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En contrapeso de los grandes bienes que los santos ángeles obran en nosotros, vienen por la
parte contraria los demonios a nos dar guerra con todo su poder y astucia; la cual en lo natural
es muy poco menos que la de los buenos ángeles. Son tan sutiles y fuertes e ingeniosos e sabidos
y experimentados, arteros y crueles, y hallan en nosotros tan poca resistencia, que apenas hay
quien se escape sin ser muy ofendido de ellos, contra los cuales debemos pelear como los hijos
de Israel contra los que guardaban la tierra de promisión.
Sabemos por cierto habernos Dios prometido la tierra de los vivos, que es el cielo; mas estas
grandes y fuertes guardas no nos dejan proseguir nuestro camino, que es de virtud en virtud por
el desierto del recogimiento, o por doquiera que los justos van a lo que el Señor les prometió;
donde en todos los estados de los Hombres hay personas tentadas de muchas y diversas
imaginaciones; unos nunca andan pensando sino en sus pecados: cómo los confesaron, si está
bien confesado, si dijo aquel pecado, si le quedó por decir alguna circunstancia, si hizo lo que
debiera en se aparejar para la confesión. En las cuales cosas y otras más sutiles tocantes a esto
andan pensando todo el día, y vienen a parar en una confusión tan grande, que les parece que
todo el humo del infierno tienen en la conciencia; y cuanto más ellos la edifican y adoban lo
mejor que pueden, tanto más presto viene el demonio a trastornarlo todo confundirlo y decirle
que no ha hecho nada, porque tal y tal intención se quedó por decir; y desde que todo lo dice,
hácele increyente que mintió en la confesión, y que el confesor no le entendió, y que no le
declaró toda la malicia y manera de su pecado.
Tanto fuego y sangre mete el demonio en esta tentación, que, por cosa que los tales hagan,
jamás quedan satisfechos ni contentos, antes acaece que mientras más trabajan se satisfacen
menos. De donde parece claramente que el demonio tiene metida la mano y puesta guerra cruel
en las conciencias de los tales, las cuales jamás se aclaran, aunque confiesan siete y ocho veces
un mismo pecado, con mil maneras de circunstancias que el demonio les revela; las cuales van
intrincadas y ciegas, que con razón preguntan al confesor muchas veces si los ha entendido.
De esta tentación se sigue luego otro trabajo en cumplir la penitencia, aunque sea solamente
decir una avemaría; en la cual reciben los tales tanto trabajo como otros en rezar un salterio.
Lo tercero que de aquí se sigue, tras lo cual anda el demonio, es que no osan comulgar, porque
aunque mucho se confiesan, no se ven confesados, ni su conciencia les da de ello testimonio, y
así no saben qué se hagan. Miran a una parte y a otra; vense tan enredados, que no hallan salida.
A otros da guerra el demonio por otra parte, y es causándoles interiormente tantas maneras de
blasfemia contra Dios y los santos, que les parece nunca hace otra cosa sino decir mal de ellos,
tan a menudo y por tan maliciosas vías, que ellos mismos se espantan de las nuevas maneras que
en esto hallan, y cuán prestas una tras otra, cuán a punto, y cuán a cada cosa que hacen con
tanta novedad y ahínco, que les parece estar en ellos el número de aquel pecado; no piensan otra
cosa de día ni de noche, ni pueden dormir sino blasfemar. A lo cual sucede una ira no menos
endiablada que lo primero, que confirma los males pasados, y por ella creen los tales que
aquellas cosas son en ellos voluntarias y deliberadas; las cuales en algunos crecen tanto, que las
pronuncian por la boca cuando están solos; y junto con esto está en el ánima un desplacer y
pesar de ello que la fatiga mucho; y ver que lo hace le causa no creer al desplacer que tiene, y así
no sabe qué se haga viendo en sí contradicciones.
A otros mueve otra guerra de lujuria espiritual, causando en la imaginación de ellos lo que
nunca pensaron, ni oyeron, ni desean hacer, ni lo harían por todo el mundo; y crece esto tanto,
que no queda santo ni santa en que no ponen las mismas torpedades muy prestas y nuevas y
endiabladas. No osa mirar el crucifijo, ni a la sacra Virgen; cuando entra en la iglesia le ocurren
juntos todos los males como si fuesen a donde se cometen todos, y piensa el tal que nunca en el
mundo hubo hombre de su manera jamás.
A otros da también guerra haciéndoles entender que pecan en todo lo que hacen, mayormente
cuando rezan el divino oficio a que son obligados, haciéndoles pensar que no lo hacen bien, ni
lo pronuncian con el estudio e integridad que deberían; y que la m pronuncian por n, y que las
primeras y últimas sílabas tampoco las declaran; y cuando dicen el segundo salmo les dice el
pensamiento que no han dicho el primero; y algunos hay tan livianos, que luego creen al ligero
pensamiento, a los cuales conviene aquello del Sabio (Eclo 19,4): El que de presto cree es de
liviano corazón.
Cuando dan los tales pensamientos vanos y escrúpulos más pena, es al tiempo de la misa;
cuando hombre ha de consagrar, donde las palabras se han de pronunciar más llanamente y con
reposo, es tan guerrero y penoso el demonio, que hace a muchos arremeter con la primera
palabra y correr con las medias y silabar con la última; y no contento con esto, háceselas repetir
muchas veces como si una no bastase; la cual reiteración tanto menos satisface cuanto más se
repite aquí y en todas las otras oraciones, en las cuales si, según dice el Sabio (Eclo 7,15), no
debemos reiterar las palabras, menos lo deberíamos hacer en aquellas cinco con que el Señor
con sus cinco llagas viene a nuestras pecadoras y llagadas manos.
Otros son tentados por pronunciar muy por entero estas palabras, y por decir hoc dicen
hocque, y por est dicen este, y así corrompen el latín y la sentencia.
Suele también el demonio casi imprimir en la imaginación de algunas devotas personas alguna
cosa que parece y a él haber de ser muy penosa y contraria a su voluntad; la cual les conserva tan
continuamente, que apenas se acuerdan de otra cosa ninguna; mas antes parece que siempre les
ocurre aquello a la imaginación para les vedar que no piensen en otras cosas que sean buenas, o
para les estorbar el recogimiento.
Da también el demonio guerra a otras personas inclinándoles la sensualidad con gran
vehemencia, a otras personas con mal amor, en tal manera que nunca parece que tiene sosiego,
sino que quiere ir a buscar a aquella persona cuyo amor siente en sí mal encendido, y apenas le
da un rato de reposo, sino que siempre aquel mal amor le guerrea; empero, como esto no sea en
la razón, sino en la sensualidad, siente la tal persona en sí otra vía: un aborrecimiento contra
aquello que parece forzosamente desear, a lo cual está forciblemente inclinada, y tanto es mayor
esta guerra y da mayor tormento cuanto la razón más aborrece lo que en nosotros sentimos.
Como estos movimientos y esta guerra sea interior, no se puede así declarar, y aun apenas se
puede entender, ni los tales son creídos de sus confesores o consejeros, antes les dicen que ellos
buscan y quieren aquello como de verdad sea la cosa que más los atormente en el mundo; y si
por una parte tienen amor y deseo de aquello, por otra sienten gran aborrecimiento a la tal cosa.
Esta guerra interior que se causa por obra del demonio es tan recia y da tanta pasión y
tormento, que hace al hombre más triste que la noche; y acontece ser tan sutil, que el mismo
que la tiene no se entiende ni se puede acabar de declarar a hombre que sea para haber algún
remedio; empero, la mucha pena que sienten le es causa de ser penosa a otros, contándoles sus
males para tener siquiera por entonces algún descanso.
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