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Estrechando un tanto el círculo al que se encuentran referidas,
replanteemos las preguntas anteriores. ¿Cuál entre las corrientes
actuales de pensamiento podría garantizarnos el sentido de la búsqueda
del significado último de la existencia? ¿Dónde hallar un ámbito
de discurso en el que apelar directamente al verum-ens? ¿Quién,
llamando a las cosas por su nombre, se atreve hoy a plantear el
problema más propiamente filosófico, exclusivo de la filosofía
primera: el del ser, el problema metafísico por antonomasia?
No, ciertamente, el movimiento de filosofía de la ciencia que
acabamos de bosquejar. Y no sólo porque sus iniciadores del Círculo
de Viena se propongan expresamente, como condición y como «todo»
para iniciar la nueva andadura de la humanidad, la supresión de la
metafísica. Sino porque quienes después apelan a ella lo hacen o sin
la fuerza debida o dirigiéndose a una metafísica que poco o nada tiene
que ver con la filosofía primera, ni con la clásica y radical
pregunta por el ente y por el ser.
En efecto, el positivismo lógico del primer Wittgenstein y de los
principales representantes del Círculo de Viena o movimientos afines
—como Schlick, Carnap, Neurath, Reichenbach, etc.—
descalificaban las propuestas de la metafísica como auténticos
sinsentidos.
Carnap, quizá el más acérrimo opositor a la metafísica, explica:
"stricto sensu una secuencia de palabras carece de sentido cuando,
dentro de un lenguaje específico, no constituye una proposición.
Puede suceder que a primera vista esta secuencia de palabras parezca
una proposición; en este caso la llamaremos pseudoproposición.
Nuestra tesis es que el análisis lógico ha revelado que las
pretendidas proposiciones de la metafísica son en realidad
pseudoproposiciones"[174].
O, todavía con más rotundidad: "Ahora aparece claramente la
diferencia entre nuestros puntos de vista y los de los antimetafísicos
precedentes; nosotros no consideramos a la metafísica como una «mera
quimera» o «un cuento de hadas». Las proposiciones de los cuentos
de hadas no entran en conflicto con la lógica sino sólo con la
experiencia; tienen pleno sentido aunque sean falsas. La metafísica
no es tampoco una «superstición»; es perfectamente posible creer
tanto en proposiciones verdaderas como en proposiciones falsas, pero no
es posible creer en secuencias de palabras carentes de sentido. Las
proposiciones metafísicas no resultan aceptables ni aun consideradas
como «hipótesis de trabajo», ya que para una hipótesis es esencial
la relación de derivabilidad con proposiciones empíricas (verdaderas
o falsas) y esto es justamente lo que falta a las
pseudoproposiciones"[175].
Y aún más implacable: "En verdad los metafísicos son músicos sin
capacidad musical, en sustitución de la cual tienen una marcada
inclinación a trabajar en el campo de lo teorético, a conectar
conceptos y pensamientos. Ahora bien, en lugar de utilizar esta
inclinación por una parte en el campo de la ciencia y por la otra
satisfacer su necesidad de expresión en el arte, el metafísico
confunde ambas y crea una estructura que no logra nada en lo que toca al
conocimiento y que es insuficiente como expresión de una actitud
emotiva ante la vida"[176].
En consonancia con todo esto, y según expone uno de los más
cualificados portavoces de esta corriente, los problemas metafísicos,
más que mal resueltos, están mal planteados; o, mejor,
sencillamente no existen. La metafísica ha de ser abandonada: "se
hunde no porque la realización de sus tareas sea una empresa superior a
la razón humana (como pensaba Kant, por ejemplo), sino porque no
hay tales tareas"[177]. Así se pronunciaba Schlick en los
comienzos de los años 30.
Más adelante, con la caída del principio de
verificabilidad[178], el segundo Wittgenstein y algunos
representantes del neopositivismo exoneran de la acusación de
sin-sentido a las proposiciones metafísicas y aprenden a mirarla con
un poco más —sólo un poco— de benevolencia… siempre subordinada a
sus «valencias científicas».
Por ejemplo, en dependencia del segundo Wittgenstein y en el ámbito
de la filosofía analítica anglosajona, se concede a la metafísica un
cierto valor: el de ofrecer una visión de conjunto de la realidad
(una Weltanschauung o Weltauffassung, dirán los alemanes), un
nuevo modo de ver las cosas (a new way of seeing), que no permite
descubrir nada inédito, pero sí advertir lo de siempre —traído a la
luz por las ciencias— de un modo distinto e interesante. Popper, por
su parte, aun cuando jamás admitirá a la metafísica como ciencia,
por no ser falsificable, le reconoce no obstante la función de
engendrar nuevas visiones de conjunto, nuevas conjeturas o hipótesis…
de las que podrían llegar a nacer auténticas teorías científicas.
Además, a partir de cierto momento, el filósofo austríaco concede
a las proposiciones metafísicas la posibilidad de ser criticadas,
argumentadas en favor o en contra, de modo que uno pueda
«fundamentar» ciertas preferencias por éstas o aquéllas.
En la línea de Popper, y en consonancia con sus respectivas
posturas, Lakatos hará de la metafísica un manantial abundante del
que surgen sus famosos y fundamentales «programas de investigación»;
y Kunh, el hontanar de los nuevos «paradigmas» que, junto con las
«revoluciones científicas», determinan el progreso de la ciencia.
Autores del mismo corte, aunque no citados hasta ahora, verán en la
metafísica los «armazones de la ciencia» (framworks for science,
Agassi) o incluso, como Watkins, se aventurarán a sostener que la
metafísica puede contener proposiciones factuales confirmables por la
ciencia. Y, en un sentido muy peculiar, Feyerabend, además de
romper "una lanza en favor de Aristóteles", asegurará que para ser
"buenos empiristas" es imprescindible una mayor dosis de
metafísica[179].
Con todo, y como vengo repitiendo, ninguna de estas afirmaciones
apoya efectivamente la validez de la metafísica como modalidad de saber
distinta a la ciencia y dotada de alcance propio; como ámbito en que
pueda plantearse la clásica indagación sobre el fundamento. Según
explica Berti, las posturas recién mencionadas "no tocan en lo más
mínimo el problema de la racionalidad de la metafísica, que,
después de Kant, se ha transformado en el auténtico problema
relativo a esta disciplina […]. En efecto, el valor que reconocen
a la metafísica depende únicamente de la capacidad de ser más o menos
confirmada, a veces en un momento sucesivo, por la ciencia. Por
eso, la única verdadera racionalidad que todavía se admite es la
científica, y la metafísica se declara racional en la exclusiva
medida en que se acerca a la racionalidad de la ciencia. De este
modo, se desconoce la pretensión más propia de la metafísica", ya
desde los tiempos de Aristóteles, "de gozar de una racionalidad
autónoma, distinta de la científica y, sin embargo, igualmente
reconocida"[180].
En el fondo de estas actitudes laten, por lo menos, dos equívocos de
interés. Uno, el de equiparar la metafísica en abstracto con una
especie de saber absoluto y total, conclusivo y globalizante, y no
susceptible de incremento ni mejora; con una suerte de "ciencia de la
divinidad", que trasciende la falibilidad y la debilidad —¡y la
«libertad»!— del ser humano: y por eso se oye hablar tantas veces a
los epistemólogos y a los analíticos, críticamente, de «la visión
o el ojo de Dios». Tienen a la vista, quizá, filosofías de corte
hegeliano o, todavía más probablemente, aquéllas que han pretendido
elevarse a conocimiento definitivo, al alcanzar el rigor de alguna de
las ciencias entonces vigentes: el racionalismo cartesiano o el
positivismo, pongo por caso.
El segundo error, emparentado con este primero, es, como sugería,
el de hablar de la metafísica, sin distinguir las muchas y tan
dispares versiones que, a lo largo de la historia, han pretendido
adornarse con ese calificativo… aun cuando bastantes de ellas resulten
incompatibles entre sí. Toda metafísica posible, en fin de
cuentas, vendría a ser reducida a la matriz común en la que vive la
especulación filosófica —también con sus diversidades— después de
la revolución cartesiana.
Y ésa es, precisamente, la metafísica que repudian las corrientes
filosóficas que se han impuesto en el momento presente. No hablo ya
de filosofía de la ciencia. Ni tampoco de los especialistas en las
diversas disciplinas filosóficas, tan numerosos y variados como las
posibilidades que ofrece toda una historia de la filosofía, desde los
presocráticos hasta hoy, y sin contar con las filosofías orientales.
Me refiero a lo que podríamos calificar como el magma, el ambiente o
la «cultura» generalizada… que dirige también, en buena medida, la
marcha y la orientación de los estudios superiores en tantas
Universidades y en Congresos y en Symposia.
En el fondo de la filosofía actual que parece imponerse habría, como
de rebote, un neto rechazo de la mentalidad científica y de las
metafísicas «rigurosas» a ella falsamente equiparadas. Por tanto,
un equivocado repudio de la razón tout court. Y, por ende, en
muchos de sus representantes, un atenimiento a lo etéreo, a lo vago,
a lo narrativo o interpretativo, al mero relato, a las artes, etc.
A mi modo de ver, existe en esta pretensión un componente digno de
estima: el repudio de la mentalidad científica como modelo exclusivo
de todo de saber que se pretende legítimo: lo que hemos venido
calificando como cientificismo. Es decir, algo que a su manera
reprobaron ya Kierkegaard y Nietzsche; que dio origen a la
Kultur-Kritik de principios de siglo, con la insuficiente
distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu; a
las censuras a la ciencia por parte de Bergson o de Simmel; a las de
Heidegger y, antes todavía, a La crisis de las ciencias europeas,
de Husserl… Una recusación que, ya en la segunda mitad de nuestro
siglo, adquiere tintes drásticos en manos de la Escuela de
Francfurt, desde la que Horkheimer, Adorno y, sobre todo,
Marcusse animan la fatídica revolución del sesenta y ocho.
Sin embargo, estos últimos acontecimientos señalan los límites
intrínsecos de los movimientos de repulsa a que me vengo refiriendo: y
es que, junto con la razón instrumental radicalizada, justificadora
si se quiere del status quo, del capitalismo o incluso de Auschwitz
—¡y, por tanto, intrínsecamente irracional!—, se repele sin más
distingos cualquier tipo de racionalidad filosófica, arbitrariamente
identificada con la que ha dominado en la modernidad. Y en este
humus, con más o menos conciencia y no siempre decididamente a favor o
en contra, se mueven muchas de las posiciones filosóficas del presente.
Entre ellas recibe hoy un notable asentimiento la hermenéutica, tal
como la presentan los seguidores de Paul Ricoeur o, quizá con más
relevancia, los gadamerianos. En este puesto de privilegio tiene sin
duda su parte la fascinante personalidad de Hans Georg Gadamer, que
a sus más de noventa años levanta movimientos de admiración y
entusiasmo en los lugares donde expone sus doctrinas: sea en ámbitos
académicos, sea en reuniones más amplias y divulgativas.
En buena medida —por un instante quiero detenerme en ello—, el
atractivo de la hermenéutica gadameriana reside en lo que venimos
anunciando: en la alternativa que ofrece, mediante su atención a las
cuestiones artísticas, históricas, filológicas y en general del
espíritu, a la racionalidad rígida del cientificismo y de las
metafísicas «tradicionales», encaminadas hacia una verdad absoluta,
indubitable y, así dicen, coercitiva.
Gadamer, al contrario, pone a disposición «interpretaciones»
flexibles y siempre frescas, intrínsecamente vinculadas y
condicionadas por las diversas tradiciones, por prejuicios culturales y
por otros factores que, modificándola enormemente, no impiden sin
embargo —es lo que él sostiene— una auténtica comprensión
justificada no sólo de los variopintos textos a los que el hermeneuta
se enfrenta, sino de la realidad en sí misma… mediada a través del
lenguaje.
Es esta mediación necesaria del lenguaje la que me interesa resaltar.
Gracias a ella, la palabra llega a convertirse en la entretela o el
fondo último constitutivos de todo lo real. En efecto, a partir de
Heidegger la hermenéutica se adorna con el calificativo de
«ontológica», para indicar su función decisiva en la
comprensión-configuración del hombre y del mundo. Siendo para
Heidegger la naturaleza del hombre constitutivamente histórica, todo
el universo humano e infrahumano se encontrará siempre históricamente
determinado. De esa determinación derivan los «pre-juicios» que
hacen imprescindible la labor de interpretación. Pero el vehículo
que permite esta comprensión es el lenguaje. Él nos pone en
comunicación con la totalidad histórico-cultural y torna hacedera la
comprensión propia y ajena[181].
Con otras palabras: la clave de la hermenéutica gadameriana es esa
«fusión de horizontes» que nos capacita para comprender los distintos
mundos, mediados —esto es, a la par, relativizados y enriquecidos—
por la concreta cultura en que han tomado vida y por las que ha surgido
entre ella y la nuestra, que simultáneamente nos la acercan y nos la
alejan. Y todo ello es hecho posible gracias al lenguaje.
Éste se eleva, como vengo repitiendo, a la condición de protagonista
incontrastado. Según explica el propio Gadamer, "la fusión de
horizontes que tiene lugar en la comprensión es la obra específica del
lenguaje"[182]. Éste, al igual que el Ser del último
Heidegger, no es un instrumento de la razón, sino un medium, un
lugar originario, un vehículo de sentido, una totalidad de
significado o, si se prefiere, la luz que esclarece todos los
objetos: "El lenguaje en que algo viene a la palabra no es una
posesión que pertenezca a uno u otro de los interlocutores. Cualquier
diálogo presupone un lenguaje común o, mejor, lo
constituye"[183].
Y de ese lenguaje dependemos ontológicamente, en lo más íntimo,
cada uno de nosotros. Lo explica, una vez más, la categoría del
juego. "Hasta tal punto somos solidarios con la cosa que llega hasta
nosotros que debe hablarse de pertenencia (Zugehörigkeit), esto
es, del mismo compromiso que tiene lugar en el juego, al que un
jugador no puede declararse ajeno si quiere seguir jugando. En cuanto
ser- en-el-mundo, el hombre ha de tomar parte en un juego
lingüístico en el que más que jugar es jugado, ya que el verdadero
sujeto de la acción lúdica es el juego mismo, a cuya merced está el
hombre. Algo similar sucede en el diálogo, que puede decirse que
verdaderamente funciona sólo si los interlocutores renuncian a
imponerse y se dejan guiar por el íntimo desarrollo de la
conversación"[184].
No es menester exponer con más detalle los puntos fundamentales de la
obra gadameriana. De sobra son conocidos. Sí me interesa subrayar
en qué dilatada medida se sitúa en la estela abierta por Descartes,
cuando sustituye el ser por la conciencia. Ahora, lo correspondiente
a esa conciencia, a la subjetividad fundamentadora, es el lenguaje,
pero tomado en un sentido supra y cuasi im-personal: de él dependen
estrechísimamente tanto el hombre como el mundo. Según afirma el
propio Gadamer como conclusión de Wahrheit und Methode, "el
lenguaje es un medio en el que yo y mundo se unen o, mejor, se
presentan en su originaria «congeneridad»: es ésta la idea que ha
guiado nuestra reflexión"[185]. La esencia misma del hombre,
fruto exclusivo de su historicidad, viene caracterizada por el
lenguaje: es éste el que lo une a la totalidad y al flujo de la
historia. El mundo existe para el hombre sólo porque es dicho o ha
sido dicho por alguien.
Una decidida indicación crítica a este inmanentismo del lenguaje,
ajeno al conocimiento de la realidad como tal, la contiene el texto de
Agustín de Hipona que a continuación cito, en el que se plantea la
alternativa radical a la modernidad de origen cartesiano, y que deberá
servirnos de inspiración en momentos posteriores de nuestro estudio.
"Quita el verbo mental (verbum); ¿en qué se convierte la voz
(vox)? Cuando no hay entendimiento (intelectual), el sonido
exterior es inútil. La palabra sin el verbo mental golpea el aire,
pero no edifica el corazón. […] El sonido de la voz te conduce
hasta la comprensión del verbo mental, y una vez que ha cumplido esta
función él pasa, pero el verbo mental que el sonido llevó hasta ti
se encuentra ya en tu corazón y no ha desaparecido del
mío"[186].
Es cierto, y hay que reconocérselo a la hermenéutica
contemporánea, que ese verbo no es independiente del lugar y el
tiempo, y de la situación cultural del hombre que lo concibe. En
este sentido, hay que agradecer a Gadamer sus invectivas contra el
iluminismo y el racionalismo, al mostrar el valor de la autoridad y de
la tradición contra el prejuicio más radical de los iluministas: un
prejuicio invencible contra cualquier tipo de pre-juicios[187].
Pero para que la comprensión se lleve a término cabalmente, no basta
tomar conciencia de los propios pre-conocimientos, ésos que nos
permiten la inclusión en la totalidad del círculo hermenéutico.
Como sostiene Russo, no es "suficiente una simple toma de conciencia
de las condiciones hermenéuticas del comprender. Es necesario un
punto de referencia externo, un conjunto de valores no negociables y no
dependientes del lenguaje, a los que deben adaptarse nuestros juicios.
Se trata, una vez más, de una realidad que no exige necesariamente
la expresión lingüística, sino que sigue siendo válida también
cuando no la mencionamos. Más todavía: que alcanza una fuerza
indescriptiblemente mayor en el silencioso respeto"[188]: la
verdad, el verum-ens.
Se trata de cuestiones en parte ya aludidas y sobre las que habremos de
volver más adelante. Prosigamos ahora el somero bosquejo de la
filosofía actual.
La hermenéutica de Gadamer ha dirigido cada vez más la atención
hacia su maestro Heidegger, interpretado no obstante de manera un
tanto distinta a como se lo exponía hace no demasiados años.
Hoy no interesa ya el Heidegger
«fenomenólogo-existencial-metafísico» de Sein und Zeit y de las
restantes obras que se sitúan en su órbita. Se atiende ahora sobre
todo a ese pensamiento «rememorativo» (Andenken) o «poetizante»
propio de sus últimos escritos, plagados de términos estrictamente
intraducibles, como Ereignis, Lichtung, Gelassenheit, Geviert,
Versammlung…[189] y en el que el ser debe por fin hacerse
presente como verdad.
¿Por qué esa prioridad del último —¿tercer?— Heidegger?
Por razones análogas a las de Gadamer. Porque en todo ello se
descubre una alternativa a la rígida tradición filosófica y
científica occidental; por su apertura a nuevas formas de expresión y
de acceso al ser; por la importancia concedida al lenguaje, tema por
excelencia de todas las corrientes contemporáneas.
Como expone el propio Heidegger, "la palabra que nos habla de la
esencia de una cosa nos viene del lenguaje, con tal de que sepamos
prestar atención a la esencia propia de éste […]. El hombre se
comporta como si fuere él el creador y el dueño del lenguaje,
mientras que al contrario es éste quien es y ha sido siempre el señor
del hombre"[190].
¿Por qué? Porque la expresión linguística constituye una
manifestación privilegiada, especialmente pertinente, de la función
unificante del Ser. Si el logos, según la conocida interpretación
heideggeriana, «guarda» al ente, el «lugar» donde el Ser recoge
(legein) la presencia que le es constitutiva es la palabra; y en ella
comunican las cosas y los hombres, la tierra y los dioses. Como puede
leerse en la Carta sobre el Humanismo, el lenguaje es la «casa» del
Ser.
Mas ¿qué lenguaje? No ciertamente el banal, inauténtico. Ni
tampoco el meramente científico. En lo relativo al pensar la ciencia
no tiene nada que decirnos. Ella no piensa. "No existe un puente
que conduzca de la ciencia al pensamiento; el único modo de pasar es
un salto" que nos hará arribar a una región diversa. Pues, en
efecto, "lo que en ella se nos torna visible no es algo que, en
ningún caso se pueda demostrar"[191].
Por el contrario, el pensar en su sentido más estricto magnifica el
lenguaje de la poesía. Y es la obra de arte el ente privilegiado que
puede hacer presente al Ser mismo. Como se lee en la Einführung in
die Metaphysik (p. 168), "la otra de arte no es obra en primer
lugar en tanto que es producida y hecha, sino porque ella reproduce el
Ser en un ente […]. Por la obra de arte, como Ser que es (als
das seiende Sein), todas las demás cosas que aparecen y se
encuentran se ven confirmadas y hechas accesibles como entes o no
entes". "De ahí el carácter privilegiado de la obra de arte: es
ciertamente un ente, pero un ente en el que el Ser, como original
colección de todas las cosas, no se pierde, sino que se abre en
cuanto tal. La belleza es así el modo en el que ese ente se
trasciende y muestra su relación hacia el fundamento de todas las
cosas, es decir, se muestra a sí mismo como verdad y en la verdad del
Ser"[192].
¿Valoración? También ahora hay que agradecer a Heidegger esa
llamada a un tipo de pensamiento que no es el de la ciencia experimental
ni encierra visos de racionalismo. Lo que de más positivo advierto en
su postura es la oscura y no del todo consciente pretensión de hacer
salir a la luz «facultades» olvidadas durante siglos. Como el nous
aristotélico, sin el que veremos que la metafísica resulta inviable,
y como la memoria metafísica —recuerdo de lo sido—, sobre la que ya
llamara la atención Agustín de Hipona.
Así parece sugerirlo este texto clave: "Das Denken beginnt erst
dann, wenn wir erfahren haben dass die seit Jahrhunderten
verherrlichte Vernunft die hartnäckigste Widersacherin des Denkens
ist: el pensar sólo empezará cuando experimentemos que la razón,
elevada a su máximo esplendor durante siglos, es la más porfiada
enemiga del pensar"[193]. Proposición ésta que sólo vale
frente al culto latréutico, sobre todo de matriz inmanentista, a la
razón humana; a una razón, sin embargo, cuya dignidad teorética
siempre es necesario reivindicar. Lejos, pues, de todo
irracionalismo, que habría que repudiar, lo que de intemporal
encierra el aserto heideggeriano es la exigencia de superar toda forma
de predominio dictatorial de la mera razón, con vistas a instaurar un
auténtico pensar especulativo. Un pensar que se avalora, según
sugiere Cardona, en cuanto parece apelar también a la «memoria»,
entendida no ya como simple sentido interno, sino como facultad del
espíritu.
"A primera vista —dice el filósofo catalán—, nada más ajeno al
pensamiento heideggeriano que la memoria, en cuanto que el Dasein
aparece como un ser-ahí sin origen y sin destino. Pero aquella
tradición que ha sido su humus intelectual y vital le empuja sin cesar
hacia la trascendencia, donde su fenomenología rebota una y otra vez.
Y en efecto, para él, otra acepción del «pensamiento esencial» es
precisamente el «recuerdo» que va mucho más allá de lo que da de sí
un «pensamiento obediente y a la escucha». El pensamiento no es la
ejecución mecánica de una capacidad. Se trata, más bien, de lo
que él llama, con una arcaica palabra alemana, Gedank: mente,
alma, corazón; y a la vez, memoria como potencia, y reconocimiento
como acto. Por lo que hace a la «memoria», no se trata, como en
Locke, de un stock-house de representaciones y conceptos, sino que
es «el recogimiento alredador de; el permanecer sin cesar reunido
alrededor del pasado…, del presente… y alrededor de lo que puede
suceder (Was heisst Denken), el recogerse o retomarse en una
«unidad de presencia que tiene sin embargo cada vez su propia
naturaleza».
"A este propósito, él mismo nos remite a Novalis. Novalis
concebía la memoria como un «cálculo profético, musical» y como
una «poesía previa necesaria». Para Heidegger, la memoria tiene
su fundamento «en la 'salvaguarda' que toma de su guarda 'todo lo
que da que pensar': sólo la salvaguarda libera y da lo que de ser hay
guardado en el pensamiento, lo que da más que pensar». Y así nos
da la definición de memoria como «la reunión del pensamiento fiel
alrededor de lo que ofrece que pensar».
"El segundo momento incluido en el Gedank es el «reconocimiento»,
que exige —más que el otro— que el pensamiento renuncie a toda
pretensión legislativa. El pensamiento debe ser reconocimiento con
relación a «lo que da más que pensar», porque nos ha dado el ser lo
que somos, y que lo somos precisamente gracias al pensamiento: se
enfrenta aquí el «pensamiento esencial» con el «pensamiento
calculador» y contable. Todo esto no es fácilmente inteligible
dentro de las coordenadas fenomenológicas e inmanentistas en que
Heidegger declara moverse; pero se ilumina bastante dentro de la
tradición filosófica en la que (velis nolis) se mueve"[194].
¿Recuperación, por tanto, del pensar como labor de toda la
persona, que hunde sus raíces en su Origen más remoto? ¿Apertura
implícita a Dios, en el que siempre somos, mientras estamos siendo y
aun antes de ser?
No habría que pasar por alto la remota dependencia de Heidegger
respecto a Descartes; ni, más en concreto, la determinación
estrictamente trascendental, en el sentido kantiano, que lo acompaña
desde sus primeros pasos con Sein und Zeit, y que tampoco lo abandona
del todo después de la Kehre. En el último Heidegger el Ser es la
primera y más radical condición de posibilidad de la
presencia-de-los- entes-ante-el-Da-sein. No se sitúa, por
ende, en el ámbito del ser de la metafísica clásica, sino en el
surco inmanentista abierto por el cogito, profundizado por Kant,
Hegel y Husserl… y que Heidegger intenta por todos los medios
trascender, sin conseguirlo.
Aunque aplicado a un momento anterior de su desarrollo, sigue siendo
substancialmente válido, también ahora, el juicio de
Hernández-Pacheco: "Nos movemos aquí en una interpretación
idealista más radical aún que la de Kant, pues para Kant la
experiencia y sus formas eran condiciones de objetividad, eran
condiciones de constitución teórica, y no entitativa; en esta
experiencia se constituía el objeto, no su onticidad, que era
supuesta más allá de la experiencia como cosa en sí. Para
Heidegger, por el contrario, la Existencia es, en su movimiento
trascendente, condición de posibilidad del ente en cuanto ente. Ser
y Existencia qua apertura hacia este ser son —dirá Heidegger más
tarde— lo mismo, en el sentido de que ambos se constituyen en el mismo
acto de trascendencia. Sólo hay ente en y desde el acto de existir,
de ser-en-el-mundo, que somos cada uno"[195].
Cosa que confirmará más adelante, como en este texto de Was heisst
Denken: "Ningún camino del pensar […] sale de la esencia del
hombre hacia el Ser o, al contrario, del Ser de vuelta a la esencia
del hombre. Mas bien todo camino del pensar se mueve siempre dentro de
la relación total entre el ser y la esencia del hombre; de otra forma
no es tal pensar"[196].
Quiero advertir que, dentro del inmanentismo-fenomenológico
fundamental que lo determina, hay en cuanto estamos viendo un intento
de trascender hacia el hallazgo y el más cabal significado del Ser,
que, en el extremo radicalmente opuesto, evoca no obstante las más
cualificadas pretensiones y los logros del pensamiento clásico. En su
contenido y en su método. Pero, por desgracia, no es esto lo que en
la actualidad fascina de Heidegger. Por el contrario, el lugar de
privilegio que el profesor alemán "concede a la poesía como lenguaje
capaz de revelar el sentido del ser converge con una tendencia difusa en
la cultura de hoy, que lleva a revalorizar el mito, lo sacro, lo
misterioso, lo nocturno… y en la que no dejan de haber ciertos brotes
decididamente [irracionales o] «irracionalistas»"[197].
Y así, al joven estudiante que le había pedido que fundamentara
rigurosamente sus afirmaciones, Heidegger contesta que el suyo es un
pensamiento en camino, expuesto al riesgo del error; que es una
meditación en busca del ser… pero que carece de documentos de
legitimación. Más aún, en cuanto el Ser se advierta, casi al
extremo del recorrido heideggeriano, como primaria relación
constitutiva no substancializable, pero que se torna absoluta, y que
de ningún modo puede ser un ente, todo abocará, como veíamos al
hablar del nihilismo, al fundamento de la Nada.
Y aquí tampoco puede abrirse un espacio seguro para la verdad.
Animada también por la importancia que el último Heidegger le
concede[198], la cultura hodierna ha continuado este su retorno a
los «orígenes», hasta arribar al que sin duda es el filósofo más
influyente en el pensamiento que hoy domina: Nietzsche (a cuya luz,
como decíamos, se vienen interpretando los restantes autores de moda,
desde Heidegger hasta Freud o también, en su momento, Marx).
Como escribe Vattimo, uno de sus intérpretes más «actuales»,
Nietzsche constituye, bajo ciertos aspectos, una "figura
emblemática: de hecho, nada más difícil que indicar en la
filosofía contemporánea una «escuela» nietzscheana, aun cuando el
influjo ejercitado por su pensamiento es dilatadísimo y muy
vivo"[199].
Pero tampoco se trata ahora del Nietzsche de primeros de siglo, el
del «superhombre» y la «voluntad de poder», crítico del socialismo
y de la democracia e inspirador de conocidos movimientos de la primera
mitad de nuestra centuria (y entrado definitivamente en crisis después
de la segunda guerra mundial). Estamos más bien ante un Nietzsche
de izquierdas, que censura la sociedad burguesa y transvaloriza todos
los valores; pero también, y sobre todo, ante el Nietzsche que
proclama la muerte de Dios y, quizá más todavía, la muerte del
hombre. El superhombre, transformado en dividuum, culmina con la
desaparición de lo humano.
Estamos, por ejemplo, ante el Nietzsche que descubre en la muerte de
Dios la más liberadora exaltación del hombre: "Esa larga serie de
demoliciones —nos dice en La gaya ciencia—, de destrucciones, de
ruinas y derrumbamientos que tenemos en perspectiva, ¿quién podría
adivinarla hoy en grado suficiente para ser el iniciador y el adivino de
esta enorme lógica del terror, el profeta de una tiniebla y de una
oscuridad tales que probablemente jamás tuvieron par en la tierra?
Nosotros mismos, nosotros, adivinos de nacimiento, que estamos como
al acecho en las alturas, plantados entre el ayer y el mañana;
nosotros, primogénitos del siglo futuro, que deberíamos percibir ya
las sombras que Europa va a proyectar, ¿cómo es que esperamos sin
verdadero interés, y sobre todo sin cuidado ni temor, la venida de
ese eclipse? ¿Estaremos tal vez demasiado dominados aún por las
primeras consecuencias de tal acontecimiento? ¿Es que esas primeras
consecuencias, contra lo que debería esperarse, no nos parecen
tristes y sombrías, sino que, al contrario, se nos presentan como
una especie de luz renovada, difícil de describir, como una especie
de dicha, de alivio, de serenidad, de aliento, de aurora?…
Efectivamente, nosotros, los filósofos, los espíritus libres,
ante la nueva de que el Dios antiguo ha muerto, nos sentimos
iluminados por una inédita aurora; nuestro corazón se desborda de
gratitud, de asombro, de expectación y curiosidad, el horizonte nos
parece libre otra vez, aun suponiendo que no aparezca claro; nuestras
naves pueden darse de nuevo a la vela y bogar hacia el peligro: vuelven
a ser lícitos todos los riesgos del que busca el conocimiento; el
mar, nuestra alta mar, se abre de nuevo ante nosotros, y tal vez no
tuvimos jamás un mar tan amplio"[200].
¿Es esto lo que de Nietzsche atrae a nuestros contemporáneos?
Acaso sí, y también cuanto explicamos en el capítulo sobre el
nihilismo.
De Nietzsche arrebata, por ejemplo, la promesa de un paraíso
terrestre para el hombre definitivamente adulto.
Un lugar en el que "se vive, desligados ya de las cadenas del amor y
del odio, sin sí y sin no, acercándose y alejándose libremente,
pero prefiriendo escapar hacia otro lado, sustraerse, aletear volando
más y más hacia lo alto"[201]. Allí "todo se vuelve más
cálido en torno a él, más dorado; sentimiento y simpatía adquieren
profundidad, y brisas tibias de toda especie soplan por encima de él.
Se encuentra casi como si sus ojos se abriesen por vez primera a las
cosas cercanas. Está maravillado y se sienta en
silencio"[202].
Un emplazamiento donde a los ojos del espíritu libre, cada vez más
libre, "comience a descubrirse el enigma de esa gran liberación que
hasta entonces había esperado oscura, problemática, casi
intangible, en su memoria. Cuando en otro tiempo apenas se atrevía a
preguntarse: «¿Por qué tan apartado, tan solo, renunciando a todo
lo que yo respetaba, renunciando a este respeto mismo, por qué esta
dureza, esta desconfianza, este odio hacia mis propias virtudes?»,
ahora se atreve a plantear la pregunta en voz alta y oye ya algo así
como una respuesta. «Tenías que llegar a ser dueño de ti, dueño
también de tus propias virtudes. Antes ellas eran tus dueñas; pero
no tienen derecho a ser más que tus instrumentos al lado de otros
instrumentos. Tenías que adquirir el poder sobre tu Pro y tu Contra
y aprender el arte de aceptarlo y desprenderte de ellos según tu fin
superior del momento […] Tenías que aprender a percibir lo que hay
de injusticia necesaria en todo Pro y Contra, la injusticia como
inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por la
perspectiva y su injusticia. Tenías ante todo que ver con tus propios
ojos dónde hay siempre más injusticia […] Tenías que ver con tus
propios ojos el problema de la jerarquía […] «Tenías que»…;
basta, el espíritu libre sabe ya a que «necesidad» obedeció, y
también cual es ahora su poder, cuál es, solamente ahora…, su
derecho…"[203].
Todo esto, como decía, acalora, sobre todo a determinadas edades.
Pero mi experiencia como docente me permite afirmar que, además de la
pasión exaltante y omnidestructiva, de Nietzsche fascina sobre todo
su modo de expresarse por aforismos, por paradojas que basculan entre
lo genial y lo demencial, por ese conjunto de metáforas fácilmente
interpretables (en el sentido que uno desea), que dan al lector la
impresión de haber entrado, junto con quien ha escrito tales
páginas, en el ámbito de los genios, de los espíritus superiores.
Nietzsche puede ser utilizado contra todo y a favor de casi todo: todo
lo ha afirmado y negado, y lo contrario de todo.
Verdades sobresalientes que nadie antes de él se había atrevido a
enunciar, o que ni siquiera se habían entrevisto, y vulgaridades de
lo más cruel, insoportable y absurdo. Un auténtico «experimento
con la verdad». Justamente por eso, "es decir, por semejante
incoherencia, por este rechazo de la lógica y de la racionalidad,
gusta tanto Nietzsche al hombre de hoy"[204].
Semejante postura, la del Nietzsche de los años postreros,
constituye también la substancia de las filosofías más de moda en el
momento actual: las distintas manifestaciones de lo postmoderno.
Pero, como antes sugería, en su transfusión al mundo contemporáneo
las negatividades que están en la base parecen perder vigor y fuerza
acusadora; aunque quizá, tal vez por eso mismo, resultan más
deletéreas. En cualquier caso, se sitúan en la misma línea
destructora en que las introdujo el filósofo alemán.
Como ya hemos advertido, para conducir ese poder demoledor hasta su
culmen, y para moverse en un terreno «cómodo», el pensiero debole
reemplaza las categorías tradicionales de la metafísica (ser,
unidad, verdad, fundamento, persona, absoluto), consideradas como
expresión de dominio, por otras más «débiles», como las de
diferencia entre los entes, historicidad, eventualidad, ocaso,
declive, crisis…
Dicho con otras palabras: los representantes del pensiero debole
utilizan sobre todo la pars destruens de Nietzsche y Heidegger, pero
apenas su pars construens. Y, así, Vattimo se apoya "en una
interpretación de Heidegger que resuelve todas las ambigüedades y
puntos débiles en la dirección más relativista y encerrada en la
finitud que es posible.
"Si, por ejemplo, Heidegger hablaba de los varios
«destinos-remisiones», de las varias
«manifestaciones-ocultamientos» del ser en la historia y de la
necesidad de ponerse «a la escucha», sin especificar sin embargo si
habría de llegar alguna vez un momento en que el ser se manifestaría
en plenitud, para Vattimo la respuesta es sin duda negativa. El
horizonte se encuentra radicalmente cerrado y encerrado en la finitud;
no hay posibilidad de trascenderlo en ningún sentido. Somos
«jugados» por el lenguaje; estamos inmersos en una historicidad
radical que permite a la filosofía un único cometido: el
hermenéutico: interpretar las huellas de la «tradición» y vivir en
diálogo con ella. Aquí Heidegger resulta «filtrado» a través de
la hermenéutica de Gadamer, que hace desaparecer de la posición
heideggeriana la tensión hacia algo «nuevo» y más «pleno», y
cierra el círculo identificando historia y lenguaje"[205].
Estos son los esquemas mentales que imperan hoy en tantos ambientes
«filosóficos», difundiendo en la «cultura» establecida el conjunto
de negaciones que llevan consigo. Pues bien, me interesa insistir en
que todo ello se suma a la crisis de racionalidad que examinábamos
antes entre los epistemólogos de nuestro siglo. ¿Por qué? Porque
también la postmodernidad débil implica sobre todo la anulación
absoluta del sentido de la verdad y de cualquier racionalidad posible.
Como quería Nietzsche, todo es falso: "sencillamente, ya no
existe razón alguna para imaginarse un mundo verdadero"[206].
Vattimo lo afirma con el mismo ligero aplomo de Nietzsche. Y como el
de éste, su planteamiento no se sostiene, antes que nada, desde el
punto de vista teórico. No cabe negar simplemente, sin otros apoyos
que ciertas afirmaciones de Nietzsche y Heidegger acríticamente
asumidas, que exista verdad alguna… Y menos todavía para después
sostener como verdadero el propio planteamiento, aunque sea con
precavidas sutilezas. Ciertamente, Vattimo declara que su posición
es una especie de residuo, lo que queda después de haber destruido las
restantes. Y recuerda aquí la metáfora de la escalera utilizada por
Wittgenstein. Pero si el filósofo italiano pretende estar diciendo
algo, tendrá que dejar en pie la posibilidad de que también se
«licencie» su propio planteamiento. Esto no puede negárnoslo.
En realidad, la única postura verdaderamente coherente en tales
circunstancias sería, como ya nos recordara Aristóteles, la del
escepticismo radical. Ni sé nada, ni sé tampoco si antes o después
podré saber algo. Es ilegítimo sostener que necesariamente no puede
conocerse la verdad y que, por ende, no existe el derecho a juzgar
falsa ninguna afirmación. Incluso el procedimiento «genealógico»
de Nietzsche se encuentra tocado por esta crítica. Yo puedo jugar,
«danzar» en este juego de máscaras que serían la cultura y la vida.
Pero no puedo excluir que haya quien se comporte de otra manera y tenga
sus buenas razones para hacerlo[207].
Retomando la idea apuntada hace unos instantes, y teniendo en cuenta
que no todos son capaces de sostener los dos extremos de la paradoja,
hay que insistir en lo que sigue: las actuales filosofías de la
crisis, con su repudio de la razón, del sentido, de los fines y de
los valores…, con su carga de nihilismo, en una palabra, resultan
complementarias o incluso instrumentales respecto a la hegemonía de esa
racionalidad científico-tecnológica pura contra la que,
presuntamente, querrían reaccionar.
Lo intuye Sorrentino cuando explica: "La crítica de la razón
técnico-científica y la institución de un pensamiento «débil»,
mientras por un lado contribuyen a la pérdida de poder de la razón
instrumental e ideológica, por otro atacan a la misma racionalidad
crítica, llevando a término una disolución de ésta que, en fin de
cuentas, acaba por restaurar el poder de la ideología y el «sentido»
no protegido del saber crítico"[208]. Y lo confirma Berti,
acaso con mayor clarividencia: si los hechos se separan absolutamente
del sentido —viene a afirmar—, y este segundo se confía a una
opción arbitraria, cuando no incluso a la nada, mientras los primeros
reposan en los dominios de la ciencia…, se está secundando la
hegemonía de esa racionalidad científica —y, en su decir, no
valorativa, instrumental, dominadora y violenta— a la que los
filósofos de la crisis pretendían oponerse[209].
No es en este contexto de irracionalidad difusa, por tanto, donde
podemos encontrar el camino que nos conduzca hacia la verdad del ser.
Existen, con todo, otros movimientos actuales que suscitan una mayor
esperanza. Corrientes que defienden la posibilidad de una racionalidad
filosófica genuina, contrastable y comunicable, y que están
recabando la adhesión de grupos cada vez más nutridos de pensadores.
– En primer término, atendiendo ahora a sus aspectos más
positivos, cabría volver a aludir a la hermenéutica, sobre todo en
su versión gadameriana. Esta orientación permite hablar, al menos
hasta determinado punto, de una cierta verdad, de interpretaciones
más o menos correctas o adecuadas de los textos, contrastables por las
restantes personas que se enfrenten a ellos. Al mismo tiempo, no cae
en rigideces «metafísicas», no anula la diversidad de las
interpretaciones legítimas, igual que una partitura no elimina el
estro interpretativo de cada uno de los que la ejecutan.
Y, en efecto, cuando los presuntos hermeneutas, como algunos
artistas, no consiguen la «fusión de horizontes» con el autor que
interpretan, la «solución» al problema que llevan entre manos
resulta desmentida por el contexto o por pasajes paralelos o por el
descubrimiento de un error de lectura o de transcripción, o por mil
factores más. Se admiten, pues, determinaciones muy variadas, pero
no arbitrarias, sino sometidas a cierto control racional.
Ya esto es destacable en la hermenéutica. Pero lo resulta mucho más
su capacidad manifestativa o descubridora: la aptitud para encontrar y
poner ante la vista de todos factores inadvertidos hasta el momento,
sugerencias profundas, significados «ocultos»… Famosas son las
lecturas en extremo iluminadoras que Gadamer hace de los
presocráticos, de Platón, de Aristóteles, de Kant, de Hegel.
De todos modos, "lo que deja un poco insatisfechos, al menos a
algunos, es la impresión de que [Gadamer] nunca adopte una postura
clara en favor de uno o de otro filósofo; es decir, que no se
decida; que ni siquiera de manera provisional diga de parte de quién
está la razón y quien, por el contrario, yerra, poniendo a todos
los autores en el mismo plano"[210].
Además, la hermenéutica presta poca atención a los aspectos
argumentativos del discurso filosófico y, en ese sentido, a la verdad
en su versión fuerte.
Así lo explica Pegueroles, manifestando simultáneamente las luces y
las sombras, y la peculiaridad exclusiva, de la hermenéutica:
|
"1. La verdad hermenéutica es una verdad sin criterio. No hay
criterio de verdad en la hermenéutica. La belleza de la Novena
Sinfonía de Beethoven ni se puede verificar, ni se puede demostrar.
"2. ¿Cómo distinguir entonces entre la belleza y la no belleza,
entre una gran filosofía y una filosofía sin valor? Hay dos
caminos. Primero, la experiencia. Sólo un hombre de mucha
experiencia artística, filosófica… (un hombre formado) será capaz
de juzgar con acierto. Segundo, el diálogo. Dos hombre entendidos
(en arte, en filosofía) es posible que lleguen a ponerse de acuerdo
en la verdad.
"3. La verdad hermenéutica es una verdad sin error. En la
hermenéutica, lo contrario de la verdad no es el error, sino la no
verdad. La verdad hermenéutica se da en una experiencia (de
belleza, de valor). Ahora bien, la experiencia, o se da, o no se
da. O hay experiencia o no hay experiencia. No hay experiencias
falsas. La experiencia siempre es verdadera.
"Lo que ha visto un gran filósofo es verdad, ha dicho alguien
magistralmente. Después, el lector de Platón verá o no verá esa
verdad que ha visto Platón. No hay un Platón falso. El pedazo de
plomo dorado que yo tomo por oro, no es oro falso, es no oro
(Heidegger).
"4. La verdad hermenéutica es histórica y por tanto finita.
Está condicionada por la historia y especialmente por el lenguaje del
lector del texto. La hermenéutica de Gadamer afirma a la vez la
verdad y su finitud. El hombre no conoce la verdad ab-soluta
(Hegel), sino su modo de darse desde su situación. Ahora bien,
esta finitud es una riqueza. Los modos de darse de una gran obra de
arte son infinitos. Nunca llegaremos al término de nuestra
experiencia de la Novena Sinfonía o del Quijote.
"5. […] Leía no hace mucho que en la hermenéutica primero es la
comprensión y después la valoración de lo comprendido. El autor no
había entendido nada. Esta distinción entre comprensión y crítica
o, lo que es lo mismo, entre sentido y verdad, es propia de la
ciencia, no de la filosofía (o la hermenéutica, que es su otro
nombre).
"Si comprendo a Platón, me entusiasmaré con él. Si no me dice
nada es que no lo he comprendido. La verdad hermenéutica sólo es
verdad si es verdad para mí. La verdad científica es verdad, aunque
a mí no me afecte (es verdad para todos). La verdad hermenéutica
sólo es verdad si me la apropio, si me la aplico.
"La verdad hermenéutica es una verdadera revolución. La filosofía
(y el arte) no es una ciencia (como pretendió la modernidad). Y
su verdad es otra verdad. Esta nueva, revolucionaria verdad la
descubren, cada uno por su cuenta (siempre contra la modernidad),
Kierkegaard (la verdad subjetiva) y Newman (Grammar of assent),
en el siglo pasado. Y, en el nuestro, Heidegger y con él Gadamer
y Pareyson (cada uno a su manera) y la nueva retórica de Perelman"[211].
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|
– Verdad no argumentativa, como anunciaba Berti. No ocurre así,
por el contrario, con la corriente citada al término del texto de
Pegueroles, conocida precisamente como «teoría de la
argumentación». La «nueva retórica» la fundó Chaïm Perelman
alrededor de los cincuenta[212], y ha ido ganando adeptos con el
paso del tiempo y, especialmente, en torno a la muerte de su
fundador, no hace todavía muchos años[213].
El tipo de argumentación que propone este movimiento es aplicable a
los más diversos campos, desde la literatura hasta el derecho, desde
la filosofía hasta la política… Y tiene, como se sabe,
inspiración clásica. Se trata de la retórica aristotélica. Es
decir, de una cierta adaptación de la dialéctica del Estagirita
—que transcurría siempre entre dos interlocutores— al ámbito de un
auditorio más amplio donde, además, sólo el retor hace uso de la
palabra, ejerciendo la facultad persuasiva a través de razonamientos y
de otros medios más psicológicos. Lo característico de esta
retórica es que no se apoya en verdades indudables, sino en opiniones
admitidas por el conjunto de los mortales —más en concreto, por el
auditorio—, a partir de las cuales intenta o bien demostrar la tesis
propuesta por el retor, o bien confutar lo sostenido por otras
personas, deduciendo de ello afirmaciones contradictorias respecto a
las premisas sustentadas por los oyentes. El retor triunfa cuando pone
de manifiesto una contradicción entre las afirmaciones que se oponen a
la suya y las opiniones comúnmente aceptadas (los éndoxa).
La técnica retórico-dialéctica, entonces como ahora, es la única
que puede ponerse por obra en el campo de la ética, de la política y
del derecho: es decir, en la esfera de aquellas cuestiones mediadas
por la libertad, en las que, por tanto, no puede darse la necesidad y
exactitud propia del saber estrictamente teórico.
En conjunción con la hermenéutica, y acompañando a la
rehabilitación de la filosofía práctica, la nueva retórica da a luz
un modelo de «racionalidad práctica» ajeno a las deficiencias de la
racionalidad científica. Ésta, según sabemos, entró en crisis
como consecuencia de su formalismo y, sobre todo, de su incapacidad
para cimentar los fines, apelando a las cuestiones de «sentido» o
«significado», y haciéndose cargo del todo, para explicar el
«mundo de la vida».
Además, la «nueva retórica» apela a una racionalidad abierta y no
constrictiva, capaz de tener en cuenta el parecer de todos. La nueva
retórica no se dirige sólo a los expertos, sino que resulta accesible
a todos y controlable por todos. De resultas, facilita la
comunicación, la comprensión entre unos y otros, y su colaboración
para resolver los problemas prácticos.
En tercer lugar, la «nueva retórica» toma nota de los
condicionamientos de todo tipo: desde los culturales, sociales e
ideológicos, hasta los lingüísticos, a los que también ella
concede una particular relevancia. Con todo, no incurre ni en el
relativismo ni en el escepticismo[214].
Pero, junto a estos méritos, se descubren en la nueva retórica
limitaciones bien características. Pues, "al quedar circunscrita a
temas de carácter práctico y dejar los teoréticos bajo la competencia
del cálculo lógico, reconoce implícitamente la superioridad de este
último allí donde fuere aplicable y, por ende, tiende a presentarse
como una lógica menor, una estructura más débil, a la que se
recurre sólo por necesidad"[215].
Concretando más esas deficiencias, decisivas para el planteamiento de
nuestro estudio, podríamos decir que, "por un lado, la nueva
retórica se contrapone a sí misma a la ciencia, dejando a ésta
última el monopolio de lo «teorético», de lo propiamente
cognoscitivo, y manteniendo entonces la división entre las dos
culturas, con la curiosa paradoja de que a la menos rigurosa de ellas
le corresponde determinar lo más importante, es decir, los fines y
los valores, mientras que la más rigurosa, segura y fiable se reserva
la determinación de lo menos importante, esto es, los medios.
"Por otra parte, la nueva retórica se contrapone asimismo a la
filosofía o, al menos, a un cierto tipo de filosofía que Perelman
denomina las «filosofías primeras». A saber, la filosofía
teorética, a la que declara dogmática, metafísica en el peor
sentido del término, y que —en su decir— pretendería erigirse como
«saber absoluto», como una especie de «mirada divina», como un
conjunto de verdades del todo incontrovertibles. La única filosofía
tolerada es la que denomina «filosofía regresiva» o «abierta»,
argumentativa, retórica, que en fin de cuentas se resuelve en la
filosofía práctica y resulta avalorada a tenor de sus propios
resultados.
"Por fin, con esta doble oposición, la nueva retórica muestra no
conocer otro tipo de racionalidad teorética más que la rigurosamente
formalizable, gobernada por la lógica formal: es decir, la
racionalidad axiomático-deductiva, en la que los axiomas son
hipótesis, si se trata de la ciencia, o intuiciones, en el caso de
la filosofía. En conclusión, participa del dogma
cartesiano-spinoziano del mos geometricus como único método racional
válido…, a pesar de haber nacido en contra de él"[216].
– Mucha más relevancia que la nueva retórica, y remitiendo esta vez
a Aristóteles y a Kant, tiene otro movimiento, que apela también a
una racionalidad no científica y que es conocido como «filosofía
práctica». Se trata de una reflexión sobre las actividades humanas
—moral, política y derecho, fundamentalmente— que pretende un
alcance valorativo: es decir, en lugar de simplemente describir, como
las ciencias sociales, aspira a dictar normas que dirijan el obrar
humano en esos ámbitos «prácticos».
Según explica Millán-Puelles, "una buena parte de la filosofía
analítica —la de corte positivista o neopositivista— había reducido
la ética a la lingüística de la moralidad, y el papel de la razón,
en lo que se refiere al análisis de la conducta moral, lo habían
reducido a un análisis del lenguaje ético. Es decir, la ética no
sería, según estos analistas, una disciplina normativa, ni una
reflexión sobre la validez o invalidez de lo que llamamos
comportamiento moralmente correcto, sino simplemente un estudio del
lenguaje ético, un estudio de las palabras «recto»,
«incorrecto», «moral», «inmoral», «derecho», «deber»,
«obligación»; es decir, un análisis del lenguaje, pero sin tomar
partido.
"Frente a eso, hoy ya vuelve a hablarse de ética en un sentido
comprometido, no en la acepción, meramente, de un análisis del
lenguaje. Y en eso hay que reconocer que Habermas ha contribuido
decisivamente, discurriendo acerca de cómo se puede hablar también de
«verdad» en el ámbito de la praxis, entendiendo por praxis, o por
práctica, no solamente la realización de actos técnicamente
útiles, sino la realización de actos moralmente calificables. Es un
evidente acierto reconocer que la razón tiene derechos en la
configuración de la vida del hombre, no sólo para hacer un estudio de
la física o de la química o de la biología. También tiene que ser
orientadora del comportamiento.
"El inconveniente de Habermas, a mi juicio, es que propone que, en
definitiva, las normas que la razón ha de dar tienen que estar
consensuadas. De todas formas, hay que reconocerle a Habermas el
mérito de haber intentado devolver a la razón —aunque sea una razón
consensuante y meramente dialogante, que carece de valores absolutos—
el derecho a decir algo en el terreno práctico, en el ámbito de la
orientación de la conducta humana. La razón tiene algo que decir,
no sólo en física, en biología, en matemáticas, en general dentro
de las disciplinas que en la terminología analítica se denominan
descriptivas, sino también en las prescriptivas: en las que dan
normas o preceptos"[217].
La referida distinción entre la praxis y la teoría (además de la
póyesis, que exige otro modo de racionalidad distinta de las dos
anteriores), clásica desde Aristóteles, había tenido más o menos
vigencia hasta bien entrado el siglo XVIII, a finales del cual lo
práctico quedó bajo el dominio de las ciencias sociales. Ya en
nuestra centuria, durante la década de los setenta, y probablemente
para dar una respuesta no ideológica a los problemas planteados por la
escuela de Frankfurt, para superar esa tecnocracia que, de acuerdo
respecto a las soluciones técnicas, abandona las cuestiones relativas
al fin o al sentido a la mera subjetividad o a las decisiones
racionalmente infundamentadas, tuvo lugar la conocida
«rehabilitación» de la filosofía práctica.
El movimiento ha crecido, y a él se han sumado, total o
parcialmente, representantes de casi todas las otras corrientes hoy en
uso: desde el ya citado Habermas, pasando por el propio Gadamer y
los «acostumbrados» Eco y Vattimo, hasta el neohegeliano Ritter,
los fenomenólogos Landgrebe y Held, o algunos analíticos de origen
anglosajón, como Apel y Wright…
Sin duda, esta última orientación, más significativa y compacta
que la nueva retórica, comparte en ocasiones con ella el mismo
déficit: el de propugnar, apoyada también en la dialéctica, una
"racionalidad débil, incapaz de trascender el ámbito práctico y,
por tanto, resignada a otorgar a la racionalidad científica el
monopolio de lo teorético"[218].
En concreto, de Habermas, "uno de los filósofos más en boga, con
un influjo considerable no sólo en la filosofía, sino también en la
sociología, en la política y en la ética", ha podido decir un
reconocido especialista: "1) Que de hecho en él se siente la
necesidad de una fundamentación ontológica desde el principio. 2)
Que Habermas la quiere evitar y sustituir por una fundamentación
sociológica. 3) Que no lo logra, sino que más bien se da en él
desde el principio hasta el final una ontología implícita. 4)
Que, al no profundizar en ella, deja de fundamentar sus normas y cae
en contradicciones"[219].
Más allá de la apelación a Aristóteles, puede verse en esta
negativa, y en cuanto antes exponíamos, la herencia de la escisión
de la razón llevada a término por Kant, en virtud de la cual los
principios de la razón teorética quedan reservados para el ámbito de
las ciencias naturales, mientras que a la razón práctica se atribuye
una tarea de esclarecimiento no propiamente cognoscitivo en el ámbito
de la moral: con base en unos criterios que cabría incluso declarar
«irracionales» desde la perspectiva propia de la razón pura. Como
explica Hernández-Pacheco, "culturalmente esta escisión kantiana
de la idea de razón va a funcionar en detrimento de las ciencias del
espíritu, que encuentran en la categoría de «comprensión» una
especie de refugio epistemológico en el que protegerse del hecho
teórico fundamental según el cual, conocer, lo que se dice
propiamente «conocer», es algo exclusivo de las ciencias naturales"[220].
Podríamos, pues, resumir lo visto en los dos últimos largos
apartados del presente capítulo. Resulta sintomático, por una
parte, el intento de recuperación de la racionalidad para los dominios
prácticos, abandonados en otro tiempo a un voluntarismo más o menos
arbitrario; pero esta reconquista de la racionalidad de la praxis se
está llevando a término, por desgracia, al margen de toda
fundamentación teorética estricta y genuina. En segundo término, y
más en sus teóricos que en sus cultivadores inmediatos, es también
patente la crisis de la racionalidad científico-técnica, en la que
tampoco están ya vigentes los principios especulativos.
Todo esto nos lleva, tal vez, a convenir con Livi. A recordar con
él que "una cuestión de gran importancia en el contexto filosófico
actual", y especialmente relevante para nuestro estudio, es "el
problema de la posibilidad y de la necesidad de la metafísica, esto
es, de una filosofía que posea las características de la ciencia
[clásica]: objetividad, certeza argumentativa, rigor metódico,
ganancia en el conocimiento". Y nos conduce asimismo, apoyados en el
breve resumen de los hechos que hemos elaborado, y en los que por su
parte expone el autor, a concordar también en que, por el contrario,
"es la crítica de Heidegger a la metafísica post-platónica la que
está conquistando un asentimiento casi universal para una filosofía
que no pretende poseer caracteres de ciencia y que se contenta con la
hermenéutica, el análisis del lenguaje, la lógica de las ciencias
empíricas, la antropología…, ufanándose de la propia cualidad de
«pensamiento débil»"[221].
Pero, entonces, y es éste el punto que me interesa subrayar como
conclusión del presente epígrafe, la filosofía práctica, la
retórica y, más claramente, aquellas filosofías de la crisis que
instauran el dominio de lo débil, poco avanzan, en lo que a la
relación con la verdad se refiere, respecto a los planteamientos antes
estudiados de los epistemólogos actuales. En definitiva, sigue
faltando un ámbito donde el saber propiamente teorético se afirme con
una racionalidad «fuerte», que, sin embargo, no se identifique con
la científico-técnica.
Pero sólo en esa esfera podrían plantearse los interrogantes últimos
sobre el sentido del mundo y de la existencia humana. Unos
interrogantes que, según muestra la desembocadura nihilista de lo más
granado de la especulación y la vida contemporáneas, se tornan
vitalmente ineludibles. Y que, según hemos sugerido en los
desarrollos que preceden, no resultan viables si no se trasciende la
versión inmanentista de la filosofía que encuentra su origen en
Descartes.
Ergo…
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