PARA "SALVAR" LA FILOSOFÍA PRIMERA FRENTE A SUS VERSIONES "DÉBILES". EL POSITIVISMO LÓGICO, EL PRIMER WITTGENSTEIN, CARNAP, LA HERMENÉUTICA DE GADAMER

Tomás Melendo


PARA "SALVAR" LA FILOSOFÍA PRIMERA FRENTE A SUS VERSIONES "DÉBILES". EL POSITIVISMO LÓGICO, EL PRIMER WITTGENSTEIN, CARNAP, LA HERMENÉUTICA DE GADAMER

Estrechando un tanto el círculo al que se encuentran referidas, replanteemos las preguntas anteriores. ¿Cuál entre las corrientes actuales de pensamiento podría garantizarnos el sentido de la búsqueda del significado último de la existencia? ¿Dónde hallar un ámbito de discurso en el que apelar directamente al verum-ens? ¿Quién, llamando a las cosas por su nombre, se atreve hoy a plantear el problema más propiamente filosófico, exclusivo de la filosofía primera: el del ser, el problema metafísico por antonomasia?

No, ciertamente, el movimiento de filosofía de la ciencia que acabamos de bosquejar. Y no sólo porque sus iniciadores del Círculo de Viena se propongan expresamente, como condición y como "todo" para iniciar la nueva andadura de la humanidad, la supresión de la metafísica. Sino porque quienes después apelan a ella lo hacen o sin la fuerza debida o dirigiéndose a una metafísica que poco o nada tiene que ver con la filosofía primera, ni con la clásica y radical pregunta por el ente y por el ser.

En efecto, el positivismo lógico del primer Wittgenstein y de los principales representantes del Círculo de Viena o movimientos afines -como Schlick, Carnap, Neurath, Reichenbach, etc.- descalificaban las propuestas de la metafísica como auténticos sinsentidos.

Carnap, quizá el más acérrimo opositor a la metafísica, explica: "stricto sensu una secuencia de palabras carece de sentido cuando, dentro de un lenguaje específico, no constituye una proposición. Puede suceder que a primera vista esta secuencia de palabras parezca una proposición; en este caso la llamaremos pseudoproposición. Nuestra tesis es que el análisis lógico ha revelado que las pretendidas proposiciones de la metafísica son en realidad pseudoproposiciones"[1] .

O, todavía con más rotundidad: "Ahora aparece claramente la diferencia entre nuestros puntos de vista y los de los antimetafísicos precedentes; nosotros no consideramos a la metafísica como una "mera quimera" o "un cuento de hadas". Las proposiciones de los cuentos de hadas no entran en conflicto con la lógica sino sólo con la experiencia; tienen pleno sentido aunque sean falsas. La metafísica no es tampoco una "superstición"; es perfectamente posible creer tanto en proposiciones verdaderas como en proposiciones falsas, pero no es posible creer en secuencias de palabras carentes de sentido. Las proposiciones metafísicas no resultan aceptables ni aun consideradas como "hipótesis de trabajo", ya que para una hipótesis es esencial la relación de derivabilidad con proposiciones empíricas (verdaderas o falsas) y esto es justamente lo que falta a las pseudoproposiciones"[2] .

Y aún más implacable: "En verdad los metafísicos son músicos sin capacidad musical, en sustitución de la cual tienen una marcada inclinación a trabajar en el campo de lo teorético, a conectar conceptos y pensamientos. Ahora bien, en lugar de utilizar esta inclinación por una parte en el campo de la ciencia y por la otra satisfacer su necesidad de expresión en el arte, el metafísico confunde ambas y crea una estructura que no logra nada en lo que toca al conocimiento y que es insuficiente como expresión de una actitud emotiva ante la vida"[3] .

En consonancia con todo esto, y según expone uno de los más cualificados portavoces de esta corriente, los problemas metafísicos, más que mal resueltos, están mal planteados; o, mejor, sencillamente no existen. La metafísica ha de ser abandonada: "se hunde no porque la realización de sus tareas sea una empresa superior a la razón humana (como pensaba Kant, por ejemplo), sino porque no hay tales tareas"[4] . Así se pronunciaba Schlick en los comienzos de los años 30.

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Más adelante, con la caída del principio de verificabilidad[5] , el segundo Wittgenstein y algunos representantes del neopositivismo exoneran de la acusación de sin-sentido a las proposiciones metafísicas y aprenden a mirarla con un poco más -sólo un poco- de benevolencia... siempre subordinada a sus "valencias científicas".

Por ejemplo, en dependencia del segundo Wittgenstein y en el ámbito de la filosofía analítica anglosajona, se concede a la metafísica un cierto valor: el de ofrecer una visión de conjunto de la realidad (una Weltanschauung o Weltauffassung, dirán los alemanes), un nuevo modo de ver las cosas (a new way of seeing), que no permite descubrir nada inédito, pero sí advertir lo de siempre -traído a la luz por las ciencias- de un modo distinto e interesante. Popper, por su parte, aun cuando jamás admitirá a la metafísica como ciencia, por no ser falsificable, le reconoce no obstante la función de engendrar nuevas visiones de conjunto, nuevas conjeturas o hipótesis... de las que podrían llegar a nacer auténticas teorías científicas. Además, a partir de cierto momento, el filósofo austríaco concede a las proposiciones metafísicas la posibilidad de ser criticadas, argumentadas en favor o en contra, de modo que uno pueda "fundamentar" ciertas preferencias por éstas o aquéllas.

En la línea de Popper, y en consonancia con sus respectivas posturas, Lakatos hará de la metafísica un manantial abundante del que surgen sus famosos y fundamentales "programas de investigación"; y Kunh, el hontanar de los nuevos "paradigmas" que, junto con las "revoluciones científicas", determinan el progreso de la ciencia. Autores del mismo corte, aunque no citados hasta ahora, verán en la metafísica los "armazones de la ciencia" (framworks for science, Agassi) o incluso, como Watkins, se aventurarán a sostener que la metafísica puede contener proposiciones factuales confirmables por la ciencia. Y, en un sentido muy peculiar, Feyerabend, además de romper "una lanza en favor de Aristóteles", asegurará que para ser "buenos empiristas" es imprescindible una mayor dosis de metafísica[6] .

Con todo, y como vengo repitiendo, ninguna de estas afirmaciones apoya efectivamente la validez de la metafísica como modalidad de saber distinta a la ciencia y dotada de alcance propio; como ámbito en que pueda plantearse la clásica indagación sobre el fundamento. Según explica Berti, las posturas recién mencionadas "no tocan en lo más mínimo el problema de la racionalidad de la metafísica, que, después de Kant, se ha transformado en el auténtico problema relativo a esta disciplina [...]. En efecto, el valor que reconocen a la metafísica depende únicamente de la capacidad de ser más o menos confirmada, a veces en un momento sucesivo, por la ciencia. Por eso, la única verdadera racionalidad que todavía se admite es la científica, y la metafísica se declara racional en la exclusiva medida en que se acerca a la racionalidad de la ciencia. De este modo, se desconoce la pretensión más propia de la metafísica", ya desde los tiempos de Aristóteles, "de gozar de una racionalidad autónoma, distinta de la científica y, sin embargo, igualmente reconocida"[7] .

En el fondo de estas actitudes laten, por lo menos, dos equívocos de interés. Uno, el de equiparar la metafísica en abstracto con una especie de saber absoluto y total, conclusivo y globalizante, y no susceptible de incremento ni mejora; con una suerte de "ciencia de la divinidad", que trasciende la falibilidad y la debilidad -¡y la "libertad"!- del ser humano: y por eso se oye hablar tantas veces a los epistemólogos y a los analíticos, críticamente, de "la visión o el ojo de Dios". Tienen a la vista, quizá, filosofías de corte hegeliano o, todavía más probablemente, aquéllas que han pretendido elevarse a conocimiento definitivo, al alcanzar el rigor de alguna de las ciencias entonces vigentes: el racionalismo cartesiano o el positivismo, pongo por caso.

El segundo error, emparentado con este primero, es, como sugería, el de hablar de la metafísica, sin distinguir las muchas y tan dispares versiones que, a lo largo de la historia, han pretendido adornarse con ese calificativo... aun cuando bastantes de ellas resulten incompatibles entre sí. Toda metafísica posible, en fin de cuentas, vendría a ser reducida a la matriz común en la que vive la especulación filosófica -también con sus diversidades- después de la revolución cartesiana.

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Y ésa es, precisamente, la metafísica que repudian las corrientes filosóficas que se han impuesto en el momento presente. No hablo ya de filosofía de la ciencia. Ni tampoco de los especialistas en las diversas disciplinas filosóficas, tan numerosos y variados como las posibilidades que ofrece toda una historia de la filosofía, desde los presocráticos hasta hoy, y sin contar con las filosofías orientales. Me refiero a lo que podríamos calificar como el magma, el ambiente o la "cultura" generalizada... que dirige también, en buena medida, la marcha y la orientación de los estudios superiores en tantas Universidades y en Congresos y en Symposia.

En el fondo de la filosofía actual que parece imponerse habría, como de rebote, un neto rechazo de la mentalidad científica y de las metafísicas "rigurosas" a ella falsamente equiparadas. Por tanto, un equivocado repudio de la razón tout court. Y, por ende, en muchos de sus representantes, un atenimiento a lo etéreo, a lo vago, a lo narrativo o interpretativo, al mero relato, a las artes, etc.

A mi modo de ver, existe en esta pretensión un componente digno de estima: el repudio de la mentalidad científica como modelo exclusivo de todo de saber que se pretende legítimo: lo que hemos venido calificando como cientificismo. Es decir, algo que a su manera reprobaron ya Kierkegaard y Nietzsche; que dio origen a la Kultur-Kritik de principios de siglo, con la insuficiente distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu; a las censuras a la ciencia por parte de Bergson o de Simmel; a las de Heidegger y, antes todavía, a La crisis de las ciencias europeas, de Husserl... Una recusación que, ya en la segunda mitad de nuestro siglo, adquiere tintes drásticos en manos de la Escuela de Francfurt, desde la que Horkheimer, Adorno y, sobre todo, Marcusse animan la fatídica revolución del sesenta y ocho.

Sin embargo, estos últimos acontecimientos señalan los límites intrínsecos de los movimientos de repulsa a que me vengo refiriendo: y es que, junto con la razón instrumental radicalizada, justificadora si se quiere del status quo, del capitalismo o incluso de Auschwitz -¡y, por tanto, intrínsecamente irracional!-, se repele sin más distingos cualquier tipo de racionalidad filosófica, arbitrariamente identificada con la que ha dominado en la modernidad. Y en este humus, con más o menos conciencia y no siempre decididamente a favor o en contra, se mueven muchas de las posiciones filosóficas del presente.

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Entre ellas recibe hoy un notable asentimiento la hermenéutica, tal como la presentan los seguidores de Paul Ricoeur o, quizá con más relevancia, los gadamerianos. En este puesto de privilegio tiene sin duda su parte la fascinante personalidad de Hans Georg Gadamer, que a sus más de noventa años levanta movimientos de admiración y entusiasmo en los lugares donde expone sus doctrinas: sea en ámbitos académicos, sea en reuniones más amplias y divulgativas.

En buena medida -por un instante quiero detenerme en ello-, el atractivo de la hermenéutica gadameriana reside en lo que venimos anunciando: en la alternativa que ofrece, mediante su atención a las cuestiones artísticas, históricas, filológicas y en general del espíritu, a la racionalidad rígida del cientificismo y de las metafísicas "tradicionales", encaminadas hacia una verdad absoluta, indubitable y, así dicen, coercitiva.

Gadamer, al contrario, pone a disposición "interpretaciones" flexibles y siempre frescas, intrínsecamente vinculadas y condicionadas por las diversas tradiciones, por prejuicios culturales y por otros factores que, modificándola enormemente, no impiden sin embargo -es lo que él sostiene- una auténtica comprensión justificada no sólo de los variopintos textos a los que el hermeneuta se enfrenta, sino de la realidad en sí misma... mediada a través del lenguaje.

Es esta mediación necesaria del lenguaje la que me interesa resaltar. Gracias a ella, la palabra llega a convertirse en la entretela o el fondo último constitutivos de todo lo real. En efecto, a partir de Heidegger la hermenéutica se adorna con el calificativo de "ontológica", para indicar su función decisiva en la comprensión-configuración del hombre y del mundo. Siendo para Heidegger la naturaleza del hombre constitutivamente histórica, todo el universo humano e infrahumano se encontrará siempre históricamente determinado. De esa determinación derivan los "pre-juicios" que hacen imprescindible la labor de interpretación. Pero el vehículo que permite esta comprensión es el lenguaje. Él nos pone en comunicación con la totalidad histórico-cultural y torna hacedera la comprensión propia y ajena[8] .

Con otras palabras: la clave de la hermenéutica gadameriana es esa "fusión de horizontes" que nos capacita para comprender los distintos mundos, mediados -esto es, a la par, relativizados y enriquecidos- por la concreta cultura en que han tomado vida y por las que ha surgido entre ella y la nuestra, que simultáneamente nos la acercan y nos la alejan. Y todo ello es hecho posible gracias al lenguaje.

Éste se eleva, como vengo repitiendo, a la condición de protagonista incontrastado. Según explica el propio Gadamer, "la fusión de horizontes que tiene lugar en la comprensión es la obra específica del lenguaje"[9] . Éste, al igual que el Ser del último Heidegger, no es un instrumento de la razón, sino un medium, un lugar originario, un vehículo de sentido, una totalidad de significado o, si se prefiere, la luz que esclarece todos los objetos: "El lenguaje en que algo viene a la palabra no es una posesión que pertenezca a uno u otro de los interlocutores. Cualquier diálogo presupone un lenguaje común o, mejor, lo constituye"[10] .

Y de ese lenguaje dependemos ontológicamente, en lo más íntimo, cada uno de nosotros. Lo explica, una vez más, la categoría del juego. "Hasta tal punto somos solidarios con la cosa que llega hasta nosotros que debe hablarse de pertenencia (Zugehörigkeit), esto es, del mismo compromiso que tiene lugar en el juego, al que un jugador no puede declararse ajeno si quiere seguir jugando. En cuanto ser-en-el-mundo, el hombre ha de tomar parte en un juego lingüístico en el que más que jugar es jugado, ya que el verdadero sujeto de la acción lúdica es el juego mismo, a cuya merced está el hombre. Algo similar sucede en el diálogo, que puede decirse que verdaderamente funciona sólo si los interlocutores renuncian a imponerse y se dejan guiar por el íntimo desarrollo de la conversación"[11] .

No es menester exponer con más detalle los puntos fundamentales de la obra gadameriana. De sobra son conocidos. Sí me interesa subrayar en qué dilatada medida se sitúa en la estela abierta por Descartes, cuando sustituye el ser por la conciencia. Ahora, lo correspondiente a esa conciencia, a la subjetividad fundamentadora, es el lenguaje, pero tomado en un sentido supra y cuasi im-personal: de él dependen estrechísimamente tanto el hombre como el mundo. Según afirma el propio Gadamer como conclusión de Wahrheit und Methode, "el lenguaje es un medio en el que yo y mundo se unen o, mejor, se presentan en su originaria "congeneridad": es ésta la idea que ha guiado nuestra reflexión"[12] . La esencia misma del hombre, fruto exclusivo de su historicidad, viene caracterizada por el lenguaje: es éste el que lo une a la totalidad y al flujo de la historia. El mundo existe para el hombre sólo porque es dicho o ha sido dicho por alguien.

Una decidida indicación crítica a este inmanentismo del lenguaje, ajeno al conocimiento de la realidad como tal, la contiene el texto de Agustín de Hipona que a continuación cito, en el que se plantea la alternativa radical a la modernidad de origen cartesiano, y que deberá servirnos de inspiración en momentos posteriores de nuestro estudio. "Quita el verbo mental (verbum); ¿en qué se convierte la voz (vox)? Cuando no hay entendimiento (intelectual), el sonido exterior es inútil. La palabra sin el verbo mental golpea el aire, pero no edifica el corazón. [...] El sonido de la voz te conduce hasta la comprensión del verbo mental, y una vez que ha cumplido esta función él pasa, pero el verbo mental que el sonido llevó hasta ti se encuentra ya en tu corazón y no ha desaparecido del mío"[13] .

Es cierto, y hay que reconocérselo a la hermenéutica contemporánea, que ese verbo no es independiente del lugar y el tiempo, y de la situación cultural del hombre que lo concibe. En este sentido, hay que agradecer a Gadamer sus invectivas contra el iluminismo y el racionalismo, al mostrar el valor de la autoridad y de la tradición contra el prejuicio más radical de los iluministas: un prejuicio invencible contra cualquier tipo de pre-juicios[14] . Pero para que la comprensión se lleve a término cabalmente, no basta tomar conciencia de los propios pre-conocimientos, ésos que nos permiten la inclusión en la totalidad del círculo hermenéutico.

Como sostiene Russo, no es "suficiente una simple toma de conciencia de las condiciones hermenéuticas del comprender. Es necesario un punto de referencia externo, un conjunto de valores no negociables y no dependientes del lenguaje, a los que deben adaptarse nuestros juicios. Se trata, una vez más, de una realidad que no exige necesariamente la expresión lingüística, sino que sigue siendo válida también cuando no la mencionamos. Más todavía: que alcanza una fuerza indescriptiblemente mayor en el silencioso respeto"[15] : la verdad, el verum-ens.

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