CAPÍTULO VI. DE LAS MERCEDES PÚBLICAS

Las mercedes públicas debes regraciar al Señor y bendecirlo por ellas; porque, olvidadas éstas, mal le puedes hacer gracias por las otras. Las mercedes que públicamente del Señor recibimos, así en bienes de naturaleza como de fortuna y de gracia y de gloria, son casi sin número, aunque muchos hay que son tan solícitos en hacer gracias al Señor, que no dejan de lo pensar todo por orden; pero veo yo que a cada uno se le podía decir aquello de San Pablo: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4,7) Dando a entender que todo lo que tenemos con el mismo ser de naturaleza recibimos del Señor. De manera que por todo lo que hallares en ti debes bendecir al Señor que de ello te hizo merced; y aun si un solo beneficio quieres bien regraciar, hallarás harto que pensar en él para te mover al nacimiento de gracias; porque si piensas la grandeza de cada beneficio, verás cómo eres obligado a dar al Señor grandes beneficios.

No solamente los bienes de gracia son grandes, mas cualquiera de los bienes naturales excede nuestros merecimientos; lo cual podrás conocer si piensas por cuánto comprarías la vista si fueses ciego, en cuya comparación todo lo tendrías en nada, por grandes riquezas y señoríos y habilidades otras que tuvieses; si la vista te faltase, dinas aquello que el ciego Tobías respondió al ángel que lo saludaba (Tob 5,12): ¿Qué gozo puedo tener estando asentado en las tinieblas y no .viendo la lumbre del cielo? Si a dineros hubieras de comprar los ojos, ¿cuánto dieras por ellos?; ¿cuántas leguas anduvieras si hubiera algún oficial que te pudiera hacer unos?; y si estos que el Señor te dio de balde hubieses de vender, ¿cuánto pedirías por ellos?

Bendice, pues, hermano, al Señor, que te dio cosa de tanto precio sin precio alguno. Naciendo otros hombres muchos ciegos, quiso dar a ti buenos ojos; y no sólo se contentó con haberlos dado, mas cada día te los conserva en su entera vista y te los guarda de mil peligros que otras personas suelen padecer. Debes también considerar el fruto que de los ojos viene y el placer que te causan viendo las cosas preciosas y hermosas, para mejor alabar al Señor que las crió y gozar tú de ellas mismas a su servicio. Piensa también cuán preciosas sean las lágrimas que con los ojos lloras, que son el mejor fruto que de ellos puedes haber, y cómo por ver con ellos álgún pobre te mueves a compasión de él; lo cual no hicieras si te faltaran los ojos. Pues también piensa eso mismo, que te son los ojos como dos hachas de mucha lumbre que te van enseñando el camino por do has de ir; y débeslos más preciar que el sol y la luna, porque ellos no te alumbrarían, antes te serian enojosos, si por tus ojos no fuese; tal cual sería el mundo sin sol y luna, tal serías tú sin ojos.

Debes, otrosí, pensar en cuánto debes tener los ojos por habértelos dado el Señor teniendo de ti especial cuidado y no te olvidando. Si el rey te enviase unos anteojos, ¿en cuánto estimarías haberse acordado de ti, y cuánto le quedarías por ello obligado? El Rey de los reyes, Dios eterno, teniendo de ti especial cuidado, te dio ojos, tanto de más precio cuanto es más excelente su santa mano; por eso no ceses de le hacer por ello gracia. Y piensa también cuán poco merecimiento hay en ti para te hacer el Señor esta merced; y cómo sin se lo haber servido te la dio; y cómo tantas veces te la da de nuevo cuantas mereces que te fuese quitada; y tantas veces te deberían ser quitados los ojos, cuantas veces usas mal de ellos; ca, según razón, debe ser privado del beneficio el que usa de él malamente y lo emplea en hacer mal, mayormente si de esto le viene perjuicio al que se lo dio.

Si de los ojos corporales sacas tanta obligación de hacer gracias al Señor, ¿cuánta razón te parece que hay que lo bendigas por los ojos que dio a tu ánima, que son la memoria y el entendimiento; y por la fe y esperanza y caridad que en ella quiso infundir, quedándose otros muchos vacíos; y por el tiempo que te da para merecer y hacer penitencia, lo cual otros no alcanzan, que desean vivir una hora para se confesar y no se lo concede? ¿Cuántas escrituras, y consejos y amonestaciones y buenos ejemplos te dio aún el mismo Dios, y el ángel que te inspira, y el Espíritu Santo que te mueve el corazón? ¿Cuántas virtudes te infundió el Señor cuando te llegó a sí?; ¿cómo te dio enteros tus cinco sentidos?; ¿qué dignidad, y orden, y saber, y oficio, y habilidad te ha dado el Señor?; ¿qué ingenio, qué prudencia, cuán buena voluntad, cuán tierno corazón?; ¿cómo te ha adornado de los dones del Espíritu Santo?; ¿cuánta gracia te da cada día a ti como a otros por tus ruegos y cuánta gloria te promete?

Cada una de estas cosas y otras semejantes son más preciosas que los ojos de la cara, y, por ende, hay más en ellas que pensar para bendecir al Señor. Lo cual, si por extenso se hubiese de escribir, seríamos prolijos en esta materia; empero por te dar algún concierto y orden para bendecir al Señor en todas sus obras, las cuales también son tuyas, pues son a ti dirigidas quiero te poner siete cosas principalmente por las cuales debes bendecir al Señor. Y a este número septenario, que es de universidad y muchedumbre, podrás reducir los otros beneficios, para que así en todas las obras bendigas al Señor.




[ Capitulo Anterior ]
[ Retorna al Indice ]
[ Capitulo Seguiente ]