CAPÍTULO VII. EN QUE. SE HALLA ALGÚN CANTO DE LA PAZ

Como, según dice San Agustín, la paz sea el último bien que se busca en la guerra, el buen juicio nos convida a que hablemos algo de ella; aunque, según verdad, ella sea cosa tan excelente que sea necesaria la mano de Dios para la hacer, en especial esta de que hablamos; lo cual quiso sentir el profeta David, cuando dijo (Sal 45,9-11): Venid y ved las obras del Señor, que puso maravillas sobre la tierra, quitando las guerras hasta el fin de la tierra: quebrantará el arco y desmenuzará las armas y quemará con fuego los escudos; vacad y ved que yo soy Dios: seré ensalzado en las gentes y ensalzado en la tierra. Mucho es quitar Dios la guerra del ánima; empero gran maravilla es quitarla hasta los fines de la tierra mortal que traemos en este terreno cuerpo.

El arco que ha Dios de quebrantar es la malicia del demonio con que lanza en nuestra ánima malos pensamientos. Las armas que ha de desmenuzar son las mismas saetas y todas las otras astucias que entonces se desmenuzan, cuando, aunque vengan al ánima, no hacen daño, mas de presto se caen; el escudo con que el demonio se defiende de nosotros es nuestra misma carne, diciendo que ella es inclinada mucho a mal desde su juventud, y que él no nos hace mal, sino ella; la cual con el fuego del Espíritu Santo, según dice la glosa, ha de ser quemada para que allí se purifique como vaso del templo de Dios.

Donde después de esto dice el Señor que vaquemos en descanso de paz y veamos que Él es Dios hacedor de estas cosas, y ha de ser ensalzado en las gentes, que eran los pensamientos que nos perseguían ya tornados a bien; y ha de ser también ensalzado en la tierra de nuestra carne, que no le contradice.

Esta paz promete el Señor al que busca, diciendo (Jer 29,11-14): Yo bien sé los pensamientos que pienso sobre vosotros, dice el Señor; mis pensamientos son de paz y no de aflicción, para que os dé fin y paciencia, y reduciré vuestra cautividad, y congregaros he de todas las gentes y de todos los lugares. Puesto que, según verdad, ha de hablar el Señor esta paz en su pueblo, que son las potencias y fuerzas de nuestra ánima; empero también es razón que nosotros pongamos a lo menos algunas treguas, entre tanto que el Señor provee de paz; lo cual haremos si buscamos algunos medios para que no moren en nosotros los malos pensamientos.

A los demasiadamente escrupulosos no quiero decir alguna cosa; y digo demasiadamente escrupulosos los que son claramente sentidos y conocidos por tales, y son muy penosos en las casas donde moran, dando con mucha razón que decir a todos y haciendo pecar a muchos; de lo cual pienso que darán estrecha cuenta a Dios, pues que se hacen monas en el coro, y todos tienen que mirar la trápala que traen con su verso; el cual pronuncian los otros en descanso y según se debe hacer; mas el que quiere ser singular entre todos no digo que lo hace por ser visto mejor que todos, aunque a las veces acaece, ca mostrándose singular en la solicitud muy demasiada que pone, no solamente en la lengua con que pronuncia, que esto medio mal sería, sino en las voces y silvos y ronquidos que da, en especial cuando consagra, cuando había de estar quieto para mover al pueblo a devoción: allí se ve en tanto aprieto y hace tantos ademanes corporales, que los presentes dudan con razón si consagra o no, o si duda el misterio y cosas semejantes.

Estas cosas digo porque las he visto y me han venido a preguntar si consagraba el tal; porque los que oían su misa tenían duda de ello, y el que se excusaba de la oír y servir se tenía por bien librado.

A estos que así están depravados no quiero decir cosa alguna, porque son cabezudos y no dan crédito a persona del mundo, antes el demonio les enseña unas glosas que dan a cuanto les dicen para que no den lugar sino a su proprio parecer, el cual no quieren dejar por mucho que les digan, mas antes andan imaginando, no cómo creerán los sanos consejos, sino cómo se defenderán de ellos; y adrede hacen más monerías, por dar más pena y ser más enojosos y cargosos a los que llana y simplemente sirven con alegría de corazón al Señor.

No quiero decir tampoco a éstos cosa alguna, porque los más de éstos tienen ramo de locura y no pequeño, que como a lunas los atormenta unos días más que otros; y por tanto los tales, para remediar la vanidad que tienen en la cabeza, estudian de comer bien y dormir mejor, no matarse mucho en trabajos, porque en esto paran los escrúpulos excesivos, aunque sería mejor que parasen en obedecer a los sanos consejos que les dan los varones sin pasión.

Tampoco no me quiero curar de éstos, porque son ajenos de la verdadera devoción y ponen todo su estudio en hablar con Dios como si hablasen con Laurencio Valla, o con otra persona que luego les hubiese de acusar el mal latín. Honran a Dios con los labios, y el corazón tienen puesto en los escrúpulos y en si lo dice o no, o si ha dicho lo otro o no, como si fuese obligado a se acordar de todo lo que dijo y tuviese Dios el que les toma la lección que han decorado, siguen la letra muerta y dejan el espíritu que, según San Pablo, da vida; y dicen que a la letra son obligados y no al espíritu, no mirando que habían de hacer lo uno y no dejar lo otro. Son como el mal siervo, que de miedo de perder no dio al cambio el marco de su señor, sino guardólo entero pensando de hacerle pago con él; mas no fue así, ca le demandó el señor la usara muy duramente.

No quiero tampoco decir cosa alguna a éstos, porque son muy pocos los que de su voluntad caen en tanta demasía, aunque ellos, siendo pocos, se hacen tanto sonar como si fuesen muchos, a manera del fariseo, que hacía mucho ruido en el templo. Solamente les ruego a éstos, aunque de verdad son muy pocos, que se encubran lo más que pudieren, por que no den a sus hermanos desasosiego ni sean tan cargosos.

El que confesare a los tales débeles dar la penitencia conforme al vicio, quiero decir que, si él la suele repetir muchas veces, le dé en penitencia que no la reitere, sino que diga tal oración una sola vez mal o bien dicha, según la fragilidad humana, que apenas puede hacer cosa que no padezca tacha; y si se tarda mucho en cumplir la penitencia, débele imponer tiempo limitado, el que bastaría para cualquier otra persona; y cuando le oye sus pecados, en habiendo entendido el confesor la cosa, luego le debe decir que pase adelante, que diga otra cosa, que ya está entendida aquélla; y si la cosa que dice no es pecado, no le debe consentir que la diga más, sino decirle que no es aquello nada, que lo deje.

Los que tienen la culpa de esto son los prelados, que no tienen vigilancia de remediar con tiempo a los tales, apartándolos de singularidades y haciéndolos conformar con los otros; y deben y son obligados los prelados a mandar a éstos que en el coro estén junto con ellos, para no los consentir ninguna especialidad, sino mandarles que callen mientras el otro coro dice; y que no diga la cosa más de una vez, y que no haga más ruido que los otros; y débele mandar que se confiese con él o le dar un confesor sabio, y mandar al escrupuloso por obediencia que lo crea en todas las cosas y haga todo lo que dijere.

Estos remedios es obligado el prelado a poner en su oveja, y otros semejantes que viere convenir, y no aguardar a tiempo que ya el escrupuloso esté tan contumaz que no quiera obedecer, como uno que yo conocí, para remedio del cual demandó su prelado al papa facultad para dispensar en algunas cosas y quietar la conciencia de su fraile; y el papa le concedió para con aquel súbdito escrupuloso toda su facultad plenaria, con lo cual pensó el guardián que todo se remediara. Empero, el otro tenía ya tan creídos sus escrúpulos, que no tuvo en mucho la gracia recibida, lo cual causó la tardanza del remedio y tener ya endurecido el corazón en su parecer.

Mucho es de doler de aquestos tales, que en las cosas de Dios, donde las ánimas se deleitan, las de aquéstos se atormentan, y viven algunos viéndose tan enredados en sus escrúpulos que no se pueden valer. El remedio de los cuales sería tomar el consejo que les dan sus hermanos, y creer que pagan mejor el oficio que no ellos.




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