CAPÍTULO IV. DE COMO TE DEBES PONER EN TU PAZ

Cuanto al tercer punto, no es mi intención de reprobar el celo de la virtud, sino demostrar cuál sea el verdadero celo; y digo ser aquel con que cada uno se mira por todas partes y se guarda con vigilancia; reveyéndose en toda virtud lanza de sí todo vicio con gran indignación, porque si, según dice San Gregorio, es muy acepto sacrificio a Dios el celo de las ánimas, mucho más lo será el celo del ánima propria; la cual si perdemos, ninguna cosa nos valen todas las otras, aunque las ganemos a Dios.

Creo sin duda ninguna que tanto aprovecharás en las ánimas de los otros cuanto aprovechares en la tuya; y, por tanto el verdadero celo que a ti conviene, si no eres prelado ni predicador, no es otro sino mirar por ti, guardándote con gran aviso de todo mal y menos virtud, para subir a lo mejor.

Cata que he visto perdidos muchos por celar lo que no les convenía, y el fin de su celo fue tal que mejor les hubiera sido mirar solamente por sus personas que no tomar oficio de predicadores antes de tiempo; cuyo celo más fue atrevida presunción, que también hoy día tienen muchos, pensando que no hay quien ose decir las cosas sino ellos, que celan con celo, a manera de otro Elías, la honra de Dios (1 Re 19,10-18), a los cuales se les podía responder que siete mil varones hay en Israel que a solo Dios se inclinan, y que no está todo destruido, como ellos piensan; ca si Dios les abriese los ojos verían muy delante los que creen dejar atrás y conocerían serles necesario para los alcanzar dejar los celillos que despierta en ellos el demonio, como dice Gersón, para los inquietar y hacer que sean negligentes en su proprio recogimiento, por que así más pierdan que ganen. Los cuales si conociesen que celar la perfección ajena es cosa que a grandes santos pertenece y viesen que ellos no son dobles mayores, sino santos muy simples, mirarían por sí dejando a los otros; pues que para el buen celo es menester tanta ciencia que diga San Bernardo: El celo sin ciencia no es eficaz, y se halla de poca utilidad, y es muchas veces harto dañoso; así que cuanto el celo es más ferviente y el espíritu de más vehemencia y la caridad más ensanchada, tanto es menester ciencia más vigilante que reprima el celo y tiemple el espíritu y ordene la caridad.

Oficio del demonio dice Gersón que tienen los celosos que carecen de ciencia, que es hacerse hombre adversario de todos; y por tanto, doliéndose de los tales celosos, dice: ¡Ay de los varones que andan rectamente!, que aquesta pestilencia del celo los acecha. Y apenas sin duda hay otra más enemiga ni que más engañe; ca debajo de buen parecer y de gran bien, estimulando con inquietud las ánimas, las constriñe a caer y las trae a todo peligro.

Puede alguno decir que si todo el peligro del celo es carecer de ciencia, el que la tuviere bien podrá seguramente ejercitar el celo. Si sola bastase la ciencia de las letras para compañía del celo menos peligro habría; pero sin duda que es menester la ciencia de Dios, que es uno de los siete dones del Espíritu Santo, para que seguramente se ejercite; por eso ninguno tome para sí esta honra, sino póngase en su paz celando la propria persona suya que le es cometida; porque si, según está escrito (Eclo 17,12), a cada uno mandó Dios que mirase por su prójimo, entiéndese, como dice la glosa, que viva juntamente con él y le dé buen ejemplo, que es la mejor manera de predicar que hay en el mundo, y puédese también decir que allí se toca el mandamiento de la corrección fraterna, para cuya ejecución se requieren las condiciones que viste.

De las cosas ya dichas muy seguramente puedes concluir el consejo de nuestra letra, que te amonesta celar y guardar por amor de Dios tu persona sola, mientras no fueres prelado, y aunque seas predicador, no te debes curar de las personas particulares, sino anunciar al pueblo en común sus pecados y las virtudes que deben seguir, sin comunicar más con ellos ni andar hecho callejero sabiendo qué dicen de ti.

Si fueres confesor, no te cures más del penitente de cuanto lo tuvieres a tus pies, si no fuere en tus oraciones; de manera que es lo mejor no hacer más caso de los que confiesas que de los otros, para que así seas tú como uno de los otros religiosos; cada uno de los cuales debe mirar aquello que Gersón escribe a un ermitaño diciendo: Pon estudio cuanto pudieres en la soledumbre del ánima de todo cuidado de las cosas temporales y de los hombres terrenos, ni ofrezcas a tu ánima cuidados superfluos debajo del deseo de la salud ajena, porque este pensamiento quitaría toda tu solicitud; así que lanza luego de ti el tal pensamiento como acechador pésimo, aunque se vista con cualquier túnica de buen parecer; constituye a ti mismo como si solo estuvieses en el mundo para te salvar, y mientras no te es impuesto cuidado de ánima, di a tu pensamiento: El que juzga y rige a los otros es nuestro Señor Dios, poderoso y bueno para los salvar sin mí; empero una cosa me es a mí encargada, que es orar y llorar y compadecerme.

Dichoso se puede llamar el que no tiene cargo de otro, sino de sí solo, porque éste podrá con más solicitud celar y guardar a sí mismo y darse más de reposo y más totalmente a Dios, sin quejarse, como se quejaba San Gregorio, de los cuidados ajenos, que le daba pena porque los hijos espirituales no dan menos pena que los carnales, aunque sean buenos; mas si son malos, acontecerte ha que, por ser justamente celoso del bien de ellos, se te tornen alacranes, y entonces conocerás a cuánto riesgo se ponen los prelados y cómo las ovejas hoy día son causa que haya malos pastores, porque se tornan contra ellos, no queriendo sufrir una palabra sin que se la paguen con las setenas.

Si uno por visitar a otro justamente piensa que el otro lo ha de difamar, creería yo que debe dejar la tal visitación, porque es obligado a guardar su honra más que la ajena; empero si la cosa es muy grave, mire bien todos los inconvenientes, y por tapar un agujero no haga tres; y cuanto más celo tuviere, confíe menos de sí, pues que más pecan debajo de buena razón que no de mala; y no se cure de las cosas que no son pecado mortal ni quebrantan los votos esenciales.

El celoso de los defectos ajenos que carece de discreción comparo yo al caballo furioso que es desbocado; el cual pone muchas veces a peligro al que lleva encima y a sí mismo, y de esta manera el celoso daña a sí mismo y al otro que piensa aprovechar.

Más querría que notase mis defectos un traidor que no un celoso indiscreto, porque el traidor apenas se puede del todo esconder y no le dan crédito tan de ligero; mas el celoso indiscreto, con pensar que es hombre de buena conciencia, es admitido; y así como a los viejos acusadores de Susana dio autoridad la vejez y el oficio, así al celoso indiscreto se la da su buena vida, de manera que fácilmente es conocida su mentira contra el pecador, que debiera perdonar o corregir en secreto como quisiera él ser corregido si errara.

Suele el demonio, por desasosegar los buenos religiosos, so color de celo, ponerles en el corazón un gran deseo de ver reformada su religión; y ellos, pensando que es aquel celo sed de justicia, danle lugar, en tal manera que traen delante de los ojos toda la superfluidad y demasía que ven en su orden, doliéndose mucho del agravio que sufre la pobreza; y cuando se juntan con algunas personas devotas que sienten tener el mismo celo, nunca hablan de otra cosa, y cuentan con tan amargas y afligidas palabras la falta de la penitencia exterior que en los otros ven como si fuere falta de fe o de caridad, no mirando las necesidades corporales que los otros tienen, ni parando mientes al menosprecio en que tienen esas cosillas que poseen.

Este celo de aquéstos es una mala ocupación y muy peligrosa para la conciencia, porque el menor pecado que de aquí se sigue es la propria estima y el juicio atrevido; y más que el tiempo se gasta muy infructuosamente cuando se habla en esto con personas que no lo pueden remediar, lo cual acaece muchas veces.

Si el deseo que tienes de la reformación de tu orden es verdadero, solamente lo has de manifestar al que puede algo en ello; y la hora que parares mientes en unas cosillas de poca importancia para las aborrecer en los otros, créeme que es engaño del demonio; el cual anda por te hacer aborrecer tu orden y tus hermanos o por que tengas por muy mejor la provincia donde tú moras que la otra donde se admiten las cosillas que tú repruebas; y aun este juicio es harto peligroso, porque la verdadera perfección no está en las cosas accidentales y pequeñas, sino en las esenciales y espirituales, a las cuales debe el varón religioso convertir toda la fuerza del corazón, y gastar todo su tiempo en mirar la falta de ellas y remediarla como cosa principal, no dejando lo otro por negligencia.

¡Oh hermano!, si tuvieses experiencia de aquella soberana ocupación en que andan los varones espirituales absorbidos y suspensos muy celosos, temiendo no se olviden ni aflojen aquel cuidado atentísimo a solo Dios, el cual es tan grande que los hace estar descuidados a todo lo que Dios no es. Aquéstos sin pena ni pasión, con una sola palabra, como quien no mira en ello, hacen más que tú con tus celillos, porque no hablan estas cosas sino con solo aquel que las puede remediar, ni tocan en otra cosa sino en el nervio esencial del negocio, creyendo que, remediado aquello, todo el otro seguirá el mismo camino.

Cosa atrevida sería condenar todos estos celos, ca ni se deben todos aprobar ni reprobar, pues que en todo hay haz y envés; empero, si quieres conocer cuál es el bueno, para mientes que de ti ha de comenzar y ha de ser mudo; no que deje de hablar, sino que hable por señas, y las señas sean las mismas obras.

Si te parece a ti que los hábitos son costosos, escoge tú siempre el más vil; si te parecen blandas o grandes las túnicas, escoge tú la más angosta y áspera, y así de todo lo demás; de manera que tu celo obre primero en ti muy por entero lo que te dice que los otros habían de guardar; y desde que algunos años lo hubieres guardado, suplica al Señor que dé a todos tus mismas fuerzas, para que vayan por el camino que tú llevas.

¡Oh cuántos hay que desasosiegan a sí y a sus hermanos hablando de la reformación de la orden, y no son para reformar a sí mismos, haciendo como los soldados que, huyendo ellos los primeros, echan al capitán la culpa del desconcierto que tuvieron en la batalla, como el capitán no pueda sino por uno!




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