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1. Los apóstoles de los Eslavos, santos Cirilo y
Metodio, permanecen en la memoria de la Iglesia junto a
la gran obra de evangelización que realizaron. Se puede
afirmar más bien que su recuerdo se ha hecho
particularmente vivo y actual en nuestros días.
Al considerar la veneración, plena de gratitud, de la
que los santos hermanos de Salónica (la antigua
Tesalónica) gozan desde hace siglos, especialmente en
las naciones eslavas, y recordando la inestimable
contribución dada por ellos a la obra del anuncio del
Evangelio en aquellos pueblos y, al mismo tiempo, a la
causa de la reconciliación, de la convivencia amistosa,
del desarrollo humano y del respeto a la dignidad
intrínseca de cada nación, con la Carta Apostólica
Egregiae virtutis,[1] del 31 de diciembre de
1980, proclamé a los santos Cirilo y Metodio
compatronos de Europa. Continué así la línea trazada
por mis Predecesores y, de modo particular, por León
XIII, quien hace algo más de 100 años, el 30
de septiembre de 1880, extendió a toda la Iglesia el
culto de los dos santos con la Carta Encíclica Grande
munus,[2] y por Pablo VI, quien, con la Carta
Apostólica Pacis nuntius,[3] proclamó a San
Benito, patrón de Europa, el 24 de octubre de
1964.
2. El documento de hace cinco años quería avivar la
conciencia ante estos solemnes actos de la Iglesia e
intentaba llamar la atención de los cristianos y de todos
los hombres de buena voluntad, que buscan el bien, la
concordia y la unidad de Europa, a la actualidad siempre
viva de las eminentes figuras de Benito, de Cirilo y
Metodio, como modelos concretos y ayuda espiritual para
los cristianos de nuestra época y, especialmente, para
las naciones del continente europeo, que, desde hace ya
tiempo, sobre todo gracias a la oración y a la labor de
estos santos, se han arraigado consciente y originalmente
en la Iglesia y en la tradición cristiana.
La publicación de mi citada Carta Apostólica, el año
1980, inspirada por la firme esperanza de una
superación gradual en Europa y en el mundo de todo
aquello que divide a las Iglesias, a las naciones y a los
pueblos, se refería a tres circunstancias, que
constituyeron objeto de mi oración y reflexión. La
primera fue el XI centenario de la Carta pontificia
Industriae tuae,[4] mediante la cual Juan VIII,
en el año 880, aprobó el uso de la lengua eslava en
la liturgia traducida por los dos santos hermanos. La
segunda estaba representada por el primer centenario de la
ya mencionada Carta encíclica Grande munus. La tercera
fue el comienzo, precisamente el año 1980, del feliz
y prometedor diálogo teológico entre la Iglesia
Católica y las Iglesias Ortodoxas en la isla de
Patmos.
3. En este documento deseo hacer una mención particular
de la citada Carta con la que León XIII quiso
recordar a la Iglesia y al mundo los méritos apostólicos
de ambos hermanos: no sólo de Metodio que, —según la
tradición— terminó su vida en Velehrad, en la Gran
Moravia el año 885, sino también de Cirilo, al que
la muerte separó de su hermano el año 869 en Roma,
ciudad que acogió y custodia todavía con conmovedora
veneración sus reliquias en la antigua Basílica de san
Clemente.
Al recordar la santa vida y los méritos apostólicos de
los dos hermanos de Salónica, el papa León XIII
fijó su fiesta litúrgica el día 7 de julio. Después
del Concilio Vaticano II, como consecuencia de la
reforma litúrgica, la fiesta fue trasladada al 14 de
febrero, fecha que, desde el punto de vista histórico,
indica el nacimiento al cielo de san Cirilo.[5]
A más de un siglo de la publicación de la Carta de
León XIII las nuevas circunstancias, en que se
celebra el undécimo centenario de la gloriosa muerte de
san Metodio, inducen a dar una renovada expresión al
recuerdo que la Iglesia conserva de tan importante
aniversario. Y se siente particularmente obligado a ello
el primer Papa llamado a la sede de Pedro desde Polonia
y, por lo tanto, de entre las naciones eslavas.
Los acontecimientos del último siglo y, especialmente,
de los últimos decenios han contribuido a reavivar en la
Iglesia, junto con el recuerdo religioso, el interés
históricocultural por los dos santos hermanos, cuyos
carismas particulares se han hecho aún más inteligibles
ante las situaciones y las experiencias propias de nuestra
época. A ello han contribuido muchos hechos que
pertenecen, como auténticos signos de los tiempos, a la
historia del siglo xx y, ante todo, a aquel gran
acontecimiento que se ha verificado en la vida de la
Iglesia con el Concilio Vaticano II. A la luz del
Magisterio y de la orientación pastoral de este
Concilio, podemos volver a mirar de un modo nuevo —más
maduro y profundo— a estas dos santas figuras, de las que
nos separan ya once siglos, y leer, además, en su vida
y actividad apostólica los contenidos que la sapiente
Providencia divina inscribió para que se revelaran con
nueva plenitud en nuestra época y dieran nuevos frutos.
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