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Como, según dice el Satírico, haya mil maneras de hombres y el uso de las cosas sea diverso,
bien se manifiesta, por la diversidad de las condiciones y voluntades, haberse aficionado los
mortales a cosas diversas, yendo, según dice el profeta (Is 53,6), cada uno por su camino, y
dejando aparte los malos, cuyo oficio es frecuentar, no un pecado, sino muchos, e innovar e
inventar nuevas maneras de ofensas, para que el Señor busque nuevas maneras de castigo, pues
sabemos que según el modo de la ofensa y cualidad del delito ha de ser el tormento de la pena y
la manera de las llagas que le han de ser dadas.
Dejando este mal, que es, según el Sabio dice (Ecl 6,1), muy frecuente acerca de los hombres,
hallamos que entre los justos unos son aficionados a frecuentar con San Pablo el sufrir trabajos
y fatigas de penitencia sobremanera, como él dice (2 Cor 2,1-4); otros se aficionan con Salomón
(Eclo 14,12) a meditar muy a menudo las penas del infierno, que espiritualmente afligen mucho
la carne; otros frecuentan con Marta el servicio de los pobres en obras de misericordia (Lc
10,40); otros con Eliseo tienen costumbre de visitar los tristes y afligidos (2 Re 4,32) e ir en
peregrinaciones a visitar también los Santos Lugares; otros frecuentan los ayunos con los
discípulos de San Juan (Mt 9,14). Puesto caso que estas frecuentaciones y otras de su manera
sean muy buenas, empero a los que quieren más aprovechar e imitar mayores cosas dice nuestra
letra que frecuenten y acostumbren el recogimiento, para que así puedan imitar y seguir al
Señor, cuya costumbre era irse a los desiertos, donde, apartado y recogido, pudiese más secreta y
espiritualmente orar en escondido a su Padre celestial y nuestro.
Podía sin duda el Señor orar en todo lugar, como amonesta San Pablo, y alzar en todo lugar y
tiempo, mejor que Moisés, sus muy santas y limpias manos; ni tenía necesidad de apartarse de
los hombres el que siempre fue apartado de los pecadores en la vida, y más alto que los cielos
para morar siempre viviendo en la tierra con los ángeles, que no han menester apartarse para
orar, ni les impide cosa alguna que sea, ni los grandes negocios en que entienden, ni los grandes
pecados que ven hacer en el mundo, ni otra cosa, sino que siempre oran y están
perfectísimamente recogidos en Dios; lo cual muy mejor conviene al unigénito Hijo de nuestro
Dios que está en el seno del Padre, según dice San Juan (Jn 1,2); del cual seno y secreto
retraimiento, aun en cuanto hombre, jamás se apartó, mas siempre moraba en él con tanta
quietud de ánimo y tranquilidad, que podía decir aquello del profeta (Mal 3,6): Yo soy Dios y
no me mudo.
Los hombres mortales, no doce, mas doscientas veces al día se mudan de un pensamiento en
otro; mas Cristo nuestro Redentor, permaneciendo inmutable a toda su voluntad, mudaba y
regía el mundo estando tan entero en lo uno como en lo otro, y teniendo tan entero su corazón
como punto indivisible que carece de partes, no como el nuestro, que está tan diviso y hecho
tantas partes como cuidados tenemos; lo cual no era en el Señor, a cuyo corazón no daban más
pena mil cuidados que uno; porque ni uno ni mil inquietaban ni ocupaban embarazosamente el
corazón que estaba unido a Dios. Empero Él, que no se hizo hombre por sí, sino por nos, no
quiso vivir para sí mismo; sino para nos, ordenando todas sus sacratísimas obras a que en El,
como en monte de muy alta perfección, tomásemos ejemplo y mirásemos lo que nos mostraba
no menos por ejemplo que por palabras.
Y según esto, fue no a Él, sino a nosotros, necesario que se apartase al desierto a orar, para que
nos provocase a lo seguir, no digo cuarenta días, mas cuarenta años por el desierto de la
contemplación divina y apurada de todo lo criado. De la cual dice según esto nuestra letra:
Frecuenta el recogimiento por ensayarte a su uso.
Dos cosas entiendo tratar en esta letra: la primera, poner el nombre que en ella se contiene a
este ejercicio de que todo este tercero alfabeto habla; y la segunda, mostrar cómo ha de ser
frecuentado a intención de ensayarse el hombre en su uso.
Cosa es manifiesta que los nombres han de ser tales que convengan a las cosas que se imponen,
según lo usan los sabios, cuyas ciencias están en gran parte sabidas, entendidos los términos y
vocablos de ellas, lo cual es porque importan mucho de las mismas ciencias y declaran muchas
propriedades de ellas; según lo cual conviene a los que quieren ser enseñados en alguna facultad
o ciencia insistir en la fuerza de los vocablos, ca les será muy notable principio de saber si
conociere la fuerza de él y la razón por que se impuso a la cosa de que habla.
Allende de esto, hay algunas cosas de tanta excelencia y de tan notables propriedades, que aun
muchos vocablos no bastan para las declarar, como vemos en los grandes señores, que cuantos
más ditados tienen, más vocablos añaden y títulos y armas, para que sean sus señorías traídas a
noticia de todos; y como parece en San Juan Bautista, que, por ser tan grandísimo santo, le pone
la Escritura muchos nombres, llamándolo precursor, y lucero y voz, ángel, hombre, candela
ardiente y resplandeciente, y otros muchos.
Parece también aquesto en Nuestra Señora, cuyos nombres son tantos que apenas los
podríamos nombrar; y esto por ser tanta su excelencia, que apenas hay quien la pueda pensar,
aun entre los ángeles.
Lo mismo se halla en Cristo nuestro Redentor, cuyos nombres son tantos, por sus diversas
propriedades y virtudes, que la Escritura está llena de ellos, y aun todos apenas bastan para
notificar la gloria de su Majestad, que hinche el cielo y la tierra.
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