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1. Tal es en sus líneas generales la doctrina de la inteligencia,
que a partir del germen de Aristóteles desenvuelve vigorosamente S.
Tomás, conduciéndola con un rigor y fuerza admirables hasta pleno
desarrollo y madurez. Toda la psicología aristotélica y sobre todo
la tomista confluye hacia esta doctrina de la inteligencia -cumbre de
la vida del hombre- donde se refleja toda ella y desde donde pueden
contemplarse, por eso, en toda su unidad y coherencia las líneas de
toda su antropología y aún la configuración total de su sistema.
Porque, según la síntesis aristotélicotomista, el hombre es una
unidad, en el cual todas sus partes, jerárquicamente subordinadas
unas a otras, van a dar en el ápice de su inteligencia, en cuya vida
y naturaleza, por eso mismo, está reflejada e implicada toda la vida
del hombre. Como en la nave gótica todo confluye y se cierra y se
sostiene en la clave de bóveda, piedra en que culmina todo el esfuerzo
arquitectónico que arranca desde los cimientos y sube por las columnas
y los aristones, en que descansa el peso dle todo lo demás, así
también, la psicología aristotélico-tomista, desde sus pasos
primeros se encamina y termina en la doctrina de la inteligencia, en la
cual todo lo demás se trasunta y adquiere significación final y
culminación jerárquica.
Partiendo, pues, de la doctrina expuesta de la inteligencia, si
seguirmos las líneas de sus implicancias y actualizamos, por una
parte, las afirmaciones virtuales en que se apoya y, por otra,
sacamos las conclusiones que implícitamente contiene, lograremos
esbozar en sus rasgos generales el cuadro de la psicología humana
según Aristóteles y S. Tomás.
2. El objeto es el principio d e especificación y constitución de
una facultad. Toda la doctrina aristotélico-tomista de la
inteligencia se desenvuelve paso a paso, según lo hemos hecho, a
partir de su objeto, cuyas notas y naturaleza nos entregan las de la
facultad que especifican, al par que su existencia misma, a través de
su acto.
Ahora bien, hemos tenido oportunidad de ver cómo en el sistema
expuesto, la inteligencia no posee su objeto por identidad real ni
siquiera intencionalmente por ideas innatas, sino que está precisada a
tomarlo de las imágenes de la fantasía, las cuales a su vez tienen su
origen en los sentidos exteriores puestos en contacto intuitivo con la
realidad material (c. IV, V y VI). Este origen humilde y
pobre de nuestras ideas hace que el primer contacto especificarte con el
objeto formal d e toda inteligencia, el ser, n o se logre -en el caso
de la inteligencia humana- sino por el ser o esencia de las cosas
materiales (quidditas rei materialis), objeto formal propio, por
eso, de nuestro conocimiento intelectual. Todo el ulterior desarrollo
de nuestros conceptos -aun en sus elevaciones mas espirituales- está
alimentado con estas ideas primeras determinadas objetivamente por este
ser material, que nos entregan los sentidos.
La inteligencia humana implica, pues, y se sostiene y se alimenta
toda ella de la vida de los sentidos. Sin sentidos quedaría cerrada
para la inteligencia la única puerta de acceso hacia su objeto y cegada
su única fuente capaz de surtirlo y proporcionarle su objeto, y sin la
acción determinante de éste la inteligencia no podría salir de su
potencia para alcanzar su acto y quedaría reducida a la impotencia y a
la inercia, sin la conciencia siquiera de su propio ser y existencia,
sólo captable con la iluminación inteligible del objeto trascendente.
La inteligencia está en tan estrecha dependencia de los sentidos en
razón de su objeto, que, pese a su espiritualidad o perfecta
independencia intrínseca subjetiva de la materia en la producción de
sus actos, la perfección de su vida depende objetivamente -vale
decir, en razón de su objeto, para poder alcanzarlo- de la
integridad y perfección de los sentidos, y, consiguientemente, de la
perfección del cuerpo que ellos esencialmente implican. S. Tomás
puede asentar -sin temor de materialismo alguno- que de la
constitución material y orgánica de un individuo depende su mayor o
menor perfección intelectiva. Esta idea, tan concorde con su
sistema, lo está también con la experiencia y con las modernas
investigaciones psicológicas del temperamento. "A la buena
complexión del cuerpo sigue la nobleza del alma. Los que poseen un
buen tacto, son de más noble alma y de inteligencia más aguda. La
vivacidad sobreviene por natural aptitud y también por ejercicio.
Porque por su complexión [orgánica] algunos son más aptos que
otros a las concupiscencias o a la ira" [387]. De ahí la,
importancia que cobra la vida de los sentidos en este sistema, y el que
Aristóteles y S. Tomás se hayan aplicado con tanto cuidado al
estudio, clasificación y función precisa de cada uno de ellos
[388]. Aplicación lógica, en el fondo, del principio de
individuación que no es otro que la materia signata quantitate, según
ya anotamos en otro lugar.
Los sentidos son, a su vez, potencias orgánicas, es decir,
potencias o facultades que emanan como propiedades, no de un principio
substancial inmaterial tan sólo, sino también material, de un
compuesto [389].
3. A su vez, toda potencia o facultad (Cfr. c. lI, n. 4 y
IV, n. 13 y sgs.) implica siempre un principio substancial de su
misma naturaleza, del que es accidente y propiedad esencial, principio
próximo de operación por el que aquel substancial obra.
Así, pues, como la facultad intelectiva espiritual implica un
principio substancial espiritual, el alma, así también las
facultades orgánicas de los sentidos implican una substancia de la
misma naturaleza, el compuesto substancial del alma y cuerpo. Porque
a la verdad, la facultad orgánica es una como su efecto, la
sensación. Los caracteres opuestos de ésta, su trascendencia e
irreductibilidad a las fuerzas puramente materiales, por una parte, y
su carácter corpóreo, por otra, en la unidad de su acto, implican
una facultad orgánico-psíquica, compuesta de ambos caracteres en la
unidad de una causa inmediata, la cual a su vez reclama el principio
substancial remoto de alma -espiritual, en el caso del hombre, en
razón de su vida intelectiva- y de cuerpo en la unidad del compuesto
substancial [390].
La vida intelectiva humana, aunque procedente de un principio
puramente inmaterial -el alma espiritual y su potencia- supone la
unión substancial del alma y el cuerpo en razón de su dependencia
objetiva de los sentidos, que la implican [391]. La vida
intelectiva, espiritual, no implica esencialmente ni mucho menos la
unión substancial de su principio substancial, el alma o el
espíritu, con el cuerpo; es la vida intelectiva humana, en razón de
su modo propio de ponerse en contacto con su objeto -el ser o esencia
de las cosasa través de los sentidos, que reclama dicha unión.
Así como el innatismo platónico, y más todavía el idealismo
panteísta, que ponen al espíritu en posesión de su propio objeto con
independencia causal de toda facultad sensitiva, conduce lógicamente a
la negación de la unión substancial del alma y del cuerpo -el cual no
tiene ya función alguna que cumplir- así también el origen sensible
de nuestras ideas del sistema aristotélico-tomista se apoya en esta
unión substancial del ser humano, sin la cual jamás la inteligencia
podría ponerse en comunicación intencional con su objeto (Cfr. el
c. IV, n. 4, y sigs.).
La unión substancial del alma y el cuerpo es, por eso, en la
doctrina de Aristóteles y S. Tomás, una verdad implicada y
lógicamente derivada e impuesta por su doctrina noética. Y a
diferencia también de aquellos sistemas dualistas o idealistas, en que
el cuerpo está disminuído, cuando no despreciado (Plotino), en
este otro se halla dignificado, elevado como está a la cooperación y
ayuda de la misma vida espiritual, a través de la vida sensitiva que
inmediatamente causa (Cfr. el cit. c. IV) [392].
4. A su vez la vida de los sentidos depende de la vida vegetativa,
procedente también de facultades orgánicocorpóreas, pero
irreductibles a lo puramente material [393]. Los órganos por los que
la facultad sensible opera el ejercicio mismo de su actuación están
pendientes siempre de la intervención y desenvolvimiento normal de esta
vida inconsciente, que forma y regenera constantemente nuestro cuerpo y
determina y gobierna sus funciones vitales fundamentales.
Así como la vida intelectiva aparece superestructurada sobre la de los
sentidos y como continuación suya, también la vida sensible se
manifiesta organizada en continuidad con la vida vegetativa, pese a la
irreductibilidad esencial de todas ellas entre sí. De este modo, la
vida, orgánica en la vegetativa, llega a ser consciente en la de los
sentidos y a independizarse totalmente de la materia en la de la
inteligencia, con una dependencia -en cuanto al objeto tan sólo, en
el caso de la inteligencia- de la segunda respecto a la primera y de la
tercera respecto a la segunda, y en una subordinación de la primera a
la segunda y de la segunda a la tercera, esencialmente superior cada
una de ellas a la anterior (Cfr. c. II, 2).
Entre estos tres tipos de manifestaciones vitales no hay sólo
distinción de grados, sino también diferencia esencial e irreductible
[394]. Y desde que la vida implica, como efecto producido que es,
una causa o principio substancial, un alma, síguese también que ese
principio es esencialmente diferente en los seres que sólo viven
(plantas, o también sienten (animales) y entienden (hombres).
De ahí la irreductibilidad esencial de esos tres órdenes y de esos
tres principios esencialmente diversos entré sí. Esa diferencia
irreductible es la raíz de la subordinación esencial -no sólo dentro
de un mismo individuo, sino absolutamente- de la vida vegetativa a la
sensitiva, y de ambas a la del espíritu.
La irreductibilidad de la inteligencia y consiguientemente de su
principio substancial o alma -que es lo que aquí más nos interesaha
sido puesta en evidencia con la exposición de la doctrina de la
inmaterialidad perfecta del acto y vida intelectiva, pues entre lo
material y lo absolutamente inmaterial o espiritual no hay sólo
diferencia de grados sino de esencia. Por su carácter espiritual,
pues, la vida intelectiva es irreductible a la de los sentidos [395].
5. Sin embargo, en un mismo sujeto estas vidas esencialmente
diversas, en razón de la unidad del compuesto proceden de una sola y
misma alma, que, específicamente colocada en la esencia de la vida
superior, contiene y ejerce eminentemente la vida o vidas inferiores.
Así el alma del animal y del hombre es una sola en cada individuo,
végetosensitiva en aquél, y végeto-sensitivo-intelectiva en
éste; bien que en el primero es específicamente sensitiva, e
intelectiva en el segundo.
Semejante doctrina está fundada en aquella otra de la constitución
hilemórfica de los seres corpóreos, en la unidad de la forma
substancial en cada individuo [396]. Ahora bien. que las plantas,
animales y hombres, en los cuales el alma es forma específica, según
veremos enseguida, sean seres unos lo pone en evidencia la
coordinación y subordinación perfecta de sus diferentes aspectos
vitales, la unidad jerárq uica en que se desenvuelve todo su múltiple
y complejo operar (Cfr. el n. anterior).
La unidad del alma del animal insinúala Aristóteles con aquella
comparación de que así como en las figuras geométricas cada una está
en potencia a la siguiente, de manera que ésta contiene a la anterior
(v. gr. el trígono está en potencia al tetrágono, y éste
contiene virtualmente dos trígonos), "lo mismo sucede en el alma
sensitiva, la vegetativa es como cierta potencia suya y como el alma
per se y lo mismo ocurre con las demás figuras y partes del alma"
[397].
En cuanto a la unidad del alma humana no está explícitamente afirmada
por Aristóteles, aunque sí implícitamente en muchos pasajes [398]
y dentro de las líneas generales de su sistema, especialmente de la
unidad de la forma substancial en cada individuo, cuyo texto acabamos
de aducir. S. Tomás lo afirma expresamente. "El mismo hombre es
quien percibe que entiende y siente" [399]. Y fundamenta
racionalmente dicha unidad cuando dice: "diversas fuerzas que no
radican en un único principio, no se impiden entre sí en el obrar
[...]. Ahora bien, vemos que diversas acciones del alma se
impiden entre sí; porque cuando una es intensa, la otra se
disminuye. Es necesario, por consiguiente, que estas acciones y las
fuerzas que son sus principios próximos se reduzcan a un solo
principio. Pero este principio no puede ser el cuerpo: primeramente,
porque hay alguna acción que no participa con el cuerpo, a saber, el
entender; y en segundo lugar, porque si el principio de estas fuerzas
y acciones fuese el cuerpo en cuanto tal, se encontrarían en todos los
cuerpos, lo que evidentemente es falso. Y así no queda sino que su
principio sea una única forma, por la que este cuerpo es tal. La
cual es el alma [...]. Por lo cual, no hay en nosotros muchas
almas" [400].
6. Esta unidad del. alma humana -y podríamos decir de toda ama-
se basa en la doctrina de que alma y cuerpo se unen en unidad de
naturaleza y de substancia y de que, consiguientemente, el alma es
forma substancial del cuerpo, o con más precisión, de la materia.
Que el alma junto con el cuerpo constituyen un principio substancial de
operación -una naturaleza y substancia- está claramente señalado
por Aristóteles en su definición del alma. "El alma es aquello por
lo que primeramente vivimos, sentimos y entendemos” [401].
De acuerdo siempre a su método de deducir la esencia de las cosas a la
luz de sus efectos, S. Tomás da razón de esta unión substancial
de alma y cuerpo a la luz de sus actos. “Es imposible que una sea la
operación de aquellas cosas que son diversas según el existir
(impossibile est quod eorum quae sunt diversa secundum esse, sit
operatio una). Pero digo operación una, no de parte de aquel en
quien termina la acción, sino en cuanto sale del agente [...].
Aunque alguna operación es propia del alma, en la cual no participa
el cuerpo, como el entender; con todo hay algunas operaciones comunes
a ella y al cuerpo, como el temer, enojarse y sentir y otras
semejantes: porque estas cosas suceden según una mutación de alguna
parte del cuerpo, de donde se sigue que son operaciones del alma y del
cuerpo a la vez. Es necesario, pues, que en el cuerpo y alma resulte
u n sólo ser, y fue n o sean diversos según el existir (Oportet
igitur ex anima et corpore unum fieri, et quod non sint secundum esse
diversa" [402].
Mas semejante unidad substancial o de naturaleza entre alma y cuerpo no
es, según lo indica S. Tomás en el texto citado, sino la
comunicación entre ambos en un mismo existir (Secundum esse), lo
cual sólo puede suceder si cuerpo y alma se relacionan como potencia y
acto, o más concretamente tratándose de principios de la esencia de
un ser corpóreo, como materia y forma. El alma, pues, se une con
el cuerpo en unidad de naturaleza y de substancia, porque el alma es
forma substancial del cuerpo [403].
En sus dos definiciones del alma, Aristóteles afirma el carácter de
forma o acto substancial primero que ella desempeña para con el
cuerpo. "El alma es el acto primero del cuerpo físico orgánico”
[404]. En la otra, citada unas líneas más arriba, se insinúa lo
que en ésta se afirma, cuando se dice que es "aquello por lo que
primeramente (prótos) vivirnos, sentimos y entendemos" [405].
Comentando la primera de estas definiciones, dice S. Tomás:
"Siendo, pues, triple la substancia [del hombre], a saber, el
compuesto, la materia y la forma, y no siendo el alma el mismo
compuesto, [...] ni la materia, que es el cuerpo sujeto de vida:
no queda sino [...] que el alma sea substancia, como forma o
especie de tal cuero, es decir, del cuerpo físico que tiene en
potencia la vida [...]. Y para que nadie creyese que el alma es
acto como una forma accidental [...], añade [Aristóteles] que
el alma así es acto, como la substancia es acto [...]. Ahora
bien, hay que saber que la forma substancial constituye al ser
simplemente en acto. Por lo cual [...] no sobreviene al sujeto ya
preexistente en acto, sino existente en potencia solamente, es decir,
a la materia primera. De lo cual aparece que es imposible que de una
cosa haya muchas formas substanciales; porque la primera constituiría
al ser en acto simplemente, y todas las demás sobrevendrían al sujeto
ya existente en acto, por lo cual sobrevendrían accidentalmente
[...]. Porque según las premisas es necesario decir que única y
una misma forma substancial es, por la que este individuo es [...]
substancia y cuerpo [...], y cuerpo animado, etc. [...].
Por lo cual, el alma no sólo hace que sea substancia y cuerpo
[...] sino también [...1 cuerpo animado. Por consiguiente,
que el alma sea acto del cuerpo no hay que entenderlo en el sentido de
que el cuerpo sea su materia y sujeto, como si el cuerpo estuviese
constituído por una forma, que lo constituya cuerpo y que luego le
sobrevenga un alma que lo constituya cuerpo vivo; sino en el sentido de
que por el alma tenga el ser y el ser cuerpo vivo [...]. La forma
se une por sí misma a la materia como su acto; y es lo mismo que la
materia se una a la forma, que la materia exista en acto [...].
Y por eso como el cuerpo tiene el existir por el alma, o por su
forma, así se une al ,alma inmediatamente, en cuanto el alma es
forma del cuerpo" [406].
E n este texto S. Tomás afirma no sólo la unidad del alma, su
unión substancial con el cuerpo como forma suya, sino mucho más
todavía: que el hombre no es más que una materia primera unida
substancialmente a u n alma espiritual como a su acto primero o forma,
de la que recibe el ser cuerpo, viviente, sensitivo e intelectual.
Todas las determinaciones no sólo específicas, sino también
sensitivas y vitales, más aún, también las corpóreas, están
determinadas por una sola forma que es el alma espiritual [407].
Que el alma espiritual sea la forma del cuerpo es algo que en
Aristóteles se desprende de sus definiciones enunciadas del alma y de
su doctrina general de la unidad de la forma en cada individuo. Sin
embargo, tal doctrina ni está explícitamente por él afirmada y en
todo caso depende de la cuestión, antes ventilada, de su pensamiento
acerca de la unidad del entendimiento humano. Si se admite la
interpretación averroísta de que el entendimiento posible y el
entendimiento agente (nous dinamei kai nous poietikos) pertenecen a
dos substancias distintas, distintas a su vez del alma humana y del
entendimiento pasible (nous patetikos) síguese naturalmente que la
forma del hombre no es el alma espiritual, sino el alma
végeto-sensitiva, dependiente de la materia y corruptible. Ya vimos
que tal interpretación es históricamente menos probable que la de S.
Tomás, la cual es la que mejor se aviene con los principios y sistema
del Estagirita y 1a enteramente concorde con la experiencia
psicológica y las exigencias de la razón.
Pensando en esas interpretaciones desviadas del pensamiento
aristotélico, S. Tomás arguye vigorosamente en favor de la unidad
de la forma substancial del hombre, colocada en su alma espiritual.
"Nunca cosa alguna obtiene su especie si no es por su forma. Aquello
por lo cual un hombre determinado obtiene su especie, es la forma.
Pero cada uno obtiene su especie de aquello que es el principio de la
operación propia de la especie. Mas la operación propia del hombre
en cuanto hombre, es el entender [...]. El principio empero con
el que entendemos, es el entendimiento [...]. Es necesario,
pues, que el mismo entendimiento se una al cuerpo como su forma
(Oportet igitur ipsum [intellectum] uniri corpori ut formam), no
ciertamente en el sentido de que la misma potencia intelectiva sea el
acto de algún órgano, sino porque es facultad del alma, que es acto
del cuerpo físico orgánico" [408]. El alma intelectiva
estrictamente tal es la forma del cuerpo sin intermedio de ninguna otra
forma ni alma, "por= que si el alma intelectiva se une al cuerpo como
forma substancial, [...] es imposible encontrar en el hombre
ninguna otra forma substancial fuera de ella" [409]. Y después de
acumular argumentos contra la pluralidad de las formas substanciales en
un mismo individuo en general, en su Opúsculo De Spiritualibus
creaturis y en sus Quaestiones disputatae da esta otra razón tomada
directamente del hombre, con la cual robustece una vez más la tesis
enunciada: "En cuarto lugar, si Sócrates se dice hombre y animal
según diversas formas, se seguiría que esta predicación: el hombre
es animal, es per accidens; y que el hombre n o es verdaderamente
aquello que es el animal" [410]. Y "por consiguiente decimos que en
este hombre n o hay otra forma substancial mis que el alma racional; y
que por ella el hombre n o sólo es hombre, sino animal y viviente, y
cuerpo y substancia, y ser (dicimus quod in hoc homine non est alia
forma substantialis quam anima rationalis; et quod per ea m homo non
solo m est homo, sed animal, et vivu m et corpus, et substantia, et
ens)" [411]. En muchas otras ocasiones y pasajes S. Tomás ha
vuelto e insistido sobre esta doctrina fundamental de su psicología
[412].
7. Tal es la naturaleza del alma humana, implicada en pasos
sucesivos a partir de la inteligencia y de su vida propia.
Desarrollando desde ésta hacia abajo, hacia lo que encierra como
previo, como condición y aún como causa objetiva, hemos ido
encontrando los diversos órdenes de vida que supone y en que se apoya,
así como la naturaleza del alma, de que es facultad, en relación con
estos tipos de. vidas y del mismo cuerpo que interviene en ellas. La
vida de la inteligencia se nos manifiesta ahora desde abajo como una
meta o una cumbre a la que, subordinados jerárquicamente, se dirigen
los diversos aspectos inferiores del hombre, corporal y vital,
vegetativo y sensitivo, y en el que encuentran su fin, su sentido y su
coronamiento ontológico.
Pero si ahora en un movimiento hacia arriba desarrollamos en sus
líneas generales la riqueza contenida en la inteligencia espiritual,
veremos que esta facultad implica ante todo un alma o principio
substancial vital de su misma naturaleza, vale decir, espiritual -la
cual, acabamos de ver, cómo en el hombre es la única alma y forma
substancial.
La inteligencia en efecto, es una potencia o facultad de un principio
substancial. No es algo que entiende, sino algo por lo que el hombre
entiende. Ya dijimos cómo para Aristóteles era una propiedad del
alma, "una parte, por la que el alma piensa” [413] o "una potencia
contemplativa (teoretike dinamis)" [414]. S. Tomás ha planteado
directamente esta cuestión y hasta se ha referido expresamente en un
artículo de la Suma, a que "el entendimiento no es la esencia del
alma, sino una potencia suya” [415], cuya naturaleza de potencia del
alma desarrolla ampliamente en los artículos siguientes de la misma
cuestión [416].
Como potencia y propiedad, metafísicamente hablando, la inteligencia
constituye un accidente que modifica y supone una substancia, el alma.
Esta, hemos visto (n. 3, 5 y 6 de este capa es una forma
substancial y consiguientemente un coprincipio -el principal- de la
realidad de la substancia humana (forma y materia substancialmente
unidas). Que sea substancia, además, expresamente lo enseña
Aristóteles: "Es necesario que el alma sea una substancia”
[417]. E n cuanto a la naturaleza espiritual de esta substancia de la
facultad intelectual, según Aristóteles, ya nos hemos ocupado
ampliamente en otro lugar (Cfr. c. III, n. 7 y sgs.).
Porque el principio substancial -el alma en nuestro caso- debe
participar de la naturaleza de su facultad -aquí, la inteligencia-
como quiera que ésta es una modificación accidental y efecto formal
suyo. Si, pues, la inteligencia es espiritual, también ha de serlo
el alma, que substancialmente la sustenta, la causa formalmente y
opera por ella. Lo que no está enteramente claro en el Filósofo
griego es si esta substancia espiritual se identifica o no con el alma
individual de cada hombre. Vimos cómo históricamente hablando,
aunque poco probable, es admisible la interpretación averroísta,
según la cual el alma substancial humana es sólo la que corresponde al
entendimiento pasivo corruptible (el nous patetikós), y no la de la
inteligencia espiritual (del nous poietikós kai nous dinamei). De
todos modos la interpretación contraria de S. Tomás [418] nos
parece más probable y, por de pronto, más en armonía con los
principios generales y concepción total del Estagirita.
En cuanto al Doctor Angélico expresamente y en numerosos pasajes se
ha ocupado de la espiritualidad del alma humana. "Hay que afirmar que
lo que es principio de la operación intelectual, que decimos el alma
del hombre, es cierto principio incorpóreo y subsistente" [419].
Subsistente en lenguaje tomista significa lo que existe por sí, sin
estar en otro, en una materia. Subsistente es, por consiguiente,
sólo la substancia o bien completa -simple o compuestao bien
incompleta -una forma- que no depende intrínsecamente de la materia,
a la cual está unida, vale decir, espiritual. Decir, por
consiguiente del alma humana -substancia incompleta o parcial del
hombre, forma de una materia- que es subsistente es decir simplemente
que es espiritual. A renglón seguido del texto citado, Sto.
Tomás prueba su afirmación a partir de la naturaleza del objeto de su
operación intelectual, tal como antes lo expusimos, al desarrollar la
doctrina aristolético-tomista de la inmaterialidad perfecta o
espiritualidad de la inteligencia.
Como se ve, tanto para Aristóteles como para S. Tomás, la
cuestión de la espiritualidad del alma se resuelve con la demostración
de la espiritualidad de la inteligencia, que es su potencia o propiedad
esencial. Demostrada la espiritualidad de ésta, síguese la de
aquélla, porque la esencia o substancia de las cosas manifiéstase por
sus propiedades, por su obrar y principios inmediatos de operación.
“Agere sequitur esse, el modo de obrar sigue al del ser", dice el
principio tomista.
Creemos inútil insistir en la doctrina tomista de la espiritualidad
del alma, así está de clara y evidentemente afirmada en el Angélico
Doctor, sea a propósito de ella misma sea a propósito de la
inteligencia [420].
Si la vida de la inteligencia se constituye por la inmaterialidad
perfecta, por la espiritualidad (Cfr. c. III, II) e
implica, por eso, un principio substancial espiritual, a fortiori
implica en su potencia y en su alma la simplicidad, la carencia de
partes. Las partes, en efecto, sólo pueden provenir del principio
potencial, raíz de toda multiplicidad, es decir, de la materia. El
acto no dice nada más que perfección y es de sí uno. Sólo por la
potencia es limitado e ipso facto llega a ser multiplicable. Pero el
alma humana es la forma o acto esencial del hombre. Luego de sí (per
se), atendida su esencia íntima, es simple o carente de partes. Y
copio además es espiritual, es decir, independiente de la materia en
su ser y operar específico, síguese que ni siquiera per accidens las
tiene, es decir, en razón de una dependencia respecto a otro ser,
que las tenga -tal como acontece con las almas de algunos seres vitales
puramente orgánicos [421].
Tal es la doctrina de Aristóteles y S. Tomás. El Estagirita,
por una parte, enseña de las plantas -(a fortiori del animal y del
hombre)- que su "alma es una en acto y múltiple en potencia"
[422], y por otra, la espiritualidad de la inteligencia, según ya
vimos, y consiguientemente de su principio substancial -que
probabilísimamente es el alma personal humana, según lo expuesto
(Cfr. antes c. VI, n. 13 y 14). En ambas afirmaciones
está implícitamen te afirmada la simplicidad del alma.
En cuanto a S. Tomás con toda claridad profesa esta tesis, cuando
niega -contra los agustinianos medioevales--toda composición de
materia y forma en el alma, que es acto esencial o forma pura [423].
8. De esta espiritualidad, con la simplicidad que ella implica, del
alma intelectiva, síguese su inmortalidad o natural
indestructibilidad. En efecto, sólo puede corromperse lo compuesto,
lo que consta de materia y forma [424] o de partes cuantitativas o
integrales [425]. Lo simple y lo perfectamente inmaterial o
espiritual, lo que no consta de partes, no puede destruirse. Por
otra parte, ni siquiera en razón de su unión con el cuerpo, puede el
alma corromperse per accidens -como sucede en el caso de los animales y
vegetales [426]- porque a diferencia de la de éstos, no depende
intrínsecamente de la materia ni en su existir ni siquiera en su obrar
intelectual.
Aristóteles enseña (Cfr. c. VI, n. II y sgs. de esta
obra) la inmortalidad del entendimiento agente, vale decir, de su
principio substancial, que, según la interpretación tomista,
adoptada por nosotros como la más auténtica (ibid, n. 13 y
14), es el alma humana. Sin embargo, el pensamiento de
Aristóteles permanece obscuro al respecto, pues fuera de las
alusiones contenidas en los textos antes aducidos del entendimiento
agente, no se ha ocupado nunca de la vida ultraterrena de nuestra
alma. Más todavía, aún de admitirse la interpretación tomista de
su pensamiento sobre la inmortalidad personal, el Filósofo parecería
privar al alma separada de toda vida intelectiva. "Solamente cuando
está separado es lo que verdaderamente es, y esto sólo es inmortal y
eterno. Pero entonces no tenemos memoria, porque esto [que
permaneced es impasible; por el contrario el entendimiento pasible
está sujeto a la muerte, y sin él nada entiende" [427]. Más
arriba (c. VI, n. II y sgs.) hemos discutido ya este obscuro
pasaje. Lo que parecería estar claro en él, cualquiera sea la
interpretación que se dé acerca de la naturaleza de este entendimiento
o alma intelectiva espiritual e inmortal -se lo conciba impersonal o
personal- es la afirmación de que en s u nuevo estado de separación
del cuerpo el entendimiento carecería de memoria y, privado de la
función indispensable del “nous patétikos” que es “ftartós” o
mortal, nada podría entender.
Sin embargo, si analizamos con más detención el texto citado
-según lo dejamos hecho más arriba, en el c. VI, n. 11 -
veremos que más que la negación de la vida intelectiva, lo que en él
quiere expresar Aristóteles es la exclusión de las condiciones
terrenas de la inteligencia unida al cuerpo y dependiente de los
sentidos. Al menos, tal es lo ciertamente negado por el Filósofo,
lo evidentemente impuesto por el texto. En cambio, la negación de
todo acto de inteligencia no se impone con la misma evidencia de la
lectura del célebre pasaje del c. V del libro III Del Alma. Lo
que vendría a decir, pues, este pasaje es que el alma intelectiva,
una vez desligada del cuerpo, en su vida inmortal no tiene memoria ni
vida intelectiva dependiente de la fantasía (nous patétikos) y, en
general, de facultades sensibles orgánicas. Pero si ejercita o no su
vida en otras condiciones enteramente inmateriales, conforme a su nuevo
estado, de ello nada dice Aristóteles. Por eso más que una n
egación de la vida intelectiva, hay en Aristóteles la negación de
la vida intelectiva en las condiciones del alma unida al cuerpo -en lo
cual dice verdad- y un silencio sobre si y en qué condiciones el alma
separada ejercita esa vida -en lo cual más que error, su filosofía
denota una ausencia. Tal es, al menos, la benévola interpretación
que de ese pasaje hace S. Tomás, concorde en un todo, como
siempre, con los principios del mismo Estagirita. "Destruído el
cuerpo, concluye su exposición el S. Doctor, no permanece en el
alma separada la ciencia de las cosas según el mismo modo, con que
entiende. Pero cómo entonces entienda, no toca discutirlo en la
presente ocasión" [428]. Por lo demás, semejante actitud de
Aristóteles está concorde con su actitud general en todos los
problemas: por lo común no muestra interés ni se ocupa él sino del
hombre en su vida del tiempo y del mundo en que tal vida se desarrolla;
y, descubriendo los grandes principios metafísicos para solución de
tales problemas, pareciera no querer desenvolverlos sino en la
limitación del objeto indicado. Nunca lo suele rebasar, ni siquiera
al abordar el problema moral, donde el último fin, que organiza toda
su ética, sólo en su perfecta posesión de la eternidad alcanza toda
su significación y fuerza estructurante de la ley y orden moral.
También allí, y lo mismo en los demás problemas de la vida
ultraterrena, Aristóteles calla y observa un respetuoso silencio,
más que una destructiva negación. Lo cual sin embargo priva a su
sistema de aquella fuerza y cohesión y sobre todo de aquella verdad
plena, que, desarrollados hasta allí, le hubiesen otorgado sus
propios principios [429].
Actitud ésta que estaba reservada al Angélico Doctor, quien,
reconfortado por la verdad cristiana, iba a encontrar y determinar,
aún a la luz de las evidencias racionales y en continuidad, más que
en contradicción, con el pensamiento de Aristóteles, los caracteres
fundamentales de la vida espiritual inmortal del alma intelectiva
humana. Y así dedica una cuestión íntegra de su Su m ma
Theologica a la solución del modo de "conocimiento del alma
separada” [430].
S. Tomás no sólo se ha ocupado de probar tan fundamental y
trascendental verdad de la inmortalidad del alma intelectiva, sino que
lo ha hecho -y esto es lo que queremos destacar aquí- ala luz de su
naturaleza espiritual, a su vez puesta en claro a la luz de la
naturaleza del acto intelectivo. La inmortalidad del alma, en S.
Tomás, es una consecuencia de su esencia espiritual, puesta de
manifiesto y captada, según vimos, en el ejercicio mismo de su
actividad intelectiva. El alma es inmortal, en razón de su
espiritualidad, pues por ella carece de partes per se (es simple) y
per accidens (no las tiene ni por su unión substancial con el cuerpo,
pues su inmaterialidad perfecta la pone a resguardo de toda dependencia
subjetiva o intrínseca respecto a él). "Por lo cual es imposible
que una forma espiritual deje de existir" [431]. Y a renglón
seguido, en el mismo pasaje, añade un segundo argumento en favor de
la misma verdad: "Puede tomarse también como un signo [de la
inmortalidad del alma], el hecho de que cada uno naturalmente desea
existir a su modo [...]. El sentido no conoce el existir sino hic
et nu nc. Pero el entendimiento aprehende el existir absolutamente y
según todo tiempo. Por lo que todo ser que posee entendimiento desea
existir siempre. Mas el deseo natural no puede ser en vano" [432].
Como se ve, ambas pruebas se apoyan en última instancia, en la
índole inmaterial de la inteligencia, pues de ella se sigue la
simplicidad per se y per accidens del alma humana, con la consiguiente
incorruptibilidad perfecta o inmortalidad, junto con la universalidad
del entendimiento, raíz a su vez de la aspiración natural de la
voluntad por s u inmortalidad. Mientras Agustín, el discípulo
cristiano de Platón, llegaba a la misma verdad por un fino análisis
de las aspiraciones más profundas del alma y del corazón humanos -que
implican y se apoyan en la vida intelectiva que las determina con su
objeto universal e infinito- S. Tomás, el discípulo cristiano de
Aristóteles, prefería derivarla directamente de la esencia misma del
alma, impuesta por la naturaleza de su vida y facultad intelectiva.
La prueba agustiniana -substancialmente la misma de Tomás- tiene un
acento marcadamente psicológico, mientras que la tomista lo tiene
preferentemente metafísico.
9. Apoyándose siempre en el carácter espiritual del alma
intelectiva, S. Tomás llega a la conclusión d e que el alma humana
es creada por Dios en cada hombre.
Algunos escolásticos y otros autores como Brentano han querido ver
afirmada la misma tesis también por Aristóteles. E n efecto, esto
parecería afirmar prima facie el Filósofo. Después de decir éste
que el alma vegetativa y sensitiva está Producida por los padres, que
la engendran con el concurso de la causa material ("por educción de
la potencia de la materia", como traducen los escolásticos al hablar
de la producción de toda forma material), en cuanto al alma humana el
Estagirita se expresa así: "No queda sino que [el alma] entre por
la puerta [que venga de otra parte] y sea solamente algo divino;
porque con su acto nada tiene de común el acto corporal” [433]
Lo que evidentemente establece aquí Aristóteles es que el alma
intelectiva viene "desde afuera", de un modo distinto al del alma
vegetativa y sensitiva, que, como las demás formas de seres
materiales, son "educidas o sacadas de la potencia de la materia" por
el concurso de su causa eficiente, en este caso de los padres.
Los averroístas interpretan el pasaje en el sentido de que una vez
engendrado el hombre por el nous patétikos, por el alma corruptible
del entendimiento pasivo -producido por los padres con el concurso de
la materia- el nous poiétikos, el alma del entendimiento agente,
común e impersonal divina, entra en el hombre para sus funciones
intelectivas.
Descartada esta interpretación, como poco probable y contraria a sus
propios principios -conforme y en dependencia de nuestra crítica del
c. VI, n. I I y sgs.- ¿ qué quiere decirnos Aristóteles en
ese texto cuando afirma que el alma proviene “tíraten”a, "por la
puerta", es decir de otra parte que no sea por la generación misma?
Evidentemente la opinión de los escolásticos y de Brentano es la
más conforme con el pensamiento del Filósofo griego, pues, como
enseguida veremos al exponer la doctrina de S. Tomás, el origen por
creación del alma humana es una consecuencia lógica de su naturaleza
espiritual y, en definitiva y otra vez, de la espiritualidad de su
inteligencia en que aquélla se manifiesta. Sin embargo, tal
interpretación tiene contra sí un grave inconveniente: Aristóteles
en sus obras no habla nunca de la creación. n. Aún en el argumento
de la existencia de Dios, su prueba se dirige a demostrar la
existencia de un Primer Motor del mundo, que mueve sin ser movido,
que causa el movimiento del universo pero no precisamente su ser
[434]. Sin embargo, y pese a que lo más probable sea que
Aristóteles haya desconocido del todo el concepto de creación -y por
consiguiente, el origen creacionista del alma humana- aquí, como en
otros puntos obscuros ya señalados del Filósofo, sigue siendo verdad
la frase de Maritain de que la creación del alma humana es una
conclusión "que por todos sus principios metafísicos él está
afirmando virtualmente" [435].
Ultimamente De Corte ha formulado otra interpretación [436], que
él cree más simple y concordante con el sentido literal.
“Tíraten” querría decir que el alma espiritual no es producida por
el concurso de los dos sexos, sino que vendría "de afuera", llevada
en el semen masculino.
Semejante interpretación nos parece un tanto arbitraria y peregrina,
destituída de un apoyo sólido.
Por nuestra parte creemos que la interpretación más sobria y
natural, y más conforme y ajustada con el texto antes citado, es la
siguiente: 1) A diferencia del alma vegetativa y sensitiva, el alma
intelectiva, a causa de su espiritualidad, no puede ser producida por
una causa eficiente orgánica (la generación efectuada por los
padres) con el concurso y en dependencia de la causa potencial de la
materia. Esto es lo claramente afirmado en el texto. 2) Sin poder
determinar positivamente cómo es producida e introducida esta alma en
el cuerpo -por ignorar el concepto de creaciónAristóteles se habría
limitado a decirnos simplemente que entra tíraten, desde afuera, pero
sin decirnos desde dónde y cómo. Esta interpretación tiene la
conveniencia de no violentar el texto, está más conforme con el
conjunto doctrinal del Filósofo, quien parece haber desconocido el
concepto de creación y, por otra, la de avenirse mejor con el
carácter cauteloso y prudente de Aristóteles de no afirmar más de lo
que él ve en los hechos y en sus exigencias. Así como, según
acabamos de ver a propósito del entendimiento del alma separada del
cuerpo y como según apuntamos antes a propósito del conocimiento
divino de las creaturas, Aristóteles se habría limitado a afirmar
que el alma sin cuerpo no puede conocer del mismo modo que con él y que
Dios no puede conocer el mundo por una determinación objetiva que
provenga de éste, sin negarles -ni afirmar tampoco- en absoluto que
puedan ejercer ese mencionado conocimiento de un modo distinto y
superior, que él desconoce; así también en el presente problema:
su actitud sería más bien una epoké, una afirmación escueta de la
imposibilidad de que el alma espiritual pueda estar engendrada por una
causa inferior, material, y de que haya de provenir de otra parte, de
otra causa, con la suspensión de su juicio en lo tocante a su origen
positivo y determinado.
Lo de que el alma es "solamente algo divino (teion einai monon)",
que ha dado fácil pie a la interpretación averroísta, es susceptible
de otra interpretación: se trata más bien de una afirmación
hiperbólica de su espiritualidad, que tampoco falta en los Padres y
Doctores de la Iglesia.
Contra el traducianismo material de Tertuliano y el espiritual
propuesto como solución probable por S. Agustín, de que el alma es
engendrada por los padres mediante una semilla material o espiritual,
respectivamente, y contra el panteísmo neoplatónico emanatista,
históricamente de múltiples matices, que hace del alma algo de Dios
-como su partícula, o como una información de Dios en el cuerpo,
etc.- S. Tomás afirma vigorosamente el origen del alma,
espiritual individual humana por creación directa de Dios en cada
caso. S. Tomás ha creído además que en el primer momento de la
concepción humana el cuerpo es informado por un alma vegetativa, que
más tarde es generada en su lugar otra vegeto-sensitiva y que,
finalmente, cuando el cuerpo está dispuesto a recibirla, esta alma es
substituída por el alma espiritual vegeto-sensitivo-intelectiva, que
ya n o es gen erada de la materia por el concurso paterno, sino
directamente creada por Dios [437].
Su opinión en cuanto al tiempo de la infusión del alma espiritual,
estrictamente humana, es cuestión secundaria. Ni la ciencia ni la
filosofía tiene nada en su contra. Sin embargo, lo más obvio es que
el alma espiritual, que tiene potencias vegeto-sensitivas para
ejercitarlas en unión con el cuerpo, sea la primera y única alma
infundida desde el primer momento de la concepción del hombre. La
organización del cuerpo desde el primer instante de su concepción
encamínase al cuerpo del hombre como tal, y puédese decir que ya lo
es en virtud o potencialmente. E s por eso, lo más natural que sea
el alma humana, espiritual, quien lo estructura desde ese primer
momento. En este punto la opinión de S. Tomás, sin ser absurda
ni improbable, no tiene por qué ser mantenida y debe desglosarse, en
cualquier caso, como una opinión científica de su tiempo, ya
superada, de su tesis fundamental, filosófica, del origen por
creación del alma espiritual.
He aquí su argumentación en sus líneas generales. En primer lugar
prueba el S. Doctor "que el alma no pertenece a la substancia
divina". E n efecto, no puede ser parte de esa substancia, pues la
substancia divina es simple y carece de partes; ni puede originarse por
comunicación o información de la divina esencia, pues, en tal caso
ipso facto dejaría ésta de ser Acto puro para convertirse en un
principio parcial del hombre [438].
En segundo lugar, "el alma intelectiva [...], como quiera que
es substancia inmaterial, no puede ser causada por generación"
[439], ya que ésta se lleva a cabo con el concurso causal de la
materia, y lo espiritual es esencialmente independiente de la materia
en su ser y, consiguientemente, en su origen.
Finalmente, el alma no puede originarse sino por creación, vale
decir, por producción total de su ser, debe ser causada de la nada,
y por intervención divina, ya que según el mismo Santo Doctor, la
creación es siempre obra exclusiva de Dios, único que puede producir
"según el ser", como es preciso para la creación [440]. "Siendo
el fieri el camino al existir (via ad esse), del mismo modo conviene
a una cosa el fieri como le conviene el esse [...]. Ahora bien,
el alma racional es forma subsistente les decir, espiritual o
independiente de la material [...]. Y porque no puede ser hecha
de la materia preyacente [...J es necesario afirmar que no es hecha
sino por creación (necesse est dicere, quod non fiat nisi per
creationem)" [441]. "A sólo Dios pertenece el crear [...].
Por consiguiente, solamente por Dios es producida el alma humana en
su existir" [442].
10. De esta vida intelectiva, surge connaturalmente el apetito
espiritual, la voluntad.
No sólo de la inteligencia, sino en general de todo conocimiento,
surge naturalmente el apetito, es decir, goce o tendencia al bien
conocido, según que se le posea o no. Tal es la doctrina de
Aristóteles [443] y de S. Tomás [444].
No podemos detenernos en desarrollar la naturaleza y división del
apetito en general [445], ni siquiera del espiritual, de la voluntad
[446]. Sólo queremos tocar el tema para señalar su dependencia con
el de la inteligencia.
El objeto formal de ese apetito espiritual se extiende tanto como el de
la inteligencia que la dirige e ilumina; y que es el mismo que el de la
inteligencia, con esta modalidad diferente, sin embargo, que en lugar
del ser en cuanto ser, es el ser en cuanto fin o bien del hombre
específicamente tal. El objeto formal propio de la voluntad humana es
el bien en sí, infinito, abstractamente considerado - bon u m in
communi o la "ratio universalis boni" [447], en expresión de S.
Tomás- la felicidad o razón de bien, buscado, eso sí, en un bien
individual concreto. Porque a diferencia de la inteligencia
determinada por un objeto universal, la voluntad tiende a un bien en
acto, real en el orden existencial, y, por ende, individual. Sin
embargo, en virtud de su dependencia de la inteligencia, que conoce
abstractamente la esencia de las cosas, no se ordena á ningún bien
concreto sino buscando la razón formal del bien. El bono m in comm
un¡, la razón universal del bien, es el motivo, la razón de su
movimiento, lo que en el objeto individual atrae su apetencia [448].
Toda la vida de la voluntad, del apetito y fruición espiritual se
desenvuelve bajo la dependencia y lleva impresa en todos sus pasos la
impronta de la inteligencia. .
Cualquier facultad no puede actuar sino dentro del ámbito de su objeto
formal, es decir, está necesitada en cuanto a su especificación
[449]. También la voluntad lo está en cuanto al bien, en el
sentido de que nada puede querer sino en cuanto bien, y-que toda su
actividad debe deslazarse dentro del ámbito de ese objeto formal
[450].
Pero precisamente en virtud de la amplitud infinita de ese objeto
formal, el apetito de la voluntad sobrepasa la apetibilidad de cada
bien concreto finito -y aún del Bien infinito, en cuánto conocido
de un modo finito, imperfectamente o por analogía, como acaece en la
vida del alma unida al cuerpo en el tiempo- y es activamente
indiferente para quererlo o no en cada caso concreto, es decir, es
libre [451]. La libertad no es más que esta indiferencia activa o
dominio sobre el propio acto, este poder querer o no o repudiar un
determinado bien, la "virtus electiva mediorum, la fuerza electiva de
los medios" (o bienes concretos), como la define S. Tomás
[452].
Tampoco es intención nuestra desarrollar este amplió capítulo de la
psicología aristotélico-tomista de la libertad. Lo que queremos
destacar -conforme al propósito de este capítulo: de cómo toda la
psicología aristotélico-tomista está reflejada e incluída en su
doctrina de la inteligencia- es que, según se preocupa de ponerlo en
relieve S. Tomás, la libertad está causada y es hija del juicio
universal de la inteligencia [453]. Es ésta, quien frente a
determinados bienes formula el juicio de indiferencia: son bienes,
pero no el bien en sí. "Por eso, dice el Angélico Doctor,
solamente quien posee entendimiento puede obrar con juicio libre: en
cuanto conoce la razón universal de bien, por la que puede juzgar que
esto o aquello es bueno. De aquí que dondequiera haya entendimiento,
haya libre arbitrio (Unde, ubicumque est intellectus, est libero m
arbitrium)" [454], "y que por esto mismo que es racional preciso es
que el hombre en la misma medida posea el libre arbitrio (Et pro tanto
necesse est, quod homo sit liberi arbitrii ex hoc ipso quod rationalis
est)” [455].
La universalidad del juicio de la inteligencia es, pues, la que funda
la universalidad del objeto formal especificante de la voluntad [456],
frente a todo bien concreto limitado o infinito aprehendido de un modo
finito o imperfecto. Si a su vez tenemos presente que la inteligencia
alcanza su objeto -la esencia universal abstraída de sus notas
individuantes- gracias a su inmaterialidad perfecta (Cfr. c.
III, n. 7 y sgs.), llegamos a la conclusión de que la
espiritualidad del alma es la raíz o constitutivo ontológico último
no sólo de la inteligencia sino también, mediante ésta, de la
voluntad y de su libertad. Y como la libertad no es en cuanto al fin
-el bien en sí u objeto formal de la voluntad, apetecido de un modo
necesario- sino en cuanto a los medios o actos determinados [457], y
esta actividad libre debe ser regulada por las exigencias o normas
derivadas de ese fin, es decir, ha de ordenarse a su consecución -en
lo cual tiene su punto de arranque y consiste substancialmente el
problema moral: el problema de la ordenación de los actos o medios al
fin, último o bien en sí, acto plenificante del hombre- síguese
también que el problema moral, al que el hombre se encuentra abocado
por su libertad, tiene su origen remoto en la espiritualidad del alma
intelectiva, más próximo en la vida misma de la inteligencia de la
que surge el apetito espiritual ordenado necesariamente al fin y
libremente a los medios con el consiguiente origen del problema moral y
de su solución.
11. Y es así cómo por la espiritualidad de su alma, que engendra
y se manifiesta en la inteligencia y en su conocimiento universal, en
su voluntad libre. y en su ordenación moral, el hombre, a diferencia
de los demás seres materiales, llega a ser persona.
La filosofía griega, sin excluir al mismo Aristóteles, no llegó a
desarrollar una doctrina cabal de la persona, bien que trata
admirablemente algunos de sus rasgos fundamentales, por ejemplo, el de
la inmaterialidad de la inteligencia. Para Aristóteles, filósofo
de lo temporal, toda su E tica confluye a la política como a su
culmen, donde el individuo se halla ante todo ordenado al bien de la
ciudad, y por eso, el hombre está considerado eminentemente en su
calidad de parte o miembro de la sociedad (como individuo), más que
en su unidad de una totalidad ordenada a su fin individual supremo
divino, trascendente a la ciudad (como persona. Este aspecto de
totalidad del hombre, por el que se ordena a un fin individual eterno,
superior al propio de la ciudad -al que ésta misma, en última
instancia, se subordina como un medio- y bajo el cual, por eso
mismo, el hombre es independiente y escapa a la autoridad humana, no
fué conocido por el paganismo, ni siquiera por sus grandes
Filósofos, Platón y Aristóteles, que propenden ambos hacia un
estatismo con desconocimiento y detrimento de los derechos inalienables
de la persona, o lo que es equivalente, del hombre en todo lo
referente a la ordenación hacia su último fin individual
transcendente. No llegaron ellos a develar esta verdad, tan simple
después del advenimiento del cristianismo, que si el hombre se somete
a las exigencias de la sociedad y acepta las coartaciones de su libertad
necesarias para ello y la obligación de contribuir positivamente al
logro del bien común de la sociedad, es sólo a cambio y para
asegurarse con ello los medios para una consecución más adecuada de su
último fin, y entre éstos muy principalmente la garantía del
ejercicio de su libertad en todo lo concerniente a su ordenación a su
último fin o bien moral. En una palabra no vislumbraron que la
política no es lo supremo, y que, si bien directamente busca un fin
temporal (el bien común de la ciudad, de los ciudadanos),
indirectamente sirve al fin último personal de cada uno de ellos,
garantizándole el ejercicio de su libertad para el bien y ayudándole a
la consecución de los medios para su propio desarrollo o perfección
espiritual.
Sólo la doctrina de Cristo, especialmente en lo concerniente a la
caridad, sellada con el sacrificio de su vida en la cruz por la
salvación de todos y cada uno de los hombres, había de exaltar el
valor espiritual y eterno del hombre, y destacar así la grandeza de su
persona. Porque desde que Dios ha muerto por cada uno de los
hombres, el individuo ha dejado de ser sólo la parte de un todo, el
miembro de una sociedad o uno de la especie, para constituirse además
y ante todo, en ser propio e inalienable, en su ser individual con su
sentido también propio como una totalidad, bajo aquel aspecto
espiritual, por el que escapando y trascendiendo lo temporal y
consiguientemente lo social, se enfrenta con su último fin o bien
eterno. E1 cristianismo, que ha aportado y puesto en relieve el
valor de la persona humana, como una totalidad individual bajo este
aspecto moral, ha traído también consigo, en sus dogmas de la
Trinidad y de la Encarnación del Verbo, la significación y relieve
metafísico de la persona y h a planteado a la filosofía cristiana un
problema, enteramente desconocido por la filosofía griega y pagana,
el de la constitución esencial de la persona, y el de sus relaciones
con la naturaleza.
12. Bajo este soplo vivificante del cristianismo. S. Tomás
elabora su doctrina de la persona, de esta totalidad individual, que
por su constitutivo formal trasciende todo lo material y temporal.
Porque la persona no es más que la substancia completa y acabada en
sí misma y además espiritual o inteligente. El Angélico Doctor,
siguiendo la doctrina de los Padres de la Iglesia y especialmente de
Boecio [458], distingue entre hipóstasis o suppositu m y persona.
"La hipóstasis no es sino lo completíssimo en el género de
substancia" [459]. "La hipóstasis significa la substancia
particular no de cualquier modo, sino en cuanto está en su complemento
[acabada y cerrada en sí misma]. Pero en cuanto llega a unirse con
un ser más completo no se dice hipóstasis" [460]. Esta formalidad
que distingue a la hipóstasis o suppositu m de la naturaleza, por la
que ésta llega a ser un todo acabado y completo, una totalidad cerrada
en sí misma, es lo que S. Tomás llama la subsistencia [461]. El
suppositu m -así como la formalidad de la subsistencia que lo
constituye- es una noción genérica, que conviene a toda naturaleza
completa y terminada en sí misma [462] y que, por ende, puede
verificarse y se verifica a más de en el hombre, también en los seres
irracionales.
La persona, en cambio, añade al suppositu m o hipóstasis una
diferencia específica, aplicable sólo al ser espiritual e
inteligente. Porque la noción genérica de suppositu m se especifica
en la persona por la racionalidad o inteligencia, y "la persona no es
más que el suppositum de la naturaleza racional" [463], o como
dijera antes Boecio, en una definición célebre, ya citada y
recordada por S. Tomás: "la persona es la substancia individual de
la naturaleza racional" [464].
Y esta "subsistencia en la naturaleza racional", es lo que da a la
persona su "gran dignidad" [465]. Porque por su inmaterialidad o
espiritualidad el suppositu m llega en la persona al sentido perfecto de
su unidad total. En efecto, en esta inmaterialidad perfecta o
espiritual tiene su origen la inteligencia y con ella la identidad
intencional con los objetos, el conocimiento de la realidad como o
b-jectu m (cfr. c. III), como cosa frente a la cual se sitúa
ella a su vez como sujeto o algo en sí, como un yo o persona, que
adquiere la conciencia de sí misma como una totalidad en sí, que
alcanza para sí también la categoría de objeto. El acabamiento o
perfección de la substancia de la hipóstasis o suppositu m llega a ser
en la persona posesión intencional, posesión cognoscitiva o
coincidencia inmaterial de la substancia consigo misma en su
individualidad incomunicable como un todo distinto y frente a la
realidad de los demás objetos. Por su naturaleza inmaterial, ,por
su inteligencia, la hipóstasis adquiere en la persona el relieve
individual y cobra valor de totalidad en sí y llega a ser no sólo
material sino intencional y, por ende, objetivamente, posesión y
hasta identidad consigo misma y alcanza la conciencia del propio yo,
como unidad en sí, distinta de todo lo demás.
Correlativa y a la vez con esta toma de posesión consciente de sí
misma, la persona cobra conciencia del mundo, de la realidad, como o
b-jectu m frente a ella. Ya no es una cosa entre otras, una parte
del todo. Es un ser que en su verbo mental se dice y sabe a sí mismo
y a todo el ser y que en la perfección y riqueza del acto inmaterial de
su inteligencia logra por identidad intencional la posesión de sí
mismo y del mundo. E n la inteligencia de la persona alcanzan relieve
de ser, distinto del ser de los demás, el ser de la propia persona y
el ser de todas las cosas. E1 mundo subjetivo y objetivo, en toda su
irreductibilidad ontológica, sólo es aprehendido en la luz de la
conciencia personal, centro consciente en que se da cita toda la
realidad. En ese acto la substancia propia y la de la realidad
objetiva cobran consistencia de sujeto y objeto. La persona es, por
eso, una substancia y suppositu m distinto y superior a todos los
demás. Sólo por ella se llega a la aprehensión consciente, a la
afirmación de la existencia de sí y de todo lo demás. Sin persona,
el mundo real -de poder existir, pues es un absurdo que puede darse
sin la persona, por lo menos de Dios, que lo concibe y crea, de
donde la supremacía del espíritu y de la inteligencia, de lo más
perfecto sobre lo más imperfecto, del Acto sobre la potencia, en
toda la gama de, la realidad- sin dejar de existir, sería como si no
existiese [466]. Aun los animales que conocen el mundo y tienen
cierta conciencia de su propio ser (conciencia directa o
concomitante), no llegan al núcleo del ser propio y ajeno, a aquello
que hace realidad al mundo, y persona y totalidad a la propia
substancia, a la esencia inteligible de las cosas, al ser en cuanto
ser. Viven su vida y la realidad circundante como implícitamente,
como algo que no llegan á poseer plenamente, contemplan el mundo pero
no como mundo, y tienen una conciencia implícita de sí sin saber
decirse su propio yo ni sacar a plena luz la conciencia de su propio ser
y la objetividad de la realidad circundante, sin trazar explícitamente
la línea tajante entre yo y no-yo, entre sujeto y objeto.
Pero no acaban aquí los privilegios y la dignidad de la persona. A
esta identidad inmaterial o consciente con la propia substancia, que
constituye la posesión más íntima de sí misma -consiguiente a la
posesión del ser del mundo como realidad objetiva-, sigue la
posesión de su actividad y de su destino por la propia libertad. Ya
vimos cómo del juicio universal de la inteligencia surge el juicio
práctico de indiferencia frente a los bienes concretos, y de este
juicio la indiferencia activa de la voluntad,, su libertad (cfr. el
n. 10 de este capítulo). Los demás seres, que no poseen
inmaterialmente su ser, no poseen tampoco el dominio de su propia
actividad, conducida por inclinaciones o leyes naturales necesarias.
Ningún ser inferior a la persona hace lo que quiere ni tiene en su
mano su ser y actividad. Esta se desplaza bajo el impulso de leyes
físicas, químicas, biológicas e instintivas, bajo el coeficiente
común de necesidad. Frente al objeto proporcionado a la facultad
dispuesta, ésta no puede en ellos no irrumpir hacia su acto. No así
la persona, que a la posesión intencional de su ser y de la realidad,
que la hace bajo este título señora de la realidad propia y ajena,
añade el dominio real y consciente de su actividad apetitiva espiritual
y, mediante ella, de sus actitudes frente al mundo. La persona,
ella sola, es la que frente a su objeto puede apetecerlo o no,
quererlo o repudiarlo, es la única que puede tomar posición activa
frente a la propia y ajena realidad, pronunciar su regio sí o no.
Pero este dominio o poder trae consigo aparejado el problema y
actividad moral, exclusivo también por eso de la persona. Los demás
seres por las leyes que los gobiernan de un modo ineluctable en su
substancia y actividad, son conducidos necesariamente a su propio fin o
bien. No tienen el problema de indagar y encaminarse a sí mismos
libremente hacia su fin, carecen del problema moral. La persona, en
cambio -la creada solamente, pues la divina, identificada con su
propio fin, está siempre normada por sí misma y es esencialmente
perfecta- está precisada al planteo y solución del problema moral: a
investigar con su inteligencia cuál es en concreto su último fin, el
ser que reune las cualidades de bien en sí, infinito, el ser capaz de
perfeccionarla plenamente con su posesión, y derivar de ese fin la
norma a que han de ajustarse sus actos, como otros tantos medios, para
su consecución, para luego en un segundo momento esencialmente
práctico decidirse libremente con su voluntad a adoptarlos y llegar
así a la conquista de aquel supremo bien y último fin suyo. Vale
decir, de los seres finitos la persona es la única que tiene por
delante el problema de su propio destino, el de la determinación del
fin y norma de su propia actividad y el de la decisión libre y activa
de ajustarse a ésta para alcanzar su propia perfección. La persona
es así la única que participa, por su inteligencia y de un modo
consciente, de la misma ordenación y ley de la Inteligencia divina
para sus creaturas, y la que por su voluntad libre tiene en su propias
manos su perfección temporal y eterna, la consecución o pérdida de
su último fin o bien supremo y se encauza o desvía libremente por el
camino de su perfección y participando y conformándose -o
apartándose- consciente y libremente con el querer de la Voluntad
divina. En la intimidad de la persona, sólo en ella, hace su
epifanía y se realiza por eso el drama de su propio destino, y en los
instantes de su vida del tiempo decide ella misma -con el riesgo del
extravío o del mal paso irreparable- de su suerte y felicidad eterna.
De acuerdo a esta doctrina, tomada en todos sus puntos de S.
Tomás, la persona constituye, por eso, un mundo aparte, una unidad
que supera infinitamente al individuo de una especie. Por sobre la
cerrajón del individuo limitado a su propio ser, impuesta por la
materia, surge y se levanta la persona, abierta ,por su
inmaterialidad perfecta, por su espiritualidad, -que es inteligencia
y voluntad- a todos los caminos de la trascendencia del ser ajeno y
propio. La raíz de su grandeza, su esencia específica constitutiva
arranca de su alma substancial espiritual, para manifestarse en este
mundo exclusivamente suyo:
|
a) de la realidad inmaterialmente
poseída, del mundo de los objetos formalmente tales,
b) de la
aprehensión intencional u objetiva de sí misma, de la conciencia del
propio sujeto, dueño por su conocimiento del mundo,
c) de la
libertad que le otorga una indiferencia activa, un dominio sobre la
propia actividad, y -consiguientemente a esta inteligencia y
'libertad-
d) del mundo de los fines y de su actividad moral con
ellos relacionada, y de toda actividad del hacer, del arte y de la
técnica, dependiente de ésta.
|
|
De ahí que los grandes problemas de
la Gnoseología, de la Metafísica y de la Psicología -incluyendo
en ésta el del propio ser personal y libre- y el de la Etica, junto
con el de la Filosofía del Arte, en una palabra, las grandes
cuestiones fundamentales de la filosofía constituyan el ámbito propio
en que se mueve y vive y decide su suerte la persona humana, la órbita
propia de su actividad espiritual, el mundo propio de la persona.
13. Haber querido suprimir, haber intentado acabar con las torturas
de la vida espiritual para sumergirse en la específica tranquilidad de
la vida végeto-sensible ha sido el grande y grave error de
Nietzsche, que ha confundido los desvíos concretos del espíritu con
su grandeza y poder original, y ha olvidado que la grandeza espiritual
de una persona finita y encarnada, a la vez que proyectada y anhelante
por todas sus aberturas hacia la Infinitud divina, es la raíz misma
de sus dolores y sufrimientos. Sus desgarramientos y torturas
denuncian su regia estirpe, y constituyen el tributo a su noble origen
a la vez que la paga con que adquiere en el tiempo su plenitud
ontológica de la eternidad.
Haberlos minimizado y reducido a un mundo puramente fenomenológico,
reduciendo la realidad del mundo y del sujeto y de los fines a pura
creación objetivarte del espíritu, a puros "objetos" y
"valores", rompiendo así toda vinculación ontológica entre la
persona y el mundo de la realidad en sí para exaltar a la persona
humana hasta hacerla un absoluto divino, es, por el otro extremo, el
grave error del idealismo trascendentalista del siglo pasado -en el que
reinciden a la postre también la fenomenología y axiología actuales-
que desconoce la naturaleza de la actividad primordial -raíz de todas
las demás- de la persona, del conocimiento, identidad intencional
con la realidad trascendente del ser en sí, y que so color y pretexto
de exaltar al hombre hasta la divinidad ha acabado haciéndolo un ser
contradictorio, despedazado por un ansia de remediar su finitud
esencial con el Ser infinito por el que anhela, y obligado sin embargo
á encerrarse en su inmanencia y a contentarse con una supuesta
infinitud de que radicalmente está desprovisto.
Haberles dado valor real, óntico, para hacer de la persona una
substancia real y espiritual -al menos por su forma específica-
finita, pero abierta al ser -de la realidad extramental y que por la
posesión intencional del ser finito del mundo llega a la aprehensión
del Ser infinito y trascendente de Dios; privada en la vida del
tiempo de su pienitud ontológica, del infinito Bien de Dios, su
último fin, para el que está sin embargo esencialmente hecha, pero
con una libertad y dominio de su propia actividad para ordenarse y
encaminarse bajo la dirección de su inteligencia hasta la posesión e
integración en él, imperfecta en su vida terrena y perfecta en la
inmortal; haber hecho, en una palabra, de la persona humana un ser
finito, pero con una inclinación natural, por su inteligencia y
voluntad libre, hacia su plenitud infinita, un ser creado y limitado
que por su espíritu sólo llega a su perfección por su integración en
Dios, he ahí el valor del realismo e intelectualismo de S.
Tomás, quien, centrando al hombre en la verdadera esencia de su
ser, afirmándolo como ser espiritual (y material finito, en potencia
y ansia de alcanzar el Ser infinito, le señala así el camino de su
grandeza infinita en, la posesión de este supremo Bien de Dios.
14. Pero de entre todos estos caracteres en que se manifiesta y
constituye la persona humana, determinados todos ellos en su origen por
la inmaterialidad del alma, la inteligencia ocupa un lugar
preeminente, hasta tal punto que ella significa el ápice de la
grandeza de la persona y el ápice de todo el mundo creado e increado
[467].
En efecto, todos los seres irracionales encuentran su fin último en
el hombre. Cada uno busca la conservación (individual y
específica), el desarrollo y la perfección de su ser. Pero a la
vez en la escala de los seres hay una natural jerarquía -expresión
del fin intentado por el Creador- que subordina los unos a los otros,
y todos inmediata o mediatamente, directa o indirectamente, al
hombre.
Dentro de éste, también el cuerpo se subordina y sirve al alma, la
vida vegetativa se subordina a la vida sensitiva, y ésta a su vez a la
intelectiva y espiritual.
Toda la naturaleza material hasta los supremos grados de la vida
orgánica, fuera y dentro del hombre, confluye a la perfección y se
subordina y sirve más o menos mediata e inmediatamente al hombre, y,
en definitiva, al fin o bien de su vida específica espiritual, de su
persona.
Mas, como dentro de las manifestaciones superiores del espíritu, la
inteligencia aparece como la cumbre suprema, síguese que todo el mundo
creado en su ser y actividad confluye y alcanza su fin en la perfección
y plenitud de la inteligencia. La inteligencia, en efecto, es
primeramente la raíz de la voluntad y de su libertad. “Nihil volitum
quin praecog nitu m, nada se puede querer sin previo conocimiento",
dice el adagio tomista” [468]. La voluntad es una facultad ciega,
incapaz de desplazarse a su acto si no es por la acción del fin que la
atrae mediante y a través del conocimiento intelectivo. También es
la inteligencia quien determina con su juicio de indiferencia el modo de
libertad de la voluntad humana en su movimiento hacia un bien o fin
determinado. Toda la vida práctica de la voluntad y facultades á
ella subordinadas -en su doble aspecto jerárquico de hacer y
obrarparte de la determinación cognoscitiva de la inteligencia, como
un movimiento hacia su último fin o bien en sí, que también se
alcanza por la inteligencia. Por lo demás, hemos visto cómo la
misma actuación práctica no se realiza sino por la intervención
conjunta de la inteligencia y de la voluntad como forma y materia,
respectivamente (cfr. c. VIII).
La actividad espiritual de la persona humana se desenvuelve en todo su
ámbito entre dos actos de la inteligencia, inicial el uno y último el
otro, como causa determinante y final suya, y dirigida siempre en todo
su desarrollo por dicha facultad. Con un acto de inteligencia nos
abrimos a la vida del espíritu, y con otro alcanzamos el ápice
ontológico de nuestra plenitud.
De la inteligencia nace y bajo su ordenación se estructura la
actividad espiritual no estrictamente especulativa, la práctica como
un movimiento hacia la consecución del último fin, que sólo se
alcanza a su vez y de un modo definitivo por la vida de contemplación
intelectiva. Del apetito espiritual o voluntad insatisfecha por la
ausencia del bien no plenamente conseguido, nace la actividad práctica
bajo todos sus aspectos. Pero esta actividad cesa naturalmente con la
posesión del último fin. Ahora bien, sólo la inteligencia,
enseña S. Tomás, es capaz de posesionarse del Bien en sí, de
Dios, como Verdad infinita, pues la voluntad tiende al bien ausente
o se goza en el bien presente, pero en ambos casos es incapaz de
aprehender el bien [469]. La voluntad como tendencia al fin ausente
engendra la actividad práctica, que por eso mismo tiene el carácter
de transitoria y vial y dura tanto cuanto la peregrinación del hombre
en busca del fin supremo, vale decir, tanto como su vida del tiempo.
Por la misma razón, también el entendimiento práctico cesará en
sus funciones con la posesión plena del último fin [470]. De la
voluntad, en la vida definitiva del hombre, ya en posesión del bien
definitivo, sólo permanecerá el goce o fruición, derivada de tal
posesión alcanzada por la inteligencia, el gaudiu m de veritate
[471]. Pero aún esta vida gozosa de la voluntad será una
consecuencia de la vida plena de la inteligencia en posesión de la
Verdad en sí, como su Bien absoluto, en que reside la esencia misma
de la beatitud [472].
Por la contemplación de la Verdad, por la vida más pura de la
inteligencia, el hombre no sólo se integra y perfecciona con la
posesión del Ser infinito, Bien último, actualización total de su
capacidad potencial, sino que comienza la vida definitiva de su
espíritu [473]. Desde esta cumbre eterna de la plenitud del hombre
que ha logrado alcanzar su último y definitivo bien, la breve vida
práctica del tiempo aparece en todo su inmenso valor de preparación
para esta vida definitiva de la contemplación, pero a la vez en la
caducidad de su valor provisorio, y como tal, transitorio, que ha
cesado y ha sido superada por aquélla, una vez cumplida su misión de
conducir a la inteligencia -y por medio de ella a todo el hombrehasta
la contemplación beatificante de la infinita Verdad. La vida propia
de la inteligencia, la contemplación de la verdad, en cambio, lejos
de cesar entonces con la vida práctica, alcanza la plenitud de su
desarrollo en el acto exhaustivo de su potencia por el que se posesiona
para siempre de la infinita Verdad. Cumplida su misión, cesa la
vida práctica, la vida activa [474], para dar lugar a la vida plena
e inmortal de la inteligencia en la contemplación de la infinita
Verdad, como integración total y actualización plena de su
potencia, y en ella de todo el hombre.
La inteligencia ocupa así en el sistema tomista la supremacía de la
vida del espíritu y del hombre. Es la fuente y la organizadora de su
vida humana en el tiempo, la que gobierna con sus normas toda su
actividad espiritual y, mediante la voluntad, las facultades a ésta
subordinadas, la que comienza a pregustar en la posesión paulatina de
la verdad los goces de su vida inmortal y la que otorga al hombre su
plena y definitiva perfección con la posesión eterna de la infinita
Verdad de Dios. Todo el movimiento del hombre hacia su plena
perfección, en última instancia, se resuelve en un movimiento hacia
la plenitud de la inteligencia, por donde aquélla es alcanzada. Para
el hombre de la tierra esa conquista se logra laboriosa y pobremente a
través de los sentidos, comenzando con la posesión intencional de las
formas de los seres materiales. Las realidades superiores del
espíritu, las formas puras o perfectamente inmateriales, y aún el
mismo Acto Puro de Dios, sólo pueden ser alcanzados analógicamente
a través de estos conceptos originariamente tomados de las cosas
materiales. Así conviene a su alma espiritual encarnada, o mejor,
substancialmente unida a la materia. Pero una vez rotos los lazos del
cuerpo, el alma humana se posee inmaterial o cognoscitivamente a sí
misma, como objeto formal propio, y en su ser espiritual comienza a
conocer de un modo superior las realidades supremas del espíritu y
especialmente a Dios [475].
Tal es el intelectualismo, firmemente iniciado en Aristóteles y que
alcanza en S. Tomás su perfecto y cabal desenvolvimiento. LA
inteligencia señala el ápice de la vida del espíritu y del hombre.
Este intelectualismo o supremacía de la inteligencia en el sistema
tomista implica a su vez la supremacía del ser actualizando con su
inteligibilidad la potencia intelectiva y, en definitiva, la
supremacía del Ser infinito de Dios, quien como suprema Verdad
actualiza imperfectamente en la vida del tiempo, y plena y
exhaustivamente en la vida inmortal, la facultad intelectiva del
hombre. Y es así como el Intelectualismo tomista, que enaltece la
inteligencia y su actividad como la facultad más noble y suprema del
hombre y, en general, del espíritu, se despliega e implica un
realismo y ontocentrism o que la inserta en el ser, como en su objeto
que la actualiza, el cual en última instancia, se trueca en un
teocentrismo, que la integra en la Verdad en sí de Dios, como en el
Acto puro que plenamente la actualiza en la beatitud del anhelo más
hondo del espíritu totalmente cumplido.
15. Hemos tenido oportunidad de ver a través de estas páginas
cómo todas las grandes líneas del sistema aristotélico-tomista
confluyen hacia su doctrina gnoseológica y sobre todo noética. Es
desde allí, desde la doctrina de la inteligencia -y me refiero ante
todo a la síntesis que logra su madurez en S. Tomás- con todo lo
que ella presupone o implicasen sus fundamentos y con todo lo que
proyecta en su desarrollo, desde donde se contempla la unidad del
sistema en toda su íntima y coherente cohesión. La doctrina de la
constitución hilemórfica (de materia y forma) de los cuerpos hasta
en sus mínimos detalles, el principio de individuación de la materia
signata quantitate, y el principio de la unidad específica de la
forma, concuerdan íntimamente con la doctrina del origen sensible de
nuestros conocimientos intelectuales, la del objeto formal propio de la
inteligencia -la esencia abstracta y universal de las cosas
materiales- la de la inmaterialidad como raíz del conocimiento y de la
inteligencia, la de la necesidad de la species impressa intelligibilis
y la consiguiente del entendimiento agente y la imaginación, y la de
la naturaleza substancial del hombre, compuesto substancial de materia
y alma espiritual, inmortal e inmediatamente creada por Dios. No hay
una tesis de más ni de menos en esta síntesis, cuya armonía y
cohesión no ha sido jamás superada. Porque cada una de sus
afirmaciones ha sido la exigencia lógica, derivada del análisis del
hecho mismo del conocimiento. Nada hay allí de arbitrario, ni por
exceso ni por defecto. Se ha comenzado por observar con finura los
datos de la experiencia externa e interna y luego se han desarrollado
con todo rigor y penetración las consecuencias impuestas por tales
hechos, sin deformarlos previamente, y así se ha llegado a una
síntesis concordante en todos sus puntos y a una visión cabal de la
realidad noética.
Y desde que el acto intelectivo se manifiesta como la identidad
intencional con su objeto, el ser alcanzado a través de la intuición
sensible, toda la naturaleza de las cosas y toda la naturaleza del
hombre había de estar presente y reflejarse en él, en la medida de
esa identidad intencional. Más aún, desde que las cosas conocidas y
el hombre y el mismo conocimiento son algo, son un ser, toda la
metafísica y toda la filosofía -pues todas sus partes, sin' excluir
la moral, son solidarias y dependen de aquélla- había de traslucirse
en el acto de la inteligencia. El acto intelectivo -cumbre hacia la
que converge en vigorosa unidad la multiplicidad de los as pectos de la
psicología aristotélico-tomista- es también, por esto, el punto
de encuentro de todas las grandes tesis del tomismo, hasta tal punto
que a partir de él se podría llegar a reconstruir en todas sus partes
y en el preciso orden jerárquico de la síntesis todo el vasto sistema
del Doctor medioeval. Un análisis más hondo del hecho del
conocimiento intelectivo nos lo mostraría solidario y como un caso
particular de la doctrina metafísica mucho más amplia del acto y la
potencia, columna vertebral de todo el sistema de S. Tomás [476].
Este hecho de la armonía de un sistema de tan vastas proporciones como
es el de S. Tomás -en el que no hay problema que no haya sido
tratado, o tocado por lo menos, y resuelto en la evidencia de los
supremos principios del ser- reflejada en toda su fuerza en un simple
acto de intelección -punto de convergencia de todas las tesis del
sistema- y puesta en relieve en su doctrina gnoseológica,
constituiría por sí solo, de no existir los argumentos que conso-.
lidan cada una de sus partes, una prueba suficiente de su valor
objetivo, de su estructuración sobre la realidad misma, que fielmente
refleja. Porque toda sistematización no organizada concorde con la
realidad, termina indefectiblemente en contradicción con los hechos
empíricos y con los principios racionales.
Sin embargo, semejante armonía sistemática, patente sobre todo en
la doctrina de la inteligencia, no es un principio a priori del que se
parte, no es un fin preestablecido antes de la erección del sistema,
sino el término simple y connatural al que el S. Doctor llega como a
un resultado a través de largos y minuciosos análisis de los hechos,
conducidos luego por el estrecho y firme sendero de rigurosas
deducciones, ajustándose siempre al ser, en sus datos empíricos y en
sus exigencias ontológicas.
La fidelidad al ser es el secreto de la justeza y verdad del sistema
tomista, de un modo particular en lo que hace a su doctrina de la
inteligencia. Y la fidelidad al ser en todas sus partes y
manifestaciones tiene en S. Tomás un fundamento
ascético-místico, implica una actitud y se desarrolla con un
espíritu religioso, pues el ser siempre viene de Dios como de su
Causa eficiente primera y a El conduce, cual manifestación suya,
como a su Causa final última, cuando no es el ser que verdadera y
plenamente es y por sí mismo está identificado con su existencia, el
Ser divino del Acto puro de Dios. En su ápice el intelectualismo
realista de Sto. Tomás se apoya y resuelve en el más vigoroso
teocentrismo. De él dimana su unidad y su fuerza, porque en él
alcanza toda la Verdad.
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