CAPITULO IX. CONCLUSION. LA PSICOLOGIA ARISTOTELICO-TOMISTA IMPLICADA EN SU DOCTRINA EXPUESTA DE LA INTELIGENCIA

1. Tal es en sus líneas generales la doctrina de la inteligencia, que a partir del germen de Aristóteles desenvuelve vigorosamente S. Tomás, conduciéndola con un rigor y fuerza admirables hasta pleno desarrollo y madurez. Toda la psicología aristotélica y sobre todo la tomista confluye hacia esta doctrina de la inteligencia -cumbre de la vida del hombre- donde se refleja toda ella y desde donde pueden contemplarse, por eso, en toda su unidad y coherencia las líneas de toda su antropología y aún la configuración total de su sistema. Porque, según la síntesis aristotélicotomista, el hombre es una unidad, en el cual todas sus partes, jerárquicamente subordinadas unas a otras, van a dar en el ápice de su inteligencia, en cuya vida y naturaleza, por eso mismo, está reflejada e implicada toda la vida del hombre. Como en la nave gótica todo confluye y se cierra y se sostiene en la clave de bóveda, piedra en que culmina todo el esfuerzo arquitectónico que arranca desde los cimientos y sube por las columnas y los aristones, en que descansa el peso dle todo lo demás, así también, la psicología aristotélico-tomista, desde sus pasos primeros se encamina y termina en la doctrina de la inteligencia, en la cual todo lo demás se trasunta y adquiere significación final y culminación jerárquica.

Partiendo, pues, de la doctrina expuesta de la inteligencia, si seguirmos las líneas de sus implicancias y actualizamos, por una parte, las afirmaciones virtuales en que se apoya y, por otra, sacamos las conclusiones que implícitamente contiene, lograremos esbozar en sus rasgos generales el cuadro de la psicología humana según Aristóteles y S. Tomás.

2. El objeto es el principio d e especificación y constitución de una facultad. Toda la doctrina aristotélico-tomista de la inteligencia se desenvuelve paso a paso, según lo hemos hecho, a partir de su objeto, cuyas notas y naturaleza nos entregan las de la facultad que especifican, al par que su existencia misma, a través de su acto.

Ahora bien, hemos tenido oportunidad de ver cómo en el sistema expuesto, la inteligencia no posee su objeto por identidad real ni siquiera intencionalmente por ideas innatas, sino que está precisada a tomarlo de las imágenes de la fantasía, las cuales a su vez tienen su origen en los sentidos exteriores puestos en contacto intuitivo con la realidad material (c. IV, V y VI). Este origen humilde y pobre de nuestras ideas hace que el primer contacto especificarte con el objeto formal d e toda inteligencia, el ser, n o se logre -en el caso de la inteligencia humana- sino por el ser o esencia de las cosas materiales (quidditas rei materialis), objeto formal propio, por eso, de nuestro conocimiento intelectual. Todo el ulterior desarrollo de nuestros conceptos -aun en sus elevaciones mas espirituales- está alimentado con estas ideas primeras determinadas objetivamente por este ser material, que nos entregan los sentidos.

La inteligencia humana implica, pues, y se sostiene y se alimenta toda ella de la vida de los sentidos. Sin sentidos quedaría cerrada para la inteligencia la única puerta de acceso hacia su objeto y cegada su única fuente capaz de surtirlo y proporcionarle su objeto, y sin la acción determinante de éste la inteligencia no podría salir de su potencia para alcanzar su acto y quedaría reducida a la impotencia y a la inercia, sin la conciencia siquiera de su propio ser y existencia, sólo captable con la iluminación inteligible del objeto trascendente.

La inteligencia está en tan estrecha dependencia de los sentidos en razón de su objeto, que, pese a su espiritualidad o perfecta independencia intrínseca subjetiva de la materia en la producción de sus actos, la perfección de su vida depende objetivamente -vale decir, en razón de su objeto, para poder alcanzarlo- de la integridad y perfección de los sentidos, y, consiguientemente, de la perfección del cuerpo que ellos esencialmente implican. S. Tomás puede asentar -sin temor de materialismo alguno- que de la constitución material y orgánica de un individuo depende su mayor o menor perfección intelectiva. Esta idea, tan concorde con su sistema, lo está también con la experiencia y con las modernas investigaciones psicológicas del temperamento. "A la buena complexión del cuerpo sigue la nobleza del alma. Los que poseen un buen tacto, son de más noble alma y de inteligencia más aguda. La vivacidad sobreviene por natural aptitud y también por ejercicio. Porque por su complexión [orgánica] algunos son más aptos que otros a las concupiscencias o a la ira" [387]. De ahí la, importancia que cobra la vida de los sentidos en este sistema, y el que Aristóteles y S. Tomás se hayan aplicado con tanto cuidado al estudio, clasificación y función precisa de cada uno de ellos [388]. Aplicación lógica, en el fondo, del principio de individuación que no es otro que la materia signata quantitate, según ya anotamos en otro lugar.

Los sentidos son, a su vez, potencias orgánicas, es decir, potencias o facultades que emanan como propiedades, no de un principio substancial inmaterial tan sólo, sino también material, de un compuesto [389].

3. A su vez, toda potencia o facultad (Cfr. c. lI, n. 4 y IV, n. 13 y sgs.) implica siempre un principio substancial de su misma naturaleza, del que es accidente y propiedad esencial, principio próximo de operación por el que aquel substancial obra.

Así, pues, como la facultad intelectiva espiritual implica un principio substancial espiritual, el alma, así también las facultades orgánicas de los sentidos implican una substancia de la misma naturaleza, el compuesto substancial del alma y cuerpo. Porque a la verdad, la facultad orgánica es una como su efecto, la sensación. Los caracteres opuestos de ésta, su trascendencia e irreductibilidad a las fuerzas puramente materiales, por una parte, y su carácter corpóreo, por otra, en la unidad de su acto, implican una facultad orgánico-psíquica, compuesta de ambos caracteres en la unidad de una causa inmediata, la cual a su vez reclama el principio substancial remoto de alma -espiritual, en el caso del hombre, en razón de su vida intelectiva- y de cuerpo en la unidad del compuesto substancial [390].

La vida intelectiva humana, aunque procedente de un principio puramente inmaterial -el alma espiritual y su potencia- supone la unión substancial del alma y el cuerpo en razón de su dependencia objetiva de los sentidos, que la implican [391]. La vida intelectiva, espiritual, no implica esencialmente ni mucho menos la unión substancial de su principio substancial, el alma o el espíritu, con el cuerpo; es la vida intelectiva humana, en razón de su modo propio de ponerse en contacto con su objeto -el ser o esencia de las cosasa través de los sentidos, que reclama dicha unión.

Así como el innatismo platónico, y más todavía el idealismo panteísta, que ponen al espíritu en posesión de su propio objeto con independencia causal de toda facultad sensitiva, conduce lógicamente a la negación de la unión substancial del alma y del cuerpo -el cual no tiene ya función alguna que cumplir- así también el origen sensible de nuestras ideas del sistema aristotélico-tomista se apoya en esta unión substancial del ser humano, sin la cual jamás la inteligencia podría ponerse en comunicación intencional con su objeto (Cfr. el c. IV, n. 4, y sigs.).

La unión substancial del alma y el cuerpo es, por eso, en la doctrina de Aristóteles y S. Tomás, una verdad implicada y lógicamente derivada e impuesta por su doctrina noética. Y a diferencia también de aquellos sistemas dualistas o idealistas, en que el cuerpo está disminuído, cuando no despreciado (Plotino), en este otro se halla dignificado, elevado como está a la cooperación y ayuda de la misma vida espiritual, a través de la vida sensitiva que inmediatamente causa (Cfr. el cit. c. IV) [392].

4. A su vez la vida de los sentidos depende de la vida vegetativa, procedente también de facultades orgánicocorpóreas, pero irreductibles a lo puramente material [393]. Los órganos por los que la facultad sensible opera el ejercicio mismo de su actuación están pendientes siempre de la intervención y desenvolvimiento normal de esta vida inconsciente, que forma y regenera constantemente nuestro cuerpo y determina y gobierna sus funciones vitales fundamentales.

Así como la vida intelectiva aparece superestructurada sobre la de los sentidos y como continuación suya, también la vida sensible se manifiesta organizada en continuidad con la vida vegetativa, pese a la irreductibilidad esencial de todas ellas entre sí. De este modo, la vida, orgánica en la vegetativa, llega a ser consciente en la de los sentidos y a independizarse totalmente de la materia en la de la inteligencia, con una dependencia -en cuanto al objeto tan sólo, en el caso de la inteligencia- de la segunda respecto a la primera y de la tercera respecto a la segunda, y en una subordinación de la primera a la segunda y de la segunda a la tercera, esencialmente superior cada una de ellas a la anterior (Cfr. c. II, 2).

Entre estos tres tipos de manifestaciones vitales no hay sólo distinción de grados, sino también diferencia esencial e irreductible [394]. Y desde que la vida implica, como efecto producido que es, una causa o principio substancial, un alma, síguese también que ese principio es esencialmente diferente en los seres que sólo viven (plantas, o también sienten (animales) y entienden (hombres). De ahí la irreductibilidad esencial de esos tres órdenes y de esos tres principios esencialmente diversos entré sí. Esa diferencia irreductible es la raíz de la subordinación esencial -no sólo dentro de un mismo individuo, sino absolutamente- de la vida vegetativa a la sensitiva, y de ambas a la del espíritu.

La irreductibilidad de la inteligencia y consiguientemente de su principio substancial o alma -que es lo que aquí más nos interesaha sido puesta en evidencia con la exposición de la doctrina de la inmaterialidad perfecta del acto y vida intelectiva, pues entre lo material y lo absolutamente inmaterial o espiritual no hay sólo diferencia de grados sino de esencia. Por su carácter espiritual, pues, la vida intelectiva es irreductible a la de los sentidos [395].

5. Sin embargo, en un mismo sujeto estas vidas esencialmente diversas, en razón de la unidad del compuesto proceden de una sola y misma alma, que, específicamente colocada en la esencia de la vida superior, contiene y ejerce eminentemente la vida o vidas inferiores. Así el alma del animal y del hombre es una sola en cada individuo, végetosensitiva en aquél, y végeto-sensitivo-intelectiva en éste; bien que en el primero es específicamente sensitiva, e intelectiva en el segundo.

Semejante doctrina está fundada en aquella otra de la constitución hilemórfica de los seres corpóreos, en la unidad de la forma substancial en cada individuo [396]. Ahora bien. que las plantas, animales y hombres, en los cuales el alma es forma específica, según veremos enseguida, sean seres unos lo pone en evidencia la coordinación y subordinación perfecta de sus diferentes aspectos vitales, la unidad jerárq uica en que se desenvuelve todo su múltiple y complejo operar (Cfr. el n. anterior).

La unidad del alma del animal insinúala Aristóteles con aquella comparación de que así como en las figuras geométricas cada una está en potencia a la siguiente, de manera que ésta contiene a la anterior (v. gr. el trígono está en potencia al tetrágono, y éste contiene virtualmente dos trígonos), "lo mismo sucede en el alma sensitiva, la vegetativa es como cierta potencia suya y como el alma per se y lo mismo ocurre con las demás figuras y partes del alma" [397].

En cuanto a la unidad del alma humana no está explícitamente afirmada por Aristóteles, aunque sí implícitamente en muchos pasajes [398] y dentro de las líneas generales de su sistema, especialmente de la unidad de la forma substancial en cada individuo, cuyo texto acabamos de aducir. S. Tomás lo afirma expresamente. "El mismo hombre es quien percibe que entiende y siente" [399]. Y fundamenta racionalmente dicha unidad cuando dice: "diversas fuerzas que no radican en un único principio, no se impiden entre sí en el obrar [...]. Ahora bien, vemos que diversas acciones del alma se impiden entre sí; porque cuando una es intensa, la otra se disminuye. Es necesario, por consiguiente, que estas acciones y las fuerzas que son sus principios próximos se reduzcan a un solo principio. Pero este principio no puede ser el cuerpo: primeramente, porque hay alguna acción que no participa con el cuerpo, a saber, el entender; y en segundo lugar, porque si el principio de estas fuerzas y acciones fuese el cuerpo en cuanto tal, se encontrarían en todos los cuerpos, lo que evidentemente es falso. Y así no queda sino que su principio sea una única forma, por la que este cuerpo es tal. La cual es el alma [...]. Por lo cual, no hay en nosotros muchas almas" [400].

6. Esta unidad del. alma humana -y podríamos decir de toda ama- se basa en la doctrina de que alma y cuerpo se unen en unidad de naturaleza y de substancia y de que, consiguientemente, el alma es forma substancial del cuerpo, o con más precisión, de la materia.

Que el alma junto con el cuerpo constituyen un principio substancial de operación -una naturaleza y substancia- está claramente señalado por Aristóteles en su definición del alma. "El alma es aquello por lo que primeramente vivimos, sentimos y entendemos” [401].

De acuerdo siempre a su método de deducir la esencia de las cosas a la luz de sus efectos, S. Tomás da razón de esta unión substancial de alma y cuerpo a la luz de sus actos. “Es imposible que una sea la operación de aquellas cosas que son diversas según el existir (impossibile est quod eorum quae sunt diversa secundum esse, sit operatio una). Pero digo operación una, no de parte de aquel en quien termina la acción, sino en cuanto sale del agente [...]. Aunque alguna operación es propia del alma, en la cual no participa el cuerpo, como el entender; con todo hay algunas operaciones comunes a ella y al cuerpo, como el temer, enojarse y sentir y otras semejantes: porque estas cosas suceden según una mutación de alguna parte del cuerpo, de donde se sigue que son operaciones del alma y del cuerpo a la vez. Es necesario, pues, que en el cuerpo y alma resulte u n sólo ser, y fue n o sean diversos según el existir (Oportet igitur ex anima et corpore unum fieri, et quod non sint secundum esse diversa" [402].

Mas semejante unidad substancial o de naturaleza entre alma y cuerpo no es, según lo indica S. Tomás en el texto citado, sino la comunicación entre ambos en un mismo existir (Secundum esse), lo cual sólo puede suceder si cuerpo y alma se relacionan como potencia y acto, o más concretamente tratándose de principios de la esencia de un ser corpóreo, como materia y forma. El alma, pues, se une con el cuerpo en unidad de naturaleza y de substancia, porque el alma es forma substancial del cuerpo [403].

En sus dos definiciones del alma, Aristóteles afirma el carácter de forma o acto substancial primero que ella desempeña para con el cuerpo. "El alma es el acto primero del cuerpo físico orgánico” [404]. En la otra, citada unas líneas más arriba, se insinúa lo que en ésta se afirma, cuando se dice que es "aquello por lo que primeramente (prótos) vivirnos, sentimos y entendemos" [405].

Comentando la primera de estas definiciones, dice S. Tomás: "Siendo, pues, triple la substancia [del hombre], a saber, el compuesto, la materia y la forma, y no siendo el alma el mismo compuesto, [...] ni la materia, que es el cuerpo sujeto de vida: no queda sino [...] que el alma sea substancia, como forma o especie de tal cuero, es decir, del cuerpo físico que tiene en potencia la vida [...]. Y para que nadie creyese que el alma es acto como una forma accidental [...], añade [Aristóteles] que el alma así es acto, como la substancia es acto [...]. Ahora bien, hay que saber que la forma substancial constituye al ser simplemente en acto. Por lo cual [...] no sobreviene al sujeto ya preexistente en acto, sino existente en potencia solamente, es decir, a la materia primera. De lo cual aparece que es imposible que de una cosa haya muchas formas substanciales; porque la primera constituiría al ser en acto simplemente, y todas las demás sobrevendrían al sujeto ya existente en acto, por lo cual sobrevendrían accidentalmente [...]. Porque según las premisas es necesario decir que única y una misma forma substancial es, por la que este individuo es [...] substancia y cuerpo [...], y cuerpo animado, etc. [...]. Por lo cual, el alma no sólo hace que sea substancia y cuerpo [...] sino también [...1 cuerpo animado. Por consiguiente, que el alma sea acto del cuerpo no hay que entenderlo en el sentido de que el cuerpo sea su materia y sujeto, como si el cuerpo estuviese constituído por una forma, que lo constituya cuerpo y que luego le sobrevenga un alma que lo constituya cuerpo vivo; sino en el sentido de que por el alma tenga el ser y el ser cuerpo vivo [...]. La forma se une por sí misma a la materia como su acto; y es lo mismo que la materia se una a la forma, que la materia exista en acto [...]. Y por eso como el cuerpo tiene el existir por el alma, o por su forma, así se une al ,alma inmediatamente, en cuanto el alma es forma del cuerpo" [406].

E n este texto S. Tomás afirma no sólo la unidad del alma, su unión substancial con el cuerpo como forma suya, sino mucho más todavía: que el hombre no es más que una materia primera unida substancialmente a u n alma espiritual como a su acto primero o forma, de la que recibe el ser cuerpo, viviente, sensitivo e intelectual. Todas las determinaciones no sólo específicas, sino también sensitivas y vitales, más aún, también las corpóreas, están determinadas por una sola forma que es el alma espiritual [407].

Que el alma espiritual sea la forma del cuerpo es algo que en Aristóteles se desprende de sus definiciones enunciadas del alma y de su doctrina general de la unidad de la forma en cada individuo. Sin embargo, tal doctrina ni está explícitamente por él afirmada y en todo caso depende de la cuestión, antes ventilada, de su pensamiento acerca de la unidad del entendimiento humano. Si se admite la interpretación averroísta de que el entendimiento posible y el entendimiento agente (nous dinamei kai nous poietikos) pertenecen a dos substancias distintas, distintas a su vez del alma humana y del entendimiento pasible (nous patetikos) síguese naturalmente que la forma del hombre no es el alma espiritual, sino el alma végeto-sensitiva, dependiente de la materia y corruptible. Ya vimos que tal interpretación es históricamente menos probable que la de S. Tomás, la cual es la que mejor se aviene con los principios y sistema del Estagirita y 1a enteramente concorde con la experiencia psicológica y las exigencias de la razón.

Pensando en esas interpretaciones desviadas del pensamiento aristotélico, S. Tomás arguye vigorosamente en favor de la unidad de la forma substancial del hombre, colocada en su alma espiritual. "Nunca cosa alguna obtiene su especie si no es por su forma. Aquello por lo cual un hombre determinado obtiene su especie, es la forma. Pero cada uno obtiene su especie de aquello que es el principio de la operación propia de la especie. Mas la operación propia del hombre en cuanto hombre, es el entender [...]. El principio empero con el que entendemos, es el entendimiento [...]. Es necesario, pues, que el mismo entendimiento se una al cuerpo como su forma (Oportet igitur ipsum [intellectum] uniri corpori ut formam), no ciertamente en el sentido de que la misma potencia intelectiva sea el acto de algún órgano, sino porque es facultad del alma, que es acto del cuerpo físico orgánico" [408]. El alma intelectiva estrictamente tal es la forma del cuerpo sin intermedio de ninguna otra forma ni alma, "por= que si el alma intelectiva se une al cuerpo como forma substancial, [...] es imposible encontrar en el hombre ninguna otra forma substancial fuera de ella" [409]. Y después de acumular argumentos contra la pluralidad de las formas substanciales en un mismo individuo en general, en su Opúsculo De Spiritualibus creaturis y en sus Quaestiones disputatae da esta otra razón tomada directamente del hombre, con la cual robustece una vez más la tesis enunciada: "En cuarto lugar, si Sócrates se dice hombre y animal según diversas formas, se seguiría que esta predicación: el hombre es animal, es per accidens; y que el hombre n o es verdaderamente aquello que es el animal" [410]. Y "por consiguiente decimos que en este hombre n o hay otra forma substancial mis que el alma racional; y que por ella el hombre n o sólo es hombre, sino animal y viviente, y cuerpo y substancia, y ser (dicimus quod in hoc homine non est alia forma substantialis quam anima rationalis; et quod per ea m homo non solo m est homo, sed animal, et vivu m et corpus, et substantia, et ens)" [411]. En muchas otras ocasiones y pasajes S. Tomás ha vuelto e insistido sobre esta doctrina fundamental de su psicología [412].

7. Tal es la naturaleza del alma humana, implicada en pasos sucesivos a partir de la inteligencia y de su vida propia. Desarrollando desde ésta hacia abajo, hacia lo que encierra como previo, como condición y aún como causa objetiva, hemos ido encontrando los diversos órdenes de vida que supone y en que se apoya, así como la naturaleza del alma, de que es facultad, en relación con estos tipos de. vidas y del mismo cuerpo que interviene en ellas. La vida de la inteligencia se nos manifiesta ahora desde abajo como una meta o una cumbre a la que, subordinados jerárquicamente, se dirigen los diversos aspectos inferiores del hombre, corporal y vital, vegetativo y sensitivo, y en el que encuentran su fin, su sentido y su coronamiento ontológico.

Pero si ahora en un movimiento hacia arriba desarrollamos en sus líneas generales la riqueza contenida en la inteligencia espiritual, veremos que esta facultad implica ante todo un alma o principio substancial vital de su misma naturaleza, vale decir, espiritual -la cual, acabamos de ver, cómo en el hombre es la única alma y forma substancial.

La inteligencia en efecto, es una potencia o facultad de un principio substancial. No es algo que entiende, sino algo por lo que el hombre entiende. Ya dijimos cómo para Aristóteles era una propiedad del alma, "una parte, por la que el alma piensa” [413] o "una potencia contemplativa (teoretike dinamis)" [414]. S. Tomás ha planteado directamente esta cuestión y hasta se ha referido expresamente en un artículo de la Suma, a que "el entendimiento no es la esencia del alma, sino una potencia suya” [415], cuya naturaleza de potencia del alma desarrolla ampliamente en los artículos siguientes de la misma cuestión [416].

Como potencia y propiedad, metafísicamente hablando, la inteligencia constituye un accidente que modifica y supone una substancia, el alma. Esta, hemos visto (n. 3, 5 y 6 de este capa es una forma substancial y consiguientemente un coprincipio -el principal- de la realidad de la substancia humana (forma y materia substancialmente unidas). Que sea substancia, además, expresamente lo enseña Aristóteles: "Es necesario que el alma sea una substancia” [417]. E n cuanto a la naturaleza espiritual de esta substancia de la facultad intelectual, según Aristóteles, ya nos hemos ocupado ampliamente en otro lugar (Cfr. c. III, n. 7 y sgs.). Porque el principio substancial -el alma en nuestro caso- debe participar de la naturaleza de su facultad -aquí, la inteligencia- como quiera que ésta es una modificación accidental y efecto formal suyo. Si, pues, la inteligencia es espiritual, también ha de serlo el alma, que substancialmente la sustenta, la causa formalmente y opera por ella. Lo que no está enteramente claro en el Filósofo griego es si esta substancia espiritual se identifica o no con el alma individual de cada hombre. Vimos cómo históricamente hablando, aunque poco probable, es admisible la interpretación averroísta, según la cual el alma substancial humana es sólo la que corresponde al entendimiento pasivo corruptible (el nous patetikós), y no la de la inteligencia espiritual (del nous poietikós kai nous dinamei). De todos modos la interpretación contraria de S. Tomás [418] nos parece más probable y, por de pronto, más en armonía con los principios generales y concepción total del Estagirita.

En cuanto al Doctor Angélico expresamente y en numerosos pasajes se ha ocupado de la espiritualidad del alma humana. "Hay que afirmar que lo que es principio de la operación intelectual, que decimos el alma del hombre, es cierto principio incorpóreo y subsistente" [419]. Subsistente en lenguaje tomista significa lo que existe por sí, sin estar en otro, en una materia. Subsistente es, por consiguiente, sólo la substancia o bien completa -simple o compuestao bien incompleta -una forma- que no depende intrínsecamente de la materia, a la cual está unida, vale decir, espiritual. Decir, por consiguiente del alma humana -substancia incompleta o parcial del hombre, forma de una materia- que es subsistente es decir simplemente que es espiritual. A renglón seguido del texto citado, Sto. Tomás prueba su afirmación a partir de la naturaleza del objeto de su operación intelectual, tal como antes lo expusimos, al desarrollar la doctrina aristolético-tomista de la inmaterialidad perfecta o espiritualidad de la inteligencia.

Como se ve, tanto para Aristóteles como para S. Tomás, la cuestión de la espiritualidad del alma se resuelve con la demostración de la espiritualidad de la inteligencia, que es su potencia o propiedad esencial. Demostrada la espiritualidad de ésta, síguese la de aquélla, porque la esencia o substancia de las cosas manifiéstase por sus propiedades, por su obrar y principios inmediatos de operación. “Agere sequitur esse, el modo de obrar sigue al del ser", dice el principio tomista.

Creemos inútil insistir en la doctrina tomista de la espiritualidad del alma, así está de clara y evidentemente afirmada en el Angélico Doctor, sea a propósito de ella misma sea a propósito de la inteligencia [420].

Si la vida de la inteligencia se constituye por la inmaterialidad perfecta, por la espiritualidad (Cfr. c. III, II) e implica, por eso, un principio substancial espiritual, a fortiori implica en su potencia y en su alma la simplicidad, la carencia de partes. Las partes, en efecto, sólo pueden provenir del principio potencial, raíz de toda multiplicidad, es decir, de la materia. El acto no dice nada más que perfección y es de sí uno. Sólo por la potencia es limitado e ipso facto llega a ser multiplicable. Pero el alma humana es la forma o acto esencial del hombre. Luego de sí (per se), atendida su esencia íntima, es simple o carente de partes. Y copio además es espiritual, es decir, independiente de la materia en su ser y operar específico, síguese que ni siquiera per accidens las tiene, es decir, en razón de una dependencia respecto a otro ser, que las tenga -tal como acontece con las almas de algunos seres vitales puramente orgánicos [421].

Tal es la doctrina de Aristóteles y S. Tomás. El Estagirita, por una parte, enseña de las plantas -(a fortiori del animal y del hombre)- que su "alma es una en acto y múltiple en potencia" [422], y por otra, la espiritualidad de la inteligencia, según ya vimos, y consiguientemente de su principio substancial -que probabilísimamente es el alma personal humana, según lo expuesto (Cfr. antes c. VI, n. 13 y 14). En ambas afirmaciones está implícitamen te afirmada la simplicidad del alma.

En cuanto a S. Tomás con toda claridad profesa esta tesis, cuando niega -contra los agustinianos medioevales--toda composición de materia y forma en el alma, que es acto esencial o forma pura [423].

8. De esta espiritualidad, con la simplicidad que ella implica, del alma intelectiva, síguese su inmortalidad o natural indestructibilidad. En efecto, sólo puede corromperse lo compuesto, lo que consta de materia y forma [424] o de partes cuantitativas o integrales [425]. Lo simple y lo perfectamente inmaterial o espiritual, lo que no consta de partes, no puede destruirse. Por otra parte, ni siquiera en razón de su unión con el cuerpo, puede el alma corromperse per accidens -como sucede en el caso de los animales y vegetales [426]- porque a diferencia de la de éstos, no depende intrínsecamente de la materia ni en su existir ni siquiera en su obrar intelectual.

Aristóteles enseña (Cfr. c. VI, n. II y sgs. de esta obra) la inmortalidad del entendimiento agente, vale decir, de su principio substancial, que, según la interpretación tomista, adoptada por nosotros como la más auténtica (ibid, n. 13 y 14), es el alma humana. Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles permanece obscuro al respecto, pues fuera de las alusiones contenidas en los textos antes aducidos del entendimiento agente, no se ha ocupado nunca de la vida ultraterrena de nuestra alma. Más todavía, aún de admitirse la interpretación tomista de su pensamiento sobre la inmortalidad personal, el Filósofo parecería privar al alma separada de toda vida intelectiva. "Solamente cuando está separado es lo que verdaderamente es, y esto sólo es inmortal y eterno. Pero entonces no tenemos memoria, porque esto [que permaneced es impasible; por el contrario el entendimiento pasible está sujeto a la muerte, y sin él nada entiende" [427]. Más arriba (c. VI, n. II y sgs.) hemos discutido ya este obscuro pasaje. Lo que parecería estar claro en él, cualquiera sea la interpretación que se dé acerca de la naturaleza de este entendimiento o alma intelectiva espiritual e inmortal -se lo conciba impersonal o personal- es la afirmación de que en s u nuevo estado de separación del cuerpo el entendimiento carecería de memoria y, privado de la función indispensable del “nous patétikos” que es “ftartós” o mortal, nada podría entender.

Sin embargo, si analizamos con más detención el texto citado -según lo dejamos hecho más arriba, en el c. VI, n. 11 - veremos que más que la negación de la vida intelectiva, lo que en él quiere expresar Aristóteles es la exclusión de las condiciones terrenas de la inteligencia unida al cuerpo y dependiente de los sentidos. Al menos, tal es lo ciertamente negado por el Filósofo, lo evidentemente impuesto por el texto. En cambio, la negación de todo acto de inteligencia no se impone con la misma evidencia de la lectura del célebre pasaje del c. V del libro III Del Alma. Lo que vendría a decir, pues, este pasaje es que el alma intelectiva, una vez desligada del cuerpo, en su vida inmortal no tiene memoria ni vida intelectiva dependiente de la fantasía (nous patétikos) y, en general, de facultades sensibles orgánicas. Pero si ejercita o no su vida en otras condiciones enteramente inmateriales, conforme a su nuevo estado, de ello nada dice Aristóteles. Por eso más que una n egación de la vida intelectiva, hay en Aristóteles la negación de la vida intelectiva en las condiciones del alma unida al cuerpo -en lo cual dice verdad- y un silencio sobre si y en qué condiciones el alma separada ejercita esa vida -en lo cual más que error, su filosofía denota una ausencia. Tal es, al menos, la benévola interpretación que de ese pasaje hace S. Tomás, concorde en un todo, como siempre, con los principios del mismo Estagirita. "Destruído el cuerpo, concluye su exposición el S. Doctor, no permanece en el alma separada la ciencia de las cosas según el mismo modo, con que entiende. Pero cómo entonces entienda, no toca discutirlo en la presente ocasión" [428]. Por lo demás, semejante actitud de Aristóteles está concorde con su actitud general en todos los problemas: por lo común no muestra interés ni se ocupa él sino del hombre en su vida del tiempo y del mundo en que tal vida se desarrolla; y, descubriendo los grandes principios metafísicos para solución de tales problemas, pareciera no querer desenvolverlos sino en la limitación del objeto indicado. Nunca lo suele rebasar, ni siquiera al abordar el problema moral, donde el último fin, que organiza toda su ética, sólo en su perfecta posesión de la eternidad alcanza toda su significación y fuerza estructurante de la ley y orden moral. También allí, y lo mismo en los demás problemas de la vida ultraterrena, Aristóteles calla y observa un respetuoso silencio, más que una destructiva negación. Lo cual sin embargo priva a su sistema de aquella fuerza y cohesión y sobre todo de aquella verdad plena, que, desarrollados hasta allí, le hubiesen otorgado sus propios principios [429].

Actitud ésta que estaba reservada al Angélico Doctor, quien, reconfortado por la verdad cristiana, iba a encontrar y determinar, aún a la luz de las evidencias racionales y en continuidad, más que en contradicción, con el pensamiento de Aristóteles, los caracteres fundamentales de la vida espiritual inmortal del alma intelectiva humana. Y así dedica una cuestión íntegra de su Su m ma Theologica a la solución del modo de "conocimiento del alma separada” [430].

S. Tomás no sólo se ha ocupado de probar tan fundamental y trascendental verdad de la inmortalidad del alma intelectiva, sino que lo ha hecho -y esto es lo que queremos destacar aquí- ala luz de su naturaleza espiritual, a su vez puesta en claro a la luz de la naturaleza del acto intelectivo. La inmortalidad del alma, en S. Tomás, es una consecuencia de su esencia espiritual, puesta de manifiesto y captada, según vimos, en el ejercicio mismo de su actividad intelectiva. El alma es inmortal, en razón de su espiritualidad, pues por ella carece de partes per se (es simple) y per accidens (no las tiene ni por su unión substancial con el cuerpo, pues su inmaterialidad perfecta la pone a resguardo de toda dependencia subjetiva o intrínseca respecto a él). "Por lo cual es imposible que una forma espiritual deje de existir" [431]. Y a renglón seguido, en el mismo pasaje, añade un segundo argumento en favor de la misma verdad: "Puede tomarse también como un signo [de la inmortalidad del alma], el hecho de que cada uno naturalmente desea existir a su modo [...]. El sentido no conoce el existir sino hic et nu nc. Pero el entendimiento aprehende el existir absolutamente y según todo tiempo. Por lo que todo ser que posee entendimiento desea existir siempre. Mas el deseo natural no puede ser en vano" [432]. Como se ve, ambas pruebas se apoyan en última instancia, en la índole inmaterial de la inteligencia, pues de ella se sigue la simplicidad per se y per accidens del alma humana, con la consiguiente incorruptibilidad perfecta o inmortalidad, junto con la universalidad del entendimiento, raíz a su vez de la aspiración natural de la voluntad por s u inmortalidad. Mientras Agustín, el discípulo cristiano de Platón, llegaba a la misma verdad por un fino análisis de las aspiraciones más profundas del alma y del corazón humanos -que implican y se apoyan en la vida intelectiva que las determina con su objeto universal e infinito- S. Tomás, el discípulo cristiano de Aristóteles, prefería derivarla directamente de la esencia misma del alma, impuesta por la naturaleza de su vida y facultad intelectiva. La prueba agustiniana -substancialmente la misma de Tomás- tiene un acento marcadamente psicológico, mientras que la tomista lo tiene preferentemente metafísico.

9. Apoyándose siempre en el carácter espiritual del alma intelectiva, S. Tomás llega a la conclusión d e que el alma humana es creada por Dios en cada hombre.

Algunos escolásticos y otros autores como Brentano han querido ver afirmada la misma tesis también por Aristóteles. E n efecto, esto parecería afirmar prima facie el Filósofo. Después de decir éste que el alma vegetativa y sensitiva está Producida por los padres, que la engendran con el concurso de la causa material ("por educción de la potencia de la materia", como traducen los escolásticos al hablar de la producción de toda forma material), en cuanto al alma humana el Estagirita se expresa así: "No queda sino que [el alma] entre por la puerta [que venga de otra parte] y sea solamente algo divino; porque con su acto nada tiene de común el acto corporal” [433]

Lo que evidentemente establece aquí Aristóteles es que el alma intelectiva viene "desde afuera", de un modo distinto al del alma vegetativa y sensitiva, que, como las demás formas de seres materiales, son "educidas o sacadas de la potencia de la materia" por el concurso de su causa eficiente, en este caso de los padres.

Los averroístas interpretan el pasaje en el sentido de que una vez engendrado el hombre por el nous patétikos, por el alma corruptible del entendimiento pasivo -producido por los padres con el concurso de la materia- el nous poiétikos, el alma del entendimiento agente, común e impersonal divina, entra en el hombre para sus funciones intelectivas.

Descartada esta interpretación, como poco probable y contraria a sus propios principios -conforme y en dependencia de nuestra crítica del c. VI, n. I I y sgs.- ¿ qué quiere decirnos Aristóteles en ese texto cuando afirma que el alma proviene “tíraten”a, "por la puerta", es decir de otra parte que no sea por la generación misma? Evidentemente la opinión de los escolásticos y de Brentano es la más conforme con el pensamiento del Filósofo griego, pues, como enseguida veremos al exponer la doctrina de S. Tomás, el origen por creación del alma humana es una consecuencia lógica de su naturaleza espiritual y, en definitiva y otra vez, de la espiritualidad de su inteligencia en que aquélla se manifiesta. Sin embargo, tal interpretación tiene contra sí un grave inconveniente: Aristóteles en sus obras no habla nunca de la creación. n. Aún en el argumento de la existencia de Dios, su prueba se dirige a demostrar la existencia de un Primer Motor del mundo, que mueve sin ser movido, que causa el movimiento del universo pero no precisamente su ser [434]. Sin embargo, y pese a que lo más probable sea que Aristóteles haya desconocido del todo el concepto de creación -y por consiguiente, el origen creacionista del alma humana- aquí, como en otros puntos obscuros ya señalados del Filósofo, sigue siendo verdad la frase de Maritain de que la creación del alma humana es una conclusión "que por todos sus principios metafísicos él está afirmando virtualmente" [435].

Ultimamente De Corte ha formulado otra interpretación [436], que él cree más simple y concordante con el sentido literal. “Tíraten” querría decir que el alma espiritual no es producida por el concurso de los dos sexos, sino que vendría "de afuera", llevada en el semen masculino.

Semejante interpretación nos parece un tanto arbitraria y peregrina, destituída de un apoyo sólido.

Por nuestra parte creemos que la interpretación más sobria y natural, y más conforme y ajustada con el texto antes citado, es la siguiente: 1) A diferencia del alma vegetativa y sensitiva, el alma intelectiva, a causa de su espiritualidad, no puede ser producida por una causa eficiente orgánica (la generación efectuada por los padres) con el concurso y en dependencia de la causa potencial de la materia. Esto es lo claramente afirmado en el texto. 2) Sin poder determinar positivamente cómo es producida e introducida esta alma en el cuerpo -por ignorar el concepto de creaciónAristóteles se habría limitado a decirnos simplemente que entra tíraten, desde afuera, pero sin decirnos desde dónde y cómo. Esta interpretación tiene la conveniencia de no violentar el texto, está más conforme con el conjunto doctrinal del Filósofo, quien parece haber desconocido el concepto de creación y, por otra, la de avenirse mejor con el carácter cauteloso y prudente de Aristóteles de no afirmar más de lo que él ve en los hechos y en sus exigencias. Así como, según acabamos de ver a propósito del entendimiento del alma separada del cuerpo y como según apuntamos antes a propósito del conocimiento divino de las creaturas, Aristóteles se habría limitado a afirmar que el alma sin cuerpo no puede conocer del mismo modo que con él y que Dios no puede conocer el mundo por una determinación objetiva que provenga de éste, sin negarles -ni afirmar tampoco- en absoluto que puedan ejercer ese mencionado conocimiento de un modo distinto y superior, que él desconoce; así también en el presente problema: su actitud sería más bien una epoké, una afirmación escueta de la imposibilidad de que el alma espiritual pueda estar engendrada por una causa inferior, material, y de que haya de provenir de otra parte, de otra causa, con la suspensión de su juicio en lo tocante a su origen positivo y determinado.

Lo de que el alma es "solamente algo divino (teion einai monon)", que ha dado fácil pie a la interpretación averroísta, es susceptible de otra interpretación: se trata más bien de una afirmación hiperbólica de su espiritualidad, que tampoco falta en los Padres y Doctores de la Iglesia.

Contra el traducianismo material de Tertuliano y el espiritual propuesto como solución probable por S. Agustín, de que el alma es engendrada por los padres mediante una semilla material o espiritual, respectivamente, y contra el panteísmo neoplatónico emanatista, históricamente de múltiples matices, que hace del alma algo de Dios -como su partícula, o como una información de Dios en el cuerpo, etc.- S. Tomás afirma vigorosamente el origen del alma, espiritual individual humana por creación directa de Dios en cada caso. S. Tomás ha creído además que en el primer momento de la concepción humana el cuerpo es informado por un alma vegetativa, que más tarde es generada en su lugar otra vegeto-sensitiva y que, finalmente, cuando el cuerpo está dispuesto a recibirla, esta alma es substituída por el alma espiritual vegeto-sensitivo-intelectiva, que ya n o es gen erada de la materia por el concurso paterno, sino directamente creada por Dios [437].

Su opinión en cuanto al tiempo de la infusión del alma espiritual, estrictamente humana, es cuestión secundaria. Ni la ciencia ni la filosofía tiene nada en su contra. Sin embargo, lo más obvio es que el alma espiritual, que tiene potencias vegeto-sensitivas para ejercitarlas en unión con el cuerpo, sea la primera y única alma infundida desde el primer momento de la concepción del hombre. La organización del cuerpo desde el primer instante de su concepción encamínase al cuerpo del hombre como tal, y puédese decir que ya lo es en virtud o potencialmente. E s por eso, lo más natural que sea el alma humana, espiritual, quien lo estructura desde ese primer momento. En este punto la opinión de S. Tomás, sin ser absurda ni improbable, no tiene por qué ser mantenida y debe desglosarse, en cualquier caso, como una opinión científica de su tiempo, ya superada, de su tesis fundamental, filosófica, del origen por creación del alma espiritual.

He aquí su argumentación en sus líneas generales. En primer lugar prueba el S. Doctor "que el alma no pertenece a la substancia divina". E n efecto, no puede ser parte de esa substancia, pues la substancia divina es simple y carece de partes; ni puede originarse por comunicación o información de la divina esencia, pues, en tal caso ipso facto dejaría ésta de ser Acto puro para convertirse en un principio parcial del hombre [438].

En segundo lugar, "el alma intelectiva [...], como quiera que es substancia inmaterial, no puede ser causada por generación" [439], ya que ésta se lleva a cabo con el concurso causal de la materia, y lo espiritual es esencialmente independiente de la materia en su ser y, consiguientemente, en su origen.

Finalmente, el alma no puede originarse sino por creación, vale decir, por producción total de su ser, debe ser causada de la nada, y por intervención divina, ya que según el mismo Santo Doctor, la creación es siempre obra exclusiva de Dios, único que puede producir "según el ser", como es preciso para la creación [440]. "Siendo el fieri el camino al existir (via ad esse), del mismo modo conviene a una cosa el fieri como le conviene el esse [...]. Ahora bien, el alma racional es forma subsistente les decir, espiritual o independiente de la material [...]. Y porque no puede ser hecha de la materia preyacente [...J es necesario afirmar que no es hecha sino por creación (necesse est dicere, quod non fiat nisi per creationem)" [441]. "A sólo Dios pertenece el crear [...]. Por consiguiente, solamente por Dios es producida el alma humana en su existir" [442].

10. De esta vida intelectiva, surge connaturalmente el apetito espiritual, la voluntad.

No sólo de la inteligencia, sino en general de todo conocimiento, surge naturalmente el apetito, es decir, goce o tendencia al bien conocido, según que se le posea o no. Tal es la doctrina de Aristóteles [443] y de S. Tomás [444].

No podemos detenernos en desarrollar la naturaleza y división del apetito en general [445], ni siquiera del espiritual, de la voluntad [446]. Sólo queremos tocar el tema para señalar su dependencia con el de la inteligencia.

El objeto formal de ese apetito espiritual se extiende tanto como el de la inteligencia que la dirige e ilumina; y que es el mismo que el de la inteligencia, con esta modalidad diferente, sin embargo, que en lugar del ser en cuanto ser, es el ser en cuanto fin o bien del hombre específicamente tal. El objeto formal propio de la voluntad humana es el bien en sí, infinito, abstractamente considerado - bon u m in communi o la "ratio universalis boni" [447], en expresión de S. Tomás- la felicidad o razón de bien, buscado, eso sí, en un bien individual concreto. Porque a diferencia de la inteligencia determinada por un objeto universal, la voluntad tiende a un bien en acto, real en el orden existencial, y, por ende, individual. Sin embargo, en virtud de su dependencia de la inteligencia, que conoce abstractamente la esencia de las cosas, no se ordena á ningún bien concreto sino buscando la razón formal del bien. El bono m in comm un¡, la razón universal del bien, es el motivo, la razón de su movimiento, lo que en el objeto individual atrae su apetencia [448]. Toda la vida de la voluntad, del apetito y fruición espiritual se desenvuelve bajo la dependencia y lleva impresa en todos sus pasos la impronta de la inteligencia. .

Cualquier facultad no puede actuar sino dentro del ámbito de su objeto formal, es decir, está necesitada en cuanto a su especificación [449]. También la voluntad lo está en cuanto al bien, en el sentido de que nada puede querer sino en cuanto bien, y-que toda su actividad debe deslazarse dentro del ámbito de ese objeto formal [450].

Pero precisamente en virtud de la amplitud infinita de ese objeto formal, el apetito de la voluntad sobrepasa la apetibilidad de cada bien concreto finito -y aún del Bien infinito, en cuánto conocido de un modo finito, imperfectamente o por analogía, como acaece en la vida del alma unida al cuerpo en el tiempo- y es activamente indiferente para quererlo o no en cada caso concreto, es decir, es libre [451]. La libertad no es más que esta indiferencia activa o dominio sobre el propio acto, este poder querer o no o repudiar un determinado bien, la "virtus electiva mediorum, la fuerza electiva de los medios" (o bienes concretos), como la define S. Tomás [452].

Tampoco es intención nuestra desarrollar este amplió capítulo de la psicología aristotélico-tomista de la libertad. Lo que queremos destacar -conforme al propósito de este capítulo: de cómo toda la psicología aristotélico-tomista está reflejada e incluída en su doctrina de la inteligencia- es que, según se preocupa de ponerlo en relieve S. Tomás, la libertad está causada y es hija del juicio universal de la inteligencia [453]. Es ésta, quien frente a determinados bienes formula el juicio de indiferencia: son bienes, pero no el bien en sí. "Por eso, dice el Angélico Doctor, solamente quien posee entendimiento puede obrar con juicio libre: en cuanto conoce la razón universal de bien, por la que puede juzgar que esto o aquello es bueno. De aquí que dondequiera haya entendimiento, haya libre arbitrio (Unde, ubicumque est intellectus, est libero m arbitrium)" [454], "y que por esto mismo que es racional preciso es que el hombre en la misma medida posea el libre arbitrio (Et pro tanto necesse est, quod homo sit liberi arbitrii ex hoc ipso quod rationalis est)” [455].

La universalidad del juicio de la inteligencia es, pues, la que funda la universalidad del objeto formal especificante de la voluntad [456], frente a todo bien concreto limitado o infinito aprehendido de un modo finito o imperfecto. Si a su vez tenemos presente que la inteligencia alcanza su objeto -la esencia universal abstraída de sus notas individuantes- gracias a su inmaterialidad perfecta (Cfr. c. III, n. 7 y sgs.), llegamos a la conclusión de que la espiritualidad del alma es la raíz o constitutivo ontológico último no sólo de la inteligencia sino también, mediante ésta, de la voluntad y de su libertad. Y como la libertad no es en cuanto al fin -el bien en sí u objeto formal de la voluntad, apetecido de un modo necesario- sino en cuanto a los medios o actos determinados [457], y esta actividad libre debe ser regulada por las exigencias o normas derivadas de ese fin, es decir, ha de ordenarse a su consecución -en lo cual tiene su punto de arranque y consiste substancialmente el problema moral: el problema de la ordenación de los actos o medios al fin, último o bien en sí, acto plenificante del hombre- síguese también que el problema moral, al que el hombre se encuentra abocado por su libertad, tiene su origen remoto en la espiritualidad del alma intelectiva, más próximo en la vida misma de la inteligencia de la que surge el apetito espiritual ordenado necesariamente al fin y libremente a los medios con el consiguiente origen del problema moral y de su solución.

11. Y es así cómo por la espiritualidad de su alma, que engendra y se manifiesta en la inteligencia y en su conocimiento universal, en su voluntad libre. y en su ordenación moral, el hombre, a diferencia de los demás seres materiales, llega a ser persona.

La filosofía griega, sin excluir al mismo Aristóteles, no llegó a desarrollar una doctrina cabal de la persona, bien que trata admirablemente algunos de sus rasgos fundamentales, por ejemplo, el de la inmaterialidad de la inteligencia. Para Aristóteles, filósofo de lo temporal, toda su E tica confluye a la política como a su culmen, donde el individuo se halla ante todo ordenado al bien de la ciudad, y por eso, el hombre está considerado eminentemente en su calidad de parte o miembro de la sociedad (como individuo), más que en su unidad de una totalidad ordenada a su fin individual supremo divino, trascendente a la ciudad (como persona. Este aspecto de totalidad del hombre, por el que se ordena a un fin individual eterno, superior al propio de la ciudad -al que ésta misma, en última instancia, se subordina como un medio- y bajo el cual, por eso mismo, el hombre es independiente y escapa a la autoridad humana, no fué conocido por el paganismo, ni siquiera por sus grandes Filósofos, Platón y Aristóteles, que propenden ambos hacia un estatismo con desconocimiento y detrimento de los derechos inalienables de la persona, o lo que es equivalente, del hombre en todo lo referente a la ordenación hacia su último fin individual transcendente. No llegaron ellos a develar esta verdad, tan simple después del advenimiento del cristianismo, que si el hombre se somete a las exigencias de la sociedad y acepta las coartaciones de su libertad necesarias para ello y la obligación de contribuir positivamente al logro del bien común de la sociedad, es sólo a cambio y para asegurarse con ello los medios para una consecución más adecuada de su último fin, y entre éstos muy principalmente la garantía del ejercicio de su libertad en todo lo concerniente a su ordenación a su último fin o bien moral. En una palabra no vislumbraron que la política no es lo supremo, y que, si bien directamente busca un fin temporal (el bien común de la ciudad, de los ciudadanos), indirectamente sirve al fin último personal de cada uno de ellos, garantizándole el ejercicio de su libertad para el bien y ayudándole a la consecución de los medios para su propio desarrollo o perfección espiritual.

Sólo la doctrina de Cristo, especialmente en lo concerniente a la caridad, sellada con el sacrificio de su vida en la cruz por la salvación de todos y cada uno de los hombres, había de exaltar el valor espiritual y eterno del hombre, y destacar así la grandeza de su persona. Porque desde que Dios ha muerto por cada uno de los hombres, el individuo ha dejado de ser sólo la parte de un todo, el miembro de una sociedad o uno de la especie, para constituirse además y ante todo, en ser propio e inalienable, en su ser individual con su sentido también propio como una totalidad, bajo aquel aspecto espiritual, por el que escapando y trascendiendo lo temporal y consiguientemente lo social, se enfrenta con su último fin o bien eterno. E1 cristianismo, que ha aportado y puesto en relieve el valor de la persona humana, como una totalidad individual bajo este aspecto moral, ha traído también consigo, en sus dogmas de la Trinidad y de la Encarnación del Verbo, la significación y relieve metafísico de la persona y h a planteado a la filosofía cristiana un problema, enteramente desconocido por la filosofía griega y pagana, el de la constitución esencial de la persona, y el de sus relaciones con la naturaleza.

12. Bajo este soplo vivificante del cristianismo. S. Tomás elabora su doctrina de la persona, de esta totalidad individual, que por su constitutivo formal trasciende todo lo material y temporal.

Porque la persona no es más que la substancia completa y acabada en sí misma y además espiritual o inteligente. El Angélico Doctor, siguiendo la doctrina de los Padres de la Iglesia y especialmente de Boecio [458], distingue entre hipóstasis o suppositu m y persona. "La hipóstasis no es sino lo completíssimo en el género de substancia" [459]. "La hipóstasis significa la substancia particular no de cualquier modo, sino en cuanto está en su complemento [acabada y cerrada en sí misma]. Pero en cuanto llega a unirse con un ser más completo no se dice hipóstasis" [460]. Esta formalidad que distingue a la hipóstasis o suppositu m de la naturaleza, por la que ésta llega a ser un todo acabado y completo, una totalidad cerrada en sí misma, es lo que S. Tomás llama la subsistencia [461]. El suppositu m -así como la formalidad de la subsistencia que lo constituye- es una noción genérica, que conviene a toda naturaleza completa y terminada en sí misma [462] y que, por ende, puede verificarse y se verifica a más de en el hombre, también en los seres irracionales.

La persona, en cambio, añade al suppositu m o hipóstasis una diferencia específica, aplicable sólo al ser espiritual e inteligente. Porque la noción genérica de suppositu m se especifica en la persona por la racionalidad o inteligencia, y "la persona no es más que el suppositum de la naturaleza racional" [463], o como dijera antes Boecio, en una definición célebre, ya citada y recordada por S. Tomás: "la persona es la substancia individual de la naturaleza racional" [464].

Y esta "subsistencia en la naturaleza racional", es lo que da a la persona su "gran dignidad" [465]. Porque por su inmaterialidad o espiritualidad el suppositu m llega en la persona al sentido perfecto de su unidad total. En efecto, en esta inmaterialidad perfecta o espiritual tiene su origen la inteligencia y con ella la identidad intencional con los objetos, el conocimiento de la realidad como o b-jectu m (cfr. c. III), como cosa frente a la cual se sitúa ella a su vez como sujeto o algo en sí, como un yo o persona, que adquiere la conciencia de sí misma como una totalidad en sí, que alcanza para sí también la categoría de objeto. El acabamiento o perfección de la substancia de la hipóstasis o suppositu m llega a ser en la persona posesión intencional, posesión cognoscitiva o coincidencia inmaterial de la substancia consigo misma en su individualidad incomunicable como un todo distinto y frente a la realidad de los demás objetos. Por su naturaleza inmaterial, ,por su inteligencia, la hipóstasis adquiere en la persona el relieve individual y cobra valor de totalidad en sí y llega a ser no sólo material sino intencional y, por ende, objetivamente, posesión y hasta identidad consigo misma y alcanza la conciencia del propio yo, como unidad en sí, distinta de todo lo demás.

Correlativa y a la vez con esta toma de posesión consciente de sí misma, la persona cobra conciencia del mundo, de la realidad, como o b-jectu m frente a ella. Ya no es una cosa entre otras, una parte del todo. Es un ser que en su verbo mental se dice y sabe a sí mismo y a todo el ser y que en la perfección y riqueza del acto inmaterial de su inteligencia logra por identidad intencional la posesión de sí mismo y del mundo. E n la inteligencia de la persona alcanzan relieve de ser, distinto del ser de los demás, el ser de la propia persona y el ser de todas las cosas. E1 mundo subjetivo y objetivo, en toda su irreductibilidad ontológica, sólo es aprehendido en la luz de la conciencia personal, centro consciente en que se da cita toda la realidad. En ese acto la substancia propia y la de la realidad objetiva cobran consistencia de sujeto y objeto. La persona es, por eso, una substancia y suppositu m distinto y superior a todos los demás. Sólo por ella se llega a la aprehensión consciente, a la afirmación de la existencia de sí y de todo lo demás. Sin persona, el mundo real -de poder existir, pues es un absurdo que puede darse sin la persona, por lo menos de Dios, que lo concibe y crea, de donde la supremacía del espíritu y de la inteligencia, de lo más perfecto sobre lo más imperfecto, del Acto sobre la potencia, en toda la gama de, la realidad- sin dejar de existir, sería como si no existiese [466]. Aun los animales que conocen el mundo y tienen cierta conciencia de su propio ser (conciencia directa o concomitante), no llegan al núcleo del ser propio y ajeno, a aquello que hace realidad al mundo, y persona y totalidad a la propia substancia, a la esencia inteligible de las cosas, al ser en cuanto ser. Viven su vida y la realidad circundante como implícitamente, como algo que no llegan á poseer plenamente, contemplan el mundo pero no como mundo, y tienen una conciencia implícita de sí sin saber decirse su propio yo ni sacar a plena luz la conciencia de su propio ser y la objetividad de la realidad circundante, sin trazar explícitamente la línea tajante entre yo y no-yo, entre sujeto y objeto.

Pero no acaban aquí los privilegios y la dignidad de la persona. A esta identidad inmaterial o consciente con la propia substancia, que constituye la posesión más íntima de sí misma -consiguiente a la posesión del ser del mundo como realidad objetiva-, sigue la posesión de su actividad y de su destino por la propia libertad. Ya vimos cómo del juicio universal de la inteligencia surge el juicio práctico de indiferencia frente a los bienes concretos, y de este juicio la indiferencia activa de la voluntad,, su libertad (cfr. el n. 10 de este capítulo). Los demás seres, que no poseen inmaterialmente su ser, no poseen tampoco el dominio de su propia actividad, conducida por inclinaciones o leyes naturales necesarias. Ningún ser inferior a la persona hace lo que quiere ni tiene en su mano su ser y actividad. Esta se desplaza bajo el impulso de leyes físicas, químicas, biológicas e instintivas, bajo el coeficiente común de necesidad. Frente al objeto proporcionado a la facultad dispuesta, ésta no puede en ellos no irrumpir hacia su acto. No así la persona, que a la posesión intencional de su ser y de la realidad, que la hace bajo este título señora de la realidad propia y ajena, añade el dominio real y consciente de su actividad apetitiva espiritual y, mediante ella, de sus actitudes frente al mundo. La persona, ella sola, es la que frente a su objeto puede apetecerlo o no, quererlo o repudiarlo, es la única que puede tomar posición activa frente a la propia y ajena realidad, pronunciar su regio sí o no.

Pero este dominio o poder trae consigo aparejado el problema y actividad moral, exclusivo también por eso de la persona. Los demás seres por las leyes que los gobiernan de un modo ineluctable en su substancia y actividad, son conducidos necesariamente a su propio fin o bien. No tienen el problema de indagar y encaminarse a sí mismos libremente hacia su fin, carecen del problema moral. La persona, en cambio -la creada solamente, pues la divina, identificada con su propio fin, está siempre normada por sí misma y es esencialmente perfecta- está precisada al planteo y solución del problema moral: a investigar con su inteligencia cuál es en concreto su último fin, el ser que reune las cualidades de bien en sí, infinito, el ser capaz de perfeccionarla plenamente con su posesión, y derivar de ese fin la norma a que han de ajustarse sus actos, como otros tantos medios, para su consecución, para luego en un segundo momento esencialmente práctico decidirse libremente con su voluntad a adoptarlos y llegar así a la conquista de aquel supremo bien y último fin suyo. Vale decir, de los seres finitos la persona es la única que tiene por delante el problema de su propio destino, el de la determinación del fin y norma de su propia actividad y el de la decisión libre y activa de ajustarse a ésta para alcanzar su propia perfección. La persona es así la única que participa, por su inteligencia y de un modo consciente, de la misma ordenación y ley de la Inteligencia divina para sus creaturas, y la que por su voluntad libre tiene en su propias manos su perfección temporal y eterna, la consecución o pérdida de su último fin o bien supremo y se encauza o desvía libremente por el camino de su perfección y participando y conformándose -o apartándose- consciente y libremente con el querer de la Voluntad divina. En la intimidad de la persona, sólo en ella, hace su epifanía y se realiza por eso el drama de su propio destino, y en los instantes de su vida del tiempo decide ella misma -con el riesgo del extravío o del mal paso irreparable- de su suerte y felicidad eterna.

De acuerdo a esta doctrina, tomada en todos sus puntos de S. Tomás, la persona constituye, por eso, un mundo aparte, una unidad que supera infinitamente al individuo de una especie. Por sobre la cerrajón del individuo limitado a su propio ser, impuesta por la materia, surge y se levanta la persona, abierta ,por su inmaterialidad perfecta, por su espiritualidad, -que es inteligencia y voluntad- a todos los caminos de la trascendencia del ser ajeno y propio. La raíz de su grandeza, su esencia específica constitutiva arranca de su alma substancial espiritual, para manifestarse en este mundo exclusivamente suyo:

a) de la realidad inmaterialmente poseída, del mundo de los objetos formalmente tales,

b) de la aprehensión intencional u objetiva de sí misma, de la conciencia del propio sujeto, dueño por su conocimiento del mundo,

c) de la libertad que le otorga una indiferencia activa, un dominio sobre la propia actividad, y -consiguientemente a esta inteligencia y 'libertad-

d) del mundo de los fines y de su actividad moral con ellos relacionada, y de toda actividad del hacer, del arte y de la técnica, dependiente de ésta.

De ahí que los grandes problemas de la Gnoseología, de la Metafísica y de la Psicología -incluyendo en ésta el del propio ser personal y libre- y el de la Etica, junto con el de la Filosofía del Arte, en una palabra, las grandes cuestiones fundamentales de la filosofía constituyan el ámbito propio en que se mueve y vive y decide su suerte la persona humana, la órbita propia de su actividad espiritual, el mundo propio de la persona.

13. Haber querido suprimir, haber intentado acabar con las torturas de la vida espiritual para sumergirse en la específica tranquilidad de la vida végeto-sensible ha sido el grande y grave error de Nietzsche, que ha confundido los desvíos concretos del espíritu con su grandeza y poder original, y ha olvidado que la grandeza espiritual de una persona finita y encarnada, a la vez que proyectada y anhelante por todas sus aberturas hacia la Infinitud divina, es la raíz misma de sus dolores y sufrimientos. Sus desgarramientos y torturas denuncian su regia estirpe, y constituyen el tributo a su noble origen a la vez que la paga con que adquiere en el tiempo su plenitud ontológica de la eternidad.

Haberlos minimizado y reducido a un mundo puramente fenomenológico, reduciendo la realidad del mundo y del sujeto y de los fines a pura creación objetivarte del espíritu, a puros "objetos" y "valores", rompiendo así toda vinculación ontológica entre la persona y el mundo de la realidad en sí para exaltar a la persona humana hasta hacerla un absoluto divino, es, por el otro extremo, el grave error del idealismo trascendentalista del siglo pasado -en el que reinciden a la postre también la fenomenología y axiología actuales- que desconoce la naturaleza de la actividad primordial -raíz de todas las demás- de la persona, del conocimiento, identidad intencional con la realidad trascendente del ser en sí, y que so color y pretexto de exaltar al hombre hasta la divinidad ha acabado haciéndolo un ser contradictorio, despedazado por un ansia de remediar su finitud esencial con el Ser infinito por el que anhela, y obligado sin embargo á encerrarse en su inmanencia y a contentarse con una supuesta infinitud de que radicalmente está desprovisto.

Haberles dado valor real, óntico, para hacer de la persona una substancia real y espiritual -al menos por su forma específica- finita, pero abierta al ser -de la realidad extramental y que por la posesión intencional del ser finito del mundo llega a la aprehensión del Ser infinito y trascendente de Dios; privada en la vida del tiempo de su pienitud ontológica, del infinito Bien de Dios, su último fin, para el que está sin embargo esencialmente hecha, pero con una libertad y dominio de su propia actividad para ordenarse y encaminarse bajo la dirección de su inteligencia hasta la posesión e integración en él, imperfecta en su vida terrena y perfecta en la inmortal; haber hecho, en una palabra, de la persona humana un ser finito, pero con una inclinación natural, por su inteligencia y voluntad libre, hacia su plenitud infinita, un ser creado y limitado que por su espíritu sólo llega a su perfección por su integración en Dios, he ahí el valor del realismo e intelectualismo de S. Tomás, quien, centrando al hombre en la verdadera esencia de su ser, afirmándolo como ser espiritual (y material finito, en potencia y ansia de alcanzar el Ser infinito, le señala así el camino de su grandeza infinita en, la posesión de este supremo Bien de Dios.

14. Pero de entre todos estos caracteres en que se manifiesta y constituye la persona humana, determinados todos ellos en su origen por la inmaterialidad del alma, la inteligencia ocupa un lugar preeminente, hasta tal punto que ella significa el ápice de la grandeza de la persona y el ápice de todo el mundo creado e increado [467].

En efecto, todos los seres irracionales encuentran su fin último en el hombre. Cada uno busca la conservación (individual y específica), el desarrollo y la perfección de su ser. Pero a la vez en la escala de los seres hay una natural jerarquía -expresión del fin intentado por el Creador- que subordina los unos a los otros, y todos inmediata o mediatamente, directa o indirectamente, al hombre.

Dentro de éste, también el cuerpo se subordina y sirve al alma, la vida vegetativa se subordina a la vida sensitiva, y ésta a su vez a la intelectiva y espiritual.

Toda la naturaleza material hasta los supremos grados de la vida orgánica, fuera y dentro del hombre, confluye a la perfección y se subordina y sirve más o menos mediata e inmediatamente al hombre, y, en definitiva, al fin o bien de su vida específica espiritual, de su persona.

Mas, como dentro de las manifestaciones superiores del espíritu, la inteligencia aparece como la cumbre suprema, síguese que todo el mundo creado en su ser y actividad confluye y alcanza su fin en la perfección y plenitud de la inteligencia. La inteligencia, en efecto, es primeramente la raíz de la voluntad y de su libertad. “Nihil volitum quin praecog nitu m, nada se puede querer sin previo conocimiento", dice el adagio tomista” [468]. La voluntad es una facultad ciega, incapaz de desplazarse a su acto si no es por la acción del fin que la atrae mediante y a través del conocimiento intelectivo. También es la inteligencia quien determina con su juicio de indiferencia el modo de libertad de la voluntad humana en su movimiento hacia un bien o fin determinado. Toda la vida práctica de la voluntad y facultades á ella subordinadas -en su doble aspecto jerárquico de hacer y obrarparte de la determinación cognoscitiva de la inteligencia, como un movimiento hacia su último fin o bien en sí, que también se alcanza por la inteligencia. Por lo demás, hemos visto cómo la misma actuación práctica no se realiza sino por la intervención conjunta de la inteligencia y de la voluntad como forma y materia, respectivamente (cfr. c. VIII).

La actividad espiritual de la persona humana se desenvuelve en todo su ámbito entre dos actos de la inteligencia, inicial el uno y último el otro, como causa determinante y final suya, y dirigida siempre en todo su desarrollo por dicha facultad. Con un acto de inteligencia nos abrimos a la vida del espíritu, y con otro alcanzamos el ápice ontológico de nuestra plenitud.

De la inteligencia nace y bajo su ordenación se estructura la actividad espiritual no estrictamente especulativa, la práctica como un movimiento hacia la consecución del último fin, que sólo se alcanza a su vez y de un modo definitivo por la vida de contemplación intelectiva. Del apetito espiritual o voluntad insatisfecha por la ausencia del bien no plenamente conseguido, nace la actividad práctica bajo todos sus aspectos. Pero esta actividad cesa naturalmente con la posesión del último fin. Ahora bien, sólo la inteligencia, enseña S. Tomás, es capaz de posesionarse del Bien en sí, de Dios, como Verdad infinita, pues la voluntad tiende al bien ausente o se goza en el bien presente, pero en ambos casos es incapaz de aprehender el bien [469]. La voluntad como tendencia al fin ausente engendra la actividad práctica, que por eso mismo tiene el carácter de transitoria y vial y dura tanto cuanto la peregrinación del hombre en busca del fin supremo, vale decir, tanto como su vida del tiempo. Por la misma razón, también el entendimiento práctico cesará en sus funciones con la posesión plena del último fin [470]. De la voluntad, en la vida definitiva del hombre, ya en posesión del bien definitivo, sólo permanecerá el goce o fruición, derivada de tal posesión alcanzada por la inteligencia, el gaudiu m de veritate [471]. Pero aún esta vida gozosa de la voluntad será una consecuencia de la vida plena de la inteligencia en posesión de la Verdad en sí, como su Bien absoluto, en que reside la esencia misma de la beatitud [472].

Por la contemplación de la Verdad, por la vida más pura de la inteligencia, el hombre no sólo se integra y perfecciona con la posesión del Ser infinito, Bien último, actualización total de su capacidad potencial, sino que comienza la vida definitiva de su espíritu [473]. Desde esta cumbre eterna de la plenitud del hombre que ha logrado alcanzar su último y definitivo bien, la breve vida práctica del tiempo aparece en todo su inmenso valor de preparación para esta vida definitiva de la contemplación, pero a la vez en la caducidad de su valor provisorio, y como tal, transitorio, que ha cesado y ha sido superada por aquélla, una vez cumplida su misión de conducir a la inteligencia -y por medio de ella a todo el hombrehasta la contemplación beatificante de la infinita Verdad. La vida propia de la inteligencia, la contemplación de la verdad, en cambio, lejos de cesar entonces con la vida práctica, alcanza la plenitud de su desarrollo en el acto exhaustivo de su potencia por el que se posesiona para siempre de la infinita Verdad. Cumplida su misión, cesa la vida práctica, la vida activa [474], para dar lugar a la vida plena e inmortal de la inteligencia en la contemplación de la infinita Verdad, como integración total y actualización plena de su potencia, y en ella de todo el hombre.

La inteligencia ocupa así en el sistema tomista la supremacía de la vida del espíritu y del hombre. Es la fuente y la organizadora de su vida humana en el tiempo, la que gobierna con sus normas toda su actividad espiritual y, mediante la voluntad, las facultades a ésta subordinadas, la que comienza a pregustar en la posesión paulatina de la verdad los goces de su vida inmortal y la que otorga al hombre su plena y definitiva perfección con la posesión eterna de la infinita Verdad de Dios. Todo el movimiento del hombre hacia su plena perfección, en última instancia, se resuelve en un movimiento hacia la plenitud de la inteligencia, por donde aquélla es alcanzada. Para el hombre de la tierra esa conquista se logra laboriosa y pobremente a través de los sentidos, comenzando con la posesión intencional de las formas de los seres materiales. Las realidades superiores del espíritu, las formas puras o perfectamente inmateriales, y aún el mismo Acto Puro de Dios, sólo pueden ser alcanzados analógicamente a través de estos conceptos originariamente tomados de las cosas materiales. Así conviene a su alma espiritual encarnada, o mejor, substancialmente unida a la materia. Pero una vez rotos los lazos del cuerpo, el alma humana se posee inmaterial o cognoscitivamente a sí misma, como objeto formal propio, y en su ser espiritual comienza a conocer de un modo superior las realidades supremas del espíritu y especialmente a Dios [475].

Tal es el intelectualismo, firmemente iniciado en Aristóteles y que alcanza en S. Tomás su perfecto y cabal desenvolvimiento. LA inteligencia señala el ápice de la vida del espíritu y del hombre. Este intelectualismo o supremacía de la inteligencia en el sistema tomista implica a su vez la supremacía del ser actualizando con su inteligibilidad la potencia intelectiva y, en definitiva, la supremacía del Ser infinito de Dios, quien como suprema Verdad actualiza imperfectamente en la vida del tiempo, y plena y exhaustivamente en la vida inmortal, la facultad intelectiva del hombre. Y es así como el Intelectualismo tomista, que enaltece la inteligencia y su actividad como la facultad más noble y suprema del hombre y, en general, del espíritu, se despliega e implica un realismo y ontocentrism o que la inserta en el ser, como en su objeto que la actualiza, el cual en última instancia, se trueca en un teocentrismo, que la integra en la Verdad en sí de Dios, como en el Acto puro que plenamente la actualiza en la beatitud del anhelo más hondo del espíritu totalmente cumplido.

15. Hemos tenido oportunidad de ver a través de estas páginas cómo todas las grandes líneas del sistema aristotélico-tomista confluyen hacia su doctrina gnoseológica y sobre todo noética. Es desde allí, desde la doctrina de la inteligencia -y me refiero ante todo a la síntesis que logra su madurez en S. Tomás- con todo lo que ella presupone o implicasen sus fundamentos y con todo lo que proyecta en su desarrollo, desde donde se contempla la unidad del sistema en toda su íntima y coherente cohesión. La doctrina de la constitución hilemórfica (de materia y forma) de los cuerpos hasta en sus mínimos detalles, el principio de individuación de la materia signata quantitate, y el principio de la unidad específica de la forma, concuerdan íntimamente con la doctrina del origen sensible de nuestros conocimientos intelectuales, la del objeto formal propio de la inteligencia -la esencia abstracta y universal de las cosas materiales- la de la inmaterialidad como raíz del conocimiento y de la inteligencia, la de la necesidad de la species impressa intelligibilis y la consiguiente del entendimiento agente y la imaginación, y la de la naturaleza substancial del hombre, compuesto substancial de materia y alma espiritual, inmortal e inmediatamente creada por Dios. No hay una tesis de más ni de menos en esta síntesis, cuya armonía y cohesión no ha sido jamás superada. Porque cada una de sus afirmaciones ha sido la exigencia lógica, derivada del análisis del hecho mismo del conocimiento. Nada hay allí de arbitrario, ni por exceso ni por defecto. Se ha comenzado por observar con finura los datos de la experiencia externa e interna y luego se han desarrollado con todo rigor y penetración las consecuencias impuestas por tales hechos, sin deformarlos previamente, y así se ha llegado a una síntesis concordante en todos sus puntos y a una visión cabal de la realidad noética.

Y desde que el acto intelectivo se manifiesta como la identidad intencional con su objeto, el ser alcanzado a través de la intuición sensible, toda la naturaleza de las cosas y toda la naturaleza del hombre había de estar presente y reflejarse en él, en la medida de esa identidad intencional. Más aún, desde que las cosas conocidas y el hombre y el mismo conocimiento son algo, son un ser, toda la metafísica y toda la filosofía -pues todas sus partes, sin' excluir la moral, son solidarias y dependen de aquélla- había de traslucirse en el acto de la inteligencia. El acto intelectivo -cumbre hacia la que converge en vigorosa unidad la multiplicidad de los as pectos de la psicología aristotélico-tomista- es también, por esto, el punto de encuentro de todas las grandes tesis del tomismo, hasta tal punto que a partir de él se podría llegar a reconstruir en todas sus partes y en el preciso orden jerárquico de la síntesis todo el vasto sistema del Doctor medioeval. Un análisis más hondo del hecho del conocimiento intelectivo nos lo mostraría solidario y como un caso particular de la doctrina metafísica mucho más amplia del acto y la potencia, columna vertebral de todo el sistema de S. Tomás [476].

Este hecho de la armonía de un sistema de tan vastas proporciones como es el de S. Tomás -en el que no hay problema que no haya sido tratado, o tocado por lo menos, y resuelto en la evidencia de los supremos principios del ser- reflejada en toda su fuerza en un simple acto de intelección -punto de convergencia de todas las tesis del sistema- y puesta en relieve en su doctrina gnoseológica, constituiría por sí solo, de no existir los argumentos que conso-. lidan cada una de sus partes, una prueba suficiente de su valor objetivo, de su estructuración sobre la realidad misma, que fielmente refleja. Porque toda sistematización no organizada concorde con la realidad, termina indefectiblemente en contradicción con los hechos empíricos y con los principios racionales.

Sin embargo, semejante armonía sistemática, patente sobre todo en la doctrina de la inteligencia, no es un principio a priori del que se parte, no es un fin preestablecido antes de la erección del sistema, sino el término simple y connatural al que el S. Doctor llega como a un resultado a través de largos y minuciosos análisis de los hechos, conducidos luego por el estrecho y firme sendero de rigurosas deducciones, ajustándose siempre al ser, en sus datos empíricos y en sus exigencias ontológicas.

La fidelidad al ser es el secreto de la justeza y verdad del sistema tomista, de un modo particular en lo que hace a su doctrina de la inteligencia. Y la fidelidad al ser en todas sus partes y manifestaciones tiene en S. Tomás un fundamento ascético-místico, implica una actitud y se desarrolla con un espíritu religioso, pues el ser siempre viene de Dios como de su Causa eficiente primera y a El conduce, cual manifestación suya, como a su Causa final última, cuando no es el ser que verdadera y plenamente es y por sí mismo está identificado con su existencia, el Ser divino del Acto puro de Dios. En su ápice el intelectualismo realista de Sto. Tomás se apoya y resuelve en el más vigoroso teocentrismo. De él dimana su unidad y su fuerza, porque en él alcanza toda la Verdad.




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