CAPÍTULO II. DE CÓMO MIENTRAS VIVIMOS NO PODEMOS CONOCER A DIOS EN SÍ MISMO

El que sube a la cumbre de la contemplación, donde más padece que obra y más es movido que mueve, no se aprovecha de los conocimientos y noticias que eran como ojos con que su ánima conocía las cosas; porque la alta contemplación es acerca de la divinidad, que por nuestros sentidos no puede ser conocida, ni tampoco por los sentidos espirituales del ánima que aún está unida a este cuerpo mortal; pues la tal ánima no puede tener conocimiento que primero no haya estado en los sentidos corporales; y como nuestro Señor Dios sea puro espíritu, síguese que no puede ser conocido por los sentidos espirituales del ánima que aún está encerrada en la cárcel de esta carne, mediante la cual es constreñida a entender de todo lo que entendiera por la trabazón que hay entre la carne y el espíritu.

El ánima miserable que está junta con la carne no ha de obrar en su contemplación tan sueltamente como si esuviese libre; lo qual se figura en Elías, que, después de subido en el monte de Dios, que es la contemplación, cubrió su cara con un manto por no ver a Dios, que encima del monte lo descendió a consolar (1 Re 19,13). Bien sabía el santo profeta que con los ojos corporales no podía ver al Señor invisible; mas quiso hacerse ciego cubriendo sus ojos corporales con un manto, para mostrar que el conocimiento y lumbre que tenía por entonces, no alcanzaba más de hasta el manto, que es la humanidad de Dios; del cual dice el mismo Cristo Redentor nuestro (Cant 5,7): Halláronme las guardas que cercaban la ciudad; hiriéronme y llagáronme; quitáronme mi manto las guardas de los muros. Hallaron al Señor cuando Él se quiso manifestar a las guardas de Jerusalén, que eran los sacerdotes que corporalmente la guardaban; hirieron a Cristo en la fama; llagáronle en su precioso cuerpo; quitáronle el manto, que es su cuerpo, haciéndolo morir en la cruz. Este es el manto que Cristo lavó en sangre, según había profetizado Jacob.

De manera que, tornando al propósito, la vista de Elías se determinaba al manto con que estaban cubiertos sus ojos; y en respecto del Señor que pasaba delante de él, estaba ciego, y así ciego tuvo comunicación con Él. Lo mismo casi se lee de Moisés (Ex 33,18-21), que como suplicase a Dios que le mostrase su cara cuando le hubo de hacer la merced, y mostrársele pasando delante de él, cubrióse los ojos hasta que pasó adelante.

Aunque este principio de conocer a Dios esté en nuestra ánima, sabemos que por el pecado quedó tan mortecino y sepultado, cuando se abrieron los ojos de nuestros primeros padres y perdieron aquesta santa ceguedad de que hablamos que tenían antes del pecado (Gen 3,7), la cual poseían en más alto grado que hablar se puede, y en su lugar sucedió a nosotros la pésima ocupación de investigar las cosas humanas, que se llama pésima, según dice la glosa sobre el Eclesiastés (Ecl 1,13), no porque ella en sí sea mala, sino porque muchas veces impide la oración y la contemplación de las cosas altas y espirituales de Dios, cuyo apurado deseo está en nuestra ánima tan remiso y sin vida, que es menester que el Señor supla con su gracia para avivar esta centella secreta que está en nuestro corazón; porque sin su especialísimo favor no podemos más de conocernos ser ciegos.

La virtud generativa, todas las plantas y simientes la tienen del sol, que es padre natural de ellas; mas no la pueden ejercitar ni ejecutar si de nuevo el mismo sol no las alumbra, despertándolas y actuándolas con su calor; y así, aunque tengamos naturalmente alguna habilidad para contemplar la divinidad de nuestro Señor Dios, es, empero, necesario que del mismo Sol de justicia seamos de nuevo movidos y avivados, como el huevo de que habla el Señor en el Evangelio (Lc 11,12) es movido y avivado con el calor de la paloma, que es la gracia del Espíritu Santo, lo cual si queremos alcanzar más altamente, será bien que nos hagamos ciegos a todo lo que Dios no es.

Mandaba Dios que no viesen los de fuera del templo su arca so pena de muerte (Num 4,19-20), lo cual ejecutó con mucho rigor en los bethsamitas porque la vieron descubierta, a los cuales fuera mejor estar ciegos que no mirarla, pues que por ello murieron (1 Sam 6,19-20). Esto mandaba Dios debajo de tan estrecha pena por evitar el error condenado de los que dijeron que podíamos entender la esencia de Dios en esta vida mortal y verle descubierto sin curar del espejo de las criaturas do Él resplandece; y plega al Señor que ahora no haya quien ose afirmar lo mismo, sino que templen su manera de hablar los ignorantes devotos, que por una poca de lumbre que han recibido de Dios, o por algunas revelaciones a que dan más crédito que debían, se extienden en el hablar de Dios mucho más de lo que deben; no hablando para doctrinar a los otros, sino para ser ellos tenidos en admiración; y dicen algunas palabras acerca de sus contemplaciones que estarían muy mejor por decir; los cuales si no se saben declarar, callen y no hablen, pues no saben el lenguaje de las cosas espirituales. Sean como ciegos que tratan con los hombres, y no den señas de ellos y gozan de muchas cosas de que no dan razón: un don es dar Dios la gracia y otro don es darla a conocer; el que no tiene sino el primer don, conozca que le conviene callar y gozar, y el que tuviere lo uno y lo otro, aún se debe mucho templar en el hablar; porque con un ímpetu que no todas veces es del espíritu bueno, le acontecerá decir lo que, después de bien mirar en ello, le pesa gravemente de lo haber dicho. Más vale que en tal caso le pese por haber callado que por haber hablado, pues lo primero tiene remedio, y lo segundo no.




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