana, una
persona que no creía en todo aquello en lo que se fundamentaba su
existencia, pero una persona, sobre todo, de la que adivinaba su
existencia pero que jamás había visto. Ese cristiano, fuese culto o
analfabeto, podía vivir cien años sin encontrar una persona no
cristiana. Para el cordobés, en cambio, era el infiel una persona
de carne y con la que se encontraba a diario en la calle y de quien
podía necesitar asistencia médica, a quien compraba el pan o las
berenjenas, o con quien de niño había jugado a las canicas. Esta
sencilla realidad no se puede olvidar al plantearse las diferentes
visiones de la humanidad dentro de una generalizada e hipotética
cristiandad occidental.
Desde que Juan de Mariana inventó el término «reconquista» para
definir la expansión de los reinos cristianos peninsulares hacia el sur
lleva éste una carga ideológica sumamente equívoca. Esos reinos
cristianos, en principio enemigos del Islam, pusieron en práctica,
por razones de supervivencia, una generosa política de asentamientos y
repoblación dictada por motivos económicos muy concretos dejando en
segundo término consideraciones de carácter religioso. Los fueros de
las ciudades admitían y garantizaban el libre ejercicio de la
religión. Judíos y musulmanes podían vivir en paz y sin temor a ser
perseguidos. Las complicadas estructuras jurídicas y sociales de esa
dificil convivencia ofrecían una amplia superficie para conflictos de
todo tipo. La tolerancia, aun siendo real, no se fundaba en las
premisas del concepto moderno de tolerancia. La tolerancia religiosa
tiene hoy en día su fundamento, o bien en la indiferencia religiosa,
o bien en el respeto a la dignidad y libertad de la persona humana,
conceptos ambos que no caben dentro de una visión medieval del mundo.
En la España medieval funcionó una tolerancia política que nunca
estuvo dictada por reverencia a las demás religiones o por respeto a la
libertad de los otros creyentes, sino, simplemente, por la necesidad
de integrar dentro del sistema político una existente realidad social.
Esta tolerancia no supuso una mezcla o asimilación de las religiones.
Los jerarcas de las tres religiones lucharon decidida y eficazmente por
el mantenimiento de las diferencias. Tampoco la Iglesia se preocupó
por fundamentar teóricamente la situación de hecho: de un lado sacaba
todas las ventajas que aquella circunstancia singular le ofrecía y por
el otro trataba de crear las condiciones para su eliminación. En
frase de Américo Castro la tolerante estructura social medieval en
España fue el «resultado de un modo de vivir y no de una
teología». La Iglesia y los representantes de los otros grupos
religiosos estaban teóricamente en contra de aquel orden y no hacían
nada por conservarlo. La Iglesia oficial, en simbiosis con el poder
civil, aceptaba esta situación sin canonizaría. La conseinmediata
de tal situación fue una sociedad multicultural que se diferenciaba
enormemente de los postulados de la uniforme cultura cristiana en
Occidente, determinada fundamentalmente por un ideario clerical, es
decir, por los intereses de curas y frailes.
El grado de literalidad y formación científica de los judíos,
cristianos y musulmanes fue, a lo largo del Medioevo español, muy
diferente. Durante el dominio árabe fueron los musulmanes y su clase
dirigente la que determinó las nervatura cultural en la península
ibérica. En todas las manifestaciones culturales, desde la
arquitectura a la música, la cristiandad española se adaptaba a su
entorno. Con el dominio cristiano la cultura de los musulmanes, casi
todos en menesteres agrícolas y artesanales, fue descendiendo
paulatinamente, aunque no hay que olvidar que esos musulmanes sabían
leer, pues por exigencias de su religión tenían que recitar los
textos coránicos. La población judía fue conservando un alto grado
de cultura y fueron desempeñando en la sociedad multirreligiosa bajo
dominio cristiano una función de portadores de cultura, ejerciendo
oficios que exigían un alto nivel de alfabetización. La cultura
judía registró en la España medieval una verdadera edad dorada. En
sus aljamas no sólo se cuidaban las ciencias relacionadas con el
estudio de la Biblia, su alto nivel cultural motivó que numerosos
judíos ocupasen en la administración de los estados cristianos puestos
clave y ejerciesen una enorme influencia en las finanzas y estructuras
administrativas de los mismos. También hubo judíos en otras partes
de Europa. Fuera de España, sin embargo, vivían marginados y
tuvieron que esperar al siglo XIX para emanciparse y afirmarse dentro
de la sociedad. La conocida tesis de Américo Castro sigue siendo
válida: mientras la historia de la Europa medie-val se puede exponer
sin nombrar a los judíos, la historia de España no se puede explicar
sin considerar la acción e influjo de las aljamas judías.
Frente al alto nivel cultural de los judíos, se constata con claridad
un alto déficit cultural en las masas cristianas. La cristiandad
española era una sociedad de frontera, una sociedad que había
encontrado su identidad en la lucha contra el infiel. La ideología de
la clase dirigente estaba dictada por las armas y no por las letras.
El catálogo de virtudes del cristiano español correspondía a una
mentalidad militar y a un ideario castrense sin concesiones hacia
manifestaciones de carácter cultural o humanístico. Al término de
la primera gran expansión de los reinos cristianos a finales del siglo
xii', la cristiandad española hizo enormes esfuerzos por recuperar la
tradición cultural musulmana y afirmar su hegemonía política en el
campo de las letras. Con el apoyo de intelectuales judíos se
procedió, sobre todo bajo Alfonso X, el Sabio, a una traducción
y asimilación del acerbo cultural árabe. Esta acción no sólo
supuso un enorme empuje a las estructuras jurídicas de los reinos
hispánicos, sino también en la literatura y en las artes plásticas.
La labor cultural de los cristianos españoles, sobre todo en la
traducción de la ciencia árabe, influyó en Europa y fue, sin duda
alguna, la mayor aportación de España a la cultura europea.
Esta cultura cristiana, empapada de tradiciones musulmanas y judías,
que se fue estableciendo en España se diferenciaba substancialmente de
la cultura clerical tal y como se desarrollaba en la Europa cristiana
bajo los postulados teológicos y jurídicos de las universidades de
París y Bolonia. La cultura de los reinos cristianos descuidaba sus
vínculos con la cultura de la cristiandad europea. Sobre
todo en el pensamiento jurídico se ignoraban sacrosantos principios de
la tradición civil y canonística de corte cristiano. Los juristas de
la curia romana y la ciencia oficial desconfiaban de los fundamentos
jurídicos del orden social de la cristiandad española. La famosa
fundación de un colegio para estudiantes españoles en Bolonia,
promovida por el influyente cardenal Gil de Albornoz, tenía como
finalidad primaria la formación de juristas según el espíritu del
derecho romano cristiano tal como se concebía y se venía dictando en
los medios intelectuales de la jerarquía eclesiástica. Con ello se
pretendía frenar el camino especial y las estructuras originales de la
sociedad hispana cuyo derecho estaba influenciado por las concepciones
del derecho judío e islámico, que imperaban todavía en numerosas
estructuras vitales de la sociedad hispana. También las compilaciones
de Raimundo de Peñafort, que tanto éxito tuvieron en la formación
del Derecho eclesiástico, contribuían a dejar en claro las bases
jurídicas de la sociedad cristiana y a crear un cuerpo jurídico único
y válido para toda la cristiandad bajo la clara y decidida superioridad
del obispo de Roma.
El golpe decisivo a la estructura multicultural en España lo dieron
los frailes mendicantes. Los dominicos y los franciscanos dependía
directamente de Roma y estaban exentos de la jurisdicción territorial
de los obispos. Toda su labor pastoral estaba dictada por los
postulados monárquicos y exclusivistas del Papa romano. La
formación intelectual de los frailes estaba dictada por la Universidad
de París, donde muy pronto se hicieron fuertes, determinando
decisivamente el desarrollo de la cultura cristiana occidental.
Desde un punto de vista estrictamente cristiano, la cultura que se
desarrollaba en España bajo el influjo de la ciencia árabe y judía
no estaba en consonancia con los ideales unitarios de la cristiandad.
El orden social que se imponía en España era un escándalo más
allá de los Pirineos. Sobre todo, el trato que se daba a los
judíos era criticado dura y constantemente desde la Curia romana. En
España no se regulaba la convivencia y el trato con los judíos con la
rigidez que se imponía en Europa. Tampoco se dictaron normas sobre
su vestimenta y obligaciones de tipo social. Los europeos constataban
en España un estilo de vida que difería fundamentalmente del estilo
de vida cristiana en el resto de Europa. Cuantos más extranjeros
visitaban España tanto más cundía el escándalo y la incomprensión
sobre formas de vida extrañas al resto de la cristiandad. Pero fue,
sobre todo, cuando los españoles empezaron a atravesar los Pirineos,
donde se dejaron constatar más esas diferencias.
La representación de lo español como algo no acorde con lo europeo
surge preferentemente en las repúblicas marineras de Italia cuando los
«hispani» procedentes de la franja mediterránea de la península
ibérica, comienzan a mostrar sus pretensiones de dominlo en las islas
del Mediterráneo occidental. Poco a poco, se va formando en Europa
una actitud de reserva frente a todo lo hispano. Los europeos
comienzan a ver en España un país de frontera no del todo
cristianizado con costumbres que califican, por el mero hecho de no
darse en el resto de Europa, de no cristianas y contaminadas de
islamismo y judaísmo. Con el término «español» se denomina todo
lo que resulta extraño y se sale de la norma. Aún hoy en alemán
para decir que una cosa nos suena a chino se utiliza, en lugar de
«chino», e1 término «spanisch». Los viajeros del resto de la
cristiandad occidental constatan en aquella tierra, para ellos tan
lejana como hoy para nosotros la China, raras reglas de conducta. En
las cortes y en las ciudades anotan raras costumbres y comportamientos
orientalizantes que, unidos a una presencia masiva de miembros de otras
religiones, causan extrañeza, admiración y, en espíritus
pusilánimes, temor por la pureza de la fe. El lema «Spain is
different» se hizo realidad en las conciencias europeas mucho antes que
lo hiciera suyo la propaganda turística.
La imagen de España toma las conturas clásicas de una
representación colectiva sobre una nación y cualidades diferenciales
de un pueblo. Las afirmaciones sobre los hombres de la península
ibérica son cada vez más tajantes y negativas. En ellas se expresa
el miedo a perder aquella idealizada identidad cristiana y el claro
orden jerárquico que ella implicaba. Esa representación negativa se
hace lugar común en la literatura oral y escrita de los pueblos
europeos. El español es un mal cristiano, una mezcla de judío,
cristiano y moro, un medio judío, un medio moro o un cristiano
judaizante. Esta imagen se propaga sobre todo cuando la casa real de
Cataluña y Aragón comienza a poner en práctica sus pretensiones
imperialistas por el mar Mediterráneo. Aquellos mercaderes,
aventureros, marineros y guerreros a sueldo que merodeaban por los
centros del comercio marítimo en la Italia septentrional o entraban a
sangre y fuego por tierras de Grecia y Sicilia eran «hispani» y como
tales se les denominaba y temía. Las brutales aventuras del caballero
de origen germánico Roger de Flor o de aquel caballero calabrés
Roger de Launa al mando de mercenarios catalanes entraron en la
historia de los pueblos que las sufrieron como obra de españoles.
Esos «españoles» desdecían en los centros donde prevalecía la
refinada cultura de la naciente burguesía mercantil italiana.
Aquellos «hispani» por donde pasaban imponían nuevos criterios de
dominio destruyendo la formal y rígida estructura de su entramado
social. Al español se le odia y se le identifica con un objeto ya
anteriormente odiado y despreciado en la cristiandad: el judío y el
moro. Los italianos veían en la raza española rasgos de las odiadas
razas judía y mora. Los españoles pertenecen a un pueblo impuro y
proceden de una sociedad no del todo ortodoxa, una sociedad no del todo
integrada en la sociedad cristiana.
Esta representación del español, que con tanto cuidado y fidelidad a
las fuentes ha descubierto el investigador sueco Sverker Arnoldson y
magistralmente ha interpretado Pierre Chaunu, es el comienzo de algo
que se puede, o no se puede, llamar «leyenda negra». Sea negra o
blanca, fue una representación colectiva que tuvo una larga cola.
Esa imagen nacida en Italia se propagó por el norte de Europa como
secuela de las guerras de religión. Se utilizó como propaganda
bélica para desprestigiar al enemigo español. Con ella se pretendía
frenar la expansión de una nación periférica defensora del Papa
identificándola con las odiadas razas no cristianas. Para el europeo
es España una tierra de raza inferior y dudosa ortodoxia. Esta
representación colectiva se fue afianzando y reforzando porque en ella
se iban recogiendo solamente aquellos aspectos que apoyaban los
prejuicios ya admitidos. Así, en la propaganda antiespañola de los
franceses durante las guerras de Italia, el rey de Aragón es un
«fis de marran et marrane». Para el poeta alemán Opitz los
españoles son «scheubliche Maranen, Scheinchristen und
Dreckskerle» (horripilantes marranos, cristianos sólo en apariencia
y tipos puercos). Martín Lutero, por ejemplo, prefería ver
Alemania dominada por los turcos que por los
españoles. Es decir, Lutero prefería verse bajo el dominio los
árabes otomanos que bajo los judíos o árabes magrebíes. En
resumidas cuentas: la cristiandad occidental veía en España una
tierra donde no se había logrado plenamente la cristianización.
Cuando esos mediocristianos comienzan a dominar con sus ejércitos el
norte de Europa, se levanta la conciencia cristiana de esas naciones y
deja al descubierto tendencias nacionalistas y racistas recubiertas de
un manto religioso.
Esta visión tan negativa e insistente hería de lleno la conciencia y
el orgullo de los cristianos españoles. La nobleza hispana, que
siempre se preocupó en demostrar su ascendencia gótica, se
consideraba tan cristiana como el que más. ¿No habían luchado
durante siglos en la vanguardia de la fe defendiendo y extendiendo las
fronteras de la cristiandad? El altivo hidalgo español que constataba
esa imagen negativa por Europa adelante no podía comprender como
alguien podía dudar de la pureza de su cristianismo. Sin este
contexto malamente podríamos llegar a comprender con que seriedad y
extrema consecuencia los españoles se dedicaron durante siglos a
demostrarle al mundo la pureza de su sangre cristiana. Todo un género
literario que floreció en los siglos xvi y xvn y que se podría
denominar «Laudes seu defensio Hispaniae» se dedicó a contrarrestar
esa propaganda negativa sobre las gentes de España. Este tipo de
literatura tuvo su corona en la magna y hoy, por desgracia, poco leida
y reconocida versión latina de la Historia de España del jesuita
Juan de Mariana, quien página a página va construyendo una idea de
España en claro contraste con las representaciones negativas relativas
a su nación que el había conocido todavía muy joven en sus estancias
en Italia y Francia.
Esta defensa de España solía comenzar con la demostración de la
pureza cristiana de raza y fe de los habitantes de la península
ibérica llamados por Dios a ser punta de lanza en la lucha por la
expansión del cristianismo. Todo el impresionante tinglado de los
estatutos de limpieza de sangre y aquella burguesia traicionando sus
origenes en una costosa carrera por conseguir cartas de hidalguía, es
decir, todas aquellas cosas relativas al linaje que marcaron la
convivencia española en los primeros siglos de la modernidad son, en
gran parte, reacción a este herido orgullo de raza. Los españoles
querían demostrar al mundo la integridad de su religión. Integrarse
plenamente en Europa significaba eliminar el pasado judío y musulmán
que la especial situación de frontera había impuesto en la sociedad
española, es decir, los hechos diferenciales de la cristiandad
española frente a la europea. Con cierto tono provocativo se podría
decir que España dejó de ser una sociedad abierta a otras culturas y
religiones en el momento en que pretendió, a toda costa, integrarse
en la cristiandad europea. Una cristiandad que defendía un modelo de
sociedad cerrado, totalmente cristiano, sin concesiones a otras
religiones o formas de vida.
El modelo europeo de cristiandad acabó con todos los intentos de
integración de las otras comunidades religiosas y sus secuelas
culturales en el cuerpo social español. La sociedad española
pretendió cristianizar sus estructuras según la normativa europea de
sociedad cristiana. Los modelos ensayados en España estaban en
abierta contradicción con la visión clerical y exclusivista de la
cristiandad europea. Europa exigió de España la reconquista de su
identidad cristiana sin concesiones a formas de convivencia o formas de
cultura que ponían en entre-dicho la intolerante concepción
exclusivista del «orbis christianus» donde sólo cabía una
alternativa: creer en Cristo o morir. España dejó de ser tolerante
cuando se quiso adaptar al modelo de cristiandad propugnado en Europa.
En frase de Pierre Chaunu: «la intolerancia entró en España con
vientos que venían de fuera».
La progresiva integración de la España medieval en la cristiandad
europea tiene un paradójico epílogo. Aquella zona de la cristiandad
a la que se le imputaba una cierta negligencia en aceptar las reglas
sociales comunes a la cristiandad medieval se convierte, durante los
primeros siglos de la Edad Moderna, en defensora a ultranza de todos
aquellos presupuestos que tanto le había costado recuperar. Cuando
una Europa dividida en naciones se preocupaba y luchaba por intereses
particulares, interesándole un pito todos los programas de carácter
universal que Roma y su clerecía seguían declamando, seguía
España creyendo y esperando contra toda esperanza que se podían
defender los sacrosantos valores de una cristiandad unida en un destino
común. En el altar de la defensa de esos valores universales no se
dudaba en sacrificar otros valores civiles y entorpecer el desarrollo de
los derechos y libertades del individuo, tal y como imponían los
nuevos tiernpos.
Aquella España, que apenas había conocido la Inquisición
medieval, desarrolló en la Edad Nueva una nueva Inquisición cuyo
inicial objetivo fue erradicar todo el substrato judío en su cuerpo
social. Un perfecto control ideológico que se puso al servicio de
unos ideales obsoletos que ningún estado en su entorno se atrevía ya a
hacer suyos.
Esta breve reseña sobre las derivaciones que conlleva la situación
periférica de la cristiandad medieval en España exige, en el
contexto de estas jornadas, una consideración final que pretende
aplicar todo lo dicho a la investigación del pensamiento medieval en la
península ibérica.
Es muy importante considerar que, en España, hubo pensadores que
vivieron conscientemente esa situación de frontera y la integraron en
su pensamiento, en claro distanciamiento con el ideario teológico
propuesto desde París. En la historia de la teología medieval
española se pueden constatar actitudes y concepciones originales,
desarrolladas por personas que reflexionaron sobre el cristianismo en su
situación fronteriza, es decir, un cristianismo en diálogo con las
otras religiones. Estos pensadores no exigían otra fe, sino la
consideración de la fe en una perspectiva más universal. Eran
personas conscientes de la situación real de un cristianismo que se
creía centro del mundo y era en la conciencia de frontera una religión
minoritaria dentro del ancho mundo. Por eso no dejaban de criticar
profunda y seriamente la visión particularista del cristianismo
cerrado, un cristianismo exclusivista ensimismado en sus problemas
particulares sin la visión universal y dinámica del mandamiento de
Cristo al final del Evangelio de San Mateo: «íd por el mundo y
predicad el evangelio a toda criatura». Sólo quien vivía en
contacto con el infiel podía comprender que el cristianismo no era todo
el mundo, sino una parte del mismo. Desde Álvaro de Córdoba a
Bartolomé de las Casas, pasando por Raimundo Lulio, se puede
trazar una línea de pensamiento cristiano consciente de ser levadura y
no masa. Un pensamiento centrado en la comprensión del otro y en el
mandamiento de propagar la fe que se planteaba necesariamente una
cristiandad abierta al mundo y no un mundo cristiano reducido a los
limitados horizontes de Centroeuropa.
Estos pensadores han de ser estudiados en su contexto hispano y no como
corolario de los grandes pensadores de la cristiandad medieval. Los
planteamientos escolásticos contempóraneos no son suficientes para
definir una visión de la cristiandad que había nacido en un contexto
más amplio y completo. Los estudios de teología medieval estuvieron
hasta hace poco decisivamente determinados por los postulados teóricos
de la Neoescolástica. Esta investigación, aunque supo mostrar el
valor perenne de los planteamientos y soluciones de la época medieval,
dejó, sin embargo, una visión parcial, monolítica y, por ello,
incompleta del pensamiento medieval en su conjunto. Se estudiaba las
aportaciones intelectuales de la cristiandad española como un corolario
prescindible al margen de los geniales sistemas escolásticos. Los
pensadores de la península ibérica se analizaban sólo en relación a
esa sistemática.
Quizá sea Raimundo Lulio el pensador más característico en este
sentido. Lulio desarrolló un sistemaparentemente hermético al que
sólo se puede acceder si se tiene en cuenta su circunstancia de
habitante de Mallorca en la generación que siguió a la reconquista de
la isla por Jaime 1. La metodología neoescolástica no permite
acercarse a su pensamiento. La interpretación que se vino haciendo de
Lulio dentro esa neoescolástica visión del pensamiento medieval, se
limitaba a estudiar los escritos de Raimundo Lulio como reflejo del
monolítico pensamiento escolástico, buscando afinidades y
divergencias con Santo Tomás y, sobre todo, con la tradición
franciscana, lamentando casi siempre la falta de rigor intelectual que
se excusaba en Lulio por su falta de formación universitaria. Contra
esta visión se viene resaltando en los últimos años, el carácter
original de su pensamiento sin medir sus logros o deficiencias de cara a
la teología escolar contemporánea. La grandeza del pensamiento
luliano no se comprende en relación con los grandes autores
medievales, sino en el hecho de haber encontrado o intentado Lulio
nuevos y originales caminos en la comprensión de los problemas
fundamentales de su tiempo.
Raimundo Lulio desarrolló su pensamiento en más de 250 obras
escritas durante los cincuenta años que median entre su conversión
(ca. 1263) y su muerte (1316). Su obra, sin embargo, no
sólo es difícil de comprender a causa de su volumen sino, sobre
todo, por la amplia gama de temas tratados que van más allá del
monolítico temario lógico y teológico de la enseñanza escolar.
También su estilo singular nacido del contacto con otras religiones,
otras culturas y otras lenguas hace que los no habituados vean en sus
escritos una extraña mezcla de geniales pensamientos con increíbles
representaciones, singulares malabarismos gramaticales y aburridas
repeticiones. A esto hay que añadir la barrera de su hermético
lenguaje. Los que conocen el latín medieval encuentran en la mayoría
de sus obras un lenguaje insulso y mediocre (por no decir
deficiente). Además de este no fácil acceso formal a la lectura de
sus obras el pensamiento luliano está íntimamente ligado a su
personalidad y a su agitada biografía, todos los temas están tratados
desde una perspectiva muy personal y en la íntima convicción de estar
llevando a cabo una tarea impuesta y dictada por Dios.
Las dificultades del discurso luliano vienen condicionadas, no tanto
por la complejidad de los conceptos y sus aparentes contradicciones,
sino por las censuras y silencios que impone la lectura de sus obras en
las que no se plantea presentar una exposición académica y
sistemática de sus presupuestos intelectuales. Su única y exclusiva
finalidad es la conversión del infiel. La determinante del discurso
luliano no es, por ello, discursiva sino fundamentalmente
apologética. Toda su obra se subordina a ese único fin. Todo lo
que en Lulio tiene parecido con el común discurso intelectual de la
época tiene que ser interpretado siempre desde esa determinante
perspectiva de hombre de frontera, es decir, ha de tener su
explicación en las constantes apologéticas que determinan la obra de
RaimunI do Lulio en general, y su teología en particular. Estas
constantes se redúcen a una doble finalidad: de un lado se persigue
que el creyente alcance una mayor comprensión y vivencia moral de su
fe, mientras la otra se propone proporcionar a ese creyente un
instrumento para la acción misionera. El Ars de Raimundo Lulio es
el medio en que se hallan contenidos los principios que fundamentan y
hacen posible esta doble tarea, en tanto que dichos principios
coinciden o reflejan exactamente los principios ontológicos
universales.
Comienzo, fundamento y razón de todo quehacer luliano es el objetivo
misionero, es decir, la conversión del infiel. Un objetivo que
está fuera de las coordenadas en que se movían los intelectuales de su
tiempo en los centros de cultura de la cristiandad europea. Pero la
acción misional, en el caso de Lulio, no sólo se ocupa de los
infieles, destinatarios naturales de la acción misional, ni de los
medios para realizarla, sino también intensamente del actor, del
misionero. Metodológicamente, el misionero es el primer destinatario
de la incansable actividad luliana como escritor, y punto de referencia
de su pensamiento. Esta prioridad, sin embargo, no sólo obedece a
la lógica de los acontecimientos, sino que se convierte en condición
de producción del sistema. La labor persuasiva del misionero se
fundamenta y se realiza a través de los elementos que constituyen el
proceso de formación propio. Los argumentos que convencieron al
propio misionero en su reflexión comparativa con las otras religiones
son los mismos argumentos que convencerán al destinatario final. El
pensamiento luliano, su Ars como instrumento apologético y
argumentativo debe considerar y repetir el proceso operado en el mismo
sujeto que pretende convencer al infiel o simplemente al artista del
Arte luliano. El Ars de Lulio no se inscribe en la normal
transmisión del saber, sino que se presenta como obra de autor, algo
nuevo en la cultura y causa, sin duda, de la profunda incomprensión
del sistema. Lulio presenta el Ars como punto de llegada de un
proceso personal. El calificarla como don divino y la constante
referencia autobiográfica explican y definen constitutivamente su
estilo y pensamiento. La comprensión intelectual de los artículos de
la fe sirve, tanto para describir el punto final del esfuerzo personal
del misionero y del artista, como punto final de todo esfuerzo de cara
al infiel o al fiel alumno dores e ayuc del Arte.
Desde su Mallorca natal pensó Lulio, con cierta ingenuidad, que
todos los principes y jerarcas de la cristiandad estaban convencidos de
la necesidad de convertir a los infieles. Lo único que él veía
problemático era convencerlos de la viabilidad de tal tarea. Lulio,
temperamento pragmático, bien sabía que sus planes de conversión
necesitaban una base económica firme con el fin de financiar la
formación de misioneros sabedores de la lengua árabe que habían de
comunicarlo a los infieles. El desengaño de Raimundo en este sentido
fue enorme. Cuanto más se aleja de Mallorca tanto más recibe el
impacto de una cristiandad mirándose a su ombligo. Con la ilusión y
optimismo del converso se había hecho una imagen de la cristiandad
totalmente falsa. Ese encuentro de Lulio, hombre de frontera, con
la cristiandad europea ignorante de sus fronteras está lleno de
dramatismo. Lulio llegó pronto a la conclusión que «por culpa de la
Iglesia los infieles permanecen en el error» (propter defectum
ecclesiae infideles permanent in errore) [1]. Este defecto
fundamental de la Iglesia, que se despreocupa de su funcion
primordial, la recuerda Raimundo Lulio constantemente. A esta tarea
de concienciar a los cristianos la llama él expresamente: «Facere
conscientiam de errore fidelium» [2], que es su principal tarea
como abogado procurador de los infieles.
Con el tiempo, se da cuenta de que toda tarea de conversión es
ineficaz porque falta el entusiasmo y la voluntad de los cristianos de
cara al infiel. Obsesionado por la difusión de su obra, que él
continuamente perfeccionaba, se encontró el apoyo de sus
correligionarios que lógicamente deberían ayudarle en su empresa.
Dispuesto a batirse en la frontera con el infiel se percata Lulio que
la fe se ha extendido pero las costumbres se han corrompido. La
Iglesia se ha dilatado pero la multitud de los pecados es cada vez
mayor. La virtud de la fe y la inteligencia de esa fe está por los
suelos. Llegó, pues, a la conclusión que era inútil luchar en el
frente infiel cuando la retaguardia seguía inmersa en una indiferencia
total hacia ese problema.
Por eso tiene el término «conversión» en Raimundo Lulio una doble
cara. De un lado, la aceptación de la fe cristiana por parte del
infiel; de otro, la aceptación por parte del cristiano de sus
obligaciones frente al infiel. El cristiano, ensimismado en los
problemas internos de su entorno social, ha de ampliar su horizonte en
función del ideal que aglutinó toda la existencia de Lulio y que
formuló con toda claridad en la primera de sus obras, el Libro del
gentil y de los tres sabios:
«E así como habemos un Dios, un creador, un señor, oviesemos una
fe, una ley, una secta y una manera de amar e honrar a Dios, e
fuésemos amadores e ayudadores los unos de los otros y entre nos no
fuese ninguna diferencia e contrariedad de fe nin de costumbres...»
[3].
Esta visión utópica de la humanidad es, para Lulio, una realidad
alcanzable por la sencilla razón de que tal unidad es lo que Dios
quiere. Si no se ha alcanzado y parece tan lejana su consecución, se
debe a que aquellos que tienen en sus manos el llevarla a cabo no
quieren poner los medios para realizarla. Todo el pensamiento luliano
se explica desde esa experiencia de hombre de frontera en contacto con
un cristianismo que no cumple con su función de ser elemento de unidad
para toda la humanidad. Lulio exige de los cristianos que vivan
conscientes de sus limites, de sus fronteras y que planteen su
existencia individual y colectiva de cara a la conversión de todos al
único Dios. Han de mirar hacia fuera por encima de los conflictos y
pequeñeces de su administración interna.
No es el momento de analizar a fondo todos los aspectos de la
alternativa luliana. Sólo importa darse cuenta de que el estudio de
Lulio, o de cualquier pensador medieval fuera del recinto
escolástico, ha de hacerse desde su circunstancia concreta y no como
fuente de posibles relaciones con esta o aquella tendencia escolar.
Sólo así se puede captar su originalidad. La consideración de su
ideario nos proporcionará una visión de la ciencia y la cultura
medievales más compleja, más amplia y más diversificada. Raimundo
Lulio, un pensador en la frontera de la cristiandad al margen de las
instituciones académicas, es también uno de los pocos pensadores de
la península ibérica que ha traspasado las fronteras y ha acaparado la
atención de importantes figuras del pensamiento europeo. Por haber
asumido conscientemente su experiencia como hombre de frontera, aunque
difícil de comprender, estuvo su pensamiento presente en la historia
intelectual de Europa desde la Edad Media, pasando por los sueños
de una ciencia universal en el Renacimiento, hasta las discusiones
sobre el método científico de la primera modernidad. Gracias a su
consecuente manera de plantearse la realidad cristiana, para encomiarlo
o para censurarlo, pasó Raimundo Lulio por la mente y atrajo la
atención de pensadores de signo muy diverso e intenciones dispares.
La pacífica figura del laico Raimundo buscó toda su vida la
concordia de la cristiandad como punto de partida de la unidad final de
la humanidad. Fantástico programa de aquel «vir phantasticus» que
vivía al margen de la cristiandad pero más consciente de las
verdaderas dimensiones del mundo y el papel del cristianismo dentro de
ese mundo. -
FERNANDO DOMÍNGUEZ REBOIRAS
Universidad de Freiburg/Alemania
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