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Llegados a este punto, acaso cabría anticipar una indicación
terapéutica. Y tal propuesta no podría sino ir en la línea de un
recuerdo, de una Erinnerung, de ese ser que ya durante siglos se
viene desestimando.
Con todo, me gustaría plantear antes, muy someramente y en tono casi
descriptivo, algunas de las consecuencias aparejadas a la inversión
operada por el filósofo francés; y esto, con el fin de determinar
con mayor precisión el contexto adecuado de toda labor metafísica y,
más en concreto, el de las afirmaciones que compondrán el presente
estudio. En resumen, tales secuelas podrían expresarse así: al
instaurar el cogito como principio primero, y junto con la
metafísica, se vendrá también abajo la imagen teórico-práctica
del hombre como persona y los criterios determinantes de su actuación
moral.
¿Por qué?
Desde la honda perspectiva tradicional, resultaría bastante fácil
advertir cómo la disolución virtual de la metafísica implica el
sofocamiento de la antropología y de la ética y, por decirlo así,
la transformación en sus contrarios. Bastaría apelar, para
apreciarlo, a la equivalencia clásica entre el ente y la bondad;
entonces, en virtud de la ecuación que acabo de recordar, que
equipara ens y bonum, nos percataríamos sin problemas de que la
sustitución del ser por la conciencia supone el trueque del bien en
sí, o bien sin más, por el bien-para-mí, que lleva vinculada la
negación de toda ética y genera, de forma inevitable, la
despersonalización del ser humano.
Pero también cabe acudir, para advertirlo, a las propuestas
explícitas de Descartes, aduciendo uno de los textos que más han
contribuido a configurar la modernidad y, de forma muy concreta, la
civilización de nuestros días. Me refiero al conocido pasaje del
Discurso del método en que Descartes propone reemplazar "esa
filosofía especulativa que se enseña en las escuelas" por una
filosofía "práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y
las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los
cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean […], podríamos
emplearlas del mismo modo para todos los usos a que sean propias, y
hacernos así como dueños y propietarios de la naturaleza (maîtres et
possesseurs de la nature). Lo cual es muy de desear —prosigue
nuestro autor— , no sólo para la invención de una infinidad de
artificios, que nos permitirán gozar, sin trabajo alguno, de los
frutos de la tierra y de todas las comodidades que allí se encuentran,
sino también principalmente para la conservación de la salud, que
es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los demás bienes de
esta vida"[33].
Más adelante analizaré, con cierto detenimiento, el cúmulo de
repercusiones, de cambios fundamentales, a los que ha dado origen el
proyecto que acabo de exponer. Un punto de vista que condensa en
cierto modo tendencias que iban surgiendo con pujanza desde algunos
lustros antes de la eficaz formulación cartesiana, y que se suceden,
cada vez con mayor virulencia, hasta nuestros días: tanto en el
ámbito de la acción social, con el primado incontrastado concedido a
la técnica, como en el terreno filosófico estricto (cfr. por
ejemplo, la undécima de las tesis de Marx sobre Feuerbach).
Ahora quisiera sólo sugerir, tras las huellas de Ernst Schumacher,
que las palabras del Discurso implican en cierto modo, culturalmente y
en sus grandes líneas, la desaparición de la ciencia para saber y su
sustitución por la ciencia para manipular[34].
¿Desaparición y sustitución? Volveré sobre este punto, para
tratarlo con mayor hondura y matizar su ámbito de aplicación. Por el
momento, me gustaría someter a la consideración del lector las
siguientes reflexiones de un excelente filósofo italiano: "La
conexión que hoy se observa entre conocimiento científico y
manipulación no encuentra nada similar entre los clásicos y los
medievales. No nos apartamos de la verdad al decir que para ellos la
ciencia (física) era sobre todo sabiduría, es decir,
contemplación de las leyes de la naturaleza, al paso que la técnica
era principalmente fruto de una invención artesanal, de un golpe de
ingenio que se apoyaba en la inteligencia y en la inventiva; el fin de
la investigación no era aplicar metódicamente los nuevos conocimientos
científicos, como sí ocurre hoy. La novedad radica en la lógica de
las ciencias modernas: lo que en otro tiempo era contemplación pura,
ocasión de alegría y de actitud religiosa, se ha transformado en una
suerte de furia inquieta, encaminada a la búsqueda de las leyes del
cosmos, de la vida social, de la psique y de la genética, con el
objetivo declarado de explotar la naturaleza, dominar la sociedad,
manipular al hombre"[35].
No parece exagerado afirmar, entonces, que el alcance más inmediato
de la revolución cartesiana en este punto es la potencial ruptura de la
ecuación de equipolencia entre ens y verum, en cuyo lugar se sitúa el
binomio ente-manipulable[36]. Y, además, con carácter de
universalidad, pues lo que Descartes propugna, en consonancia con la
condición trascendental de lo que está manejando, es una completa
suplantación, y no cualquier tipo de convivencia entre conocimiento
teórico y práctico-poyético.
Contra esto cabría argüir la persistencia, incluso intensificada,
del pensamiento teorético en el propio Descartes y en una muy
considerable porción de sus sucesores. A lo que habría que
responder, con toda la prudencia exigida por una formulación global de
este tipo: 1) que también la reflexión postcartesiana, en cuanto
tal, resulta afectada por el vicio de la maniobrabilidad; y 2) que,
al término, incluso esa misma teoría en apariencia tan alejada de la
existencia, acabará por resolverse, histórica y teoréticamente, en
fundamento del activismo tecnológico o tecnopráxico, 3) para
después diluir la praxis misma y al sujeto que la actúa, disolviendo
a uno y otro en la nada.
Las dos primeras desviaciones se encuentran bien presentes en el propio
Descartes. En él la pretensión práctica de lo que ya muy
impropiamente cabe calificar como teoría resulta más que notoria, por
explícitamente confesada: en la famosa metáfora con que alude a la
jerarquía y orden de los saberes, la metafísica queda expresamente
reducida a instrumento-raíz de donde surgirán, a través de la
física, los distintos conocimientos técnico-prácticos, entre los
que destaca, como objeto de una especial predilección, la medicina.
En lo que se refiere a la «maniobrabilidad» de la teoría cabe
afirmar que, de manera no lineal ni absoluta, pero sí clara y
creciente, la especulación moderna irá abandonando su condición de
saber, de filo-sofía en cuanto amor por la verdad (verum-ens),
hasta verse reemplazada por la habilidad para «combinar»
sistemáticamente un conjunto de ideas desprovistas de alcance real. A
este respecto, resulta del todo inevitable una alusión clara a
Hegel. Su «compasión» por la realidad en el caso de que ésta no
lograra acoplarse a su sistema lógico compone quizá la quintaesencia
de la entera orientación de su pensamiento, y la más neta
justificación del severo y casi cruel juicio de Kierkegaard, cuando
afirma: "Si Hegel, una vez escrita la Lógica, la hubiera
definido en el prefacio como un simple experimento mental, confesando
simultáneamente que en muchos puntos había eludido los problemas,
habría que calificarlo sin duda como el más grande pensador de todos
los tiempos. Pero, tal como ahora se presenta, es sencillamente un
cómico"[37].
Una forma no complicada de advertir cómo también esta especulación
«puramente teorética» termina por consolidar los cimientos del
activismo técnico, tan denostado por Nietzsche, consistiría en
recordar a tres o cuatro de los últimos exponentes de una dilatada
genealogía, que se remonta al menos hasta Bacon: me refiero a la
ascendencia de Fichte —con el primado de la Acción: Am Anfang war
die Tat— sobre Hegel, de éste sobre Feuerbach, y de este último
sobre Engels y Marx, que expresamente consagran la reducción de la
teoría a praxis social poyética.
Con todo, es posible descubrir un nexo más hondo entre especulación
moderna e imperialismo técnico. Es ya sabido que el objetivo supremo
del pensamiento inmanentista consiste en la autofundamentación absoluta
de la libertad y la consectaria plena autonomía del sujeto humano, que
como tal se impone por completo a todo cuanto no sea él. Esto lleva
consigo, junto con la eliminación del ser (tanto el del «objeto»
como el del «sujeto»), el predominio incontrastado de la acción:
es decir, al término, de la voluntad: Wille zur Wille, Wille zur
Macht. Pero en el hombre, a causa justamente de la relativa
impotencia de su voluntad, este sometimiento sólo es viable a través
de la confección de una ciencia sin fisuras, acabada, con
pretensiones de totalidad y certeza absolutas.
La concatenación pudiera, pues, ser la siguiente:
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a) intento de fundamentación radical (de la libertad) del sujeto;
b) flexión ineludible —en virtud de la debilidad de la voluntad
humana— desde la libre y voluntaria autoposición del hombre, hacia la
construcción de una ciencia instrumental correspondiente a esa libertad
(que acabará por objetivar también al propio sujeto);
c) dominio sobre el objeto (la naturaleza, el mundo), en el que
también se engloba el «antiguo» sujeto (el ser humano);
d) disolución de la subjetividad en objetividad y
e) al cabo, de una y otra en la nada.
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Así lo resume un autor contemporáneo: "Se delinea de esta suerte
la dialéctica de la ilustración, que —nacida como acto de
autoafirmación del hombre, pero cada vez más ciega a causa del
egoísmo y de la lógica de dominio que de este deriva— se transforma
significativamente en el resultado más opuesto a su principio
originario: la autodestrucción del hombre"[38].
Dentro de estas coordenadas, puede sostener Heidegger, generalizando
acaso en exceso, que la «metafísica» moderna tendría como fin
exclusivo crear una «nueva ciencia», que permitiese a su vez el
dominio despótico de la naturaleza. Y que el definitivo papel de
Descartes, en este contexto, no fue tanto dar vida a esa
«monstruosidad» (el término es de Heiddegger) que constituye la
«teoría del conocimiento», la Erkenntnistheorie, sino decidir qué
tipo de saber convenía al hombre con miras a erigirse en incondicionado
y subyugador[39].
No extrañarán entonces los derroteros que, animada por el impulso
del filósofo francés, y a través de vías muy diversas aunque
complementarias, ha embocado la civilización de las últimas centurias
y, en líneas generales, cada uno de los individuos que la componen.
Es decir, que haya ido perdiendo progresivamente el interés por la
verdad, por saber lo que son las cosas, y se haya orientado, hasta
buscarlo con ahínco de casi exclusividad, a conocer para qué sirve
cada una de ellas (incluido el hombre, en virtud de la vigencia
irrestricta del nuevo trascendental). Ni asombrará tampoco que este
entero «saber-no-cognoscitivo» se encamine, hasta subordinarse por
completo a ella, como una herramienta suya, a la consecución de
toutes les commodités que el mundo hace posibles, y principalmente a
la conservation de la santé, sustituto inmanentizado de la salus
aeterna, sustituto a su vez del amor a Dios[40].
El magno proyecto cartesiano confirma así, en el ámbito de la
acción político-social y científica, y en el de la cultura, lo que
desde una perspectiva más estrictamente filosófica —de filosofía
primera negada, de antimetafísica— propugnaba el cogito: la
sustitución del ser, alcanzado a través de la contemplación
amorosa, de la teoría, por la utilidad, conquistada con el recurso a
la acción frenética. El qué es resulta reemplazado por el para qué
sirve pragmático[41], y uno y otro se supeditan a la consecución
del bienestar. La verdad y el ser se subordinan a la acción
gratificante.
Dos son, pues, los valores fontales que irán troquelando la sociedad
postcartesiana: la utilidad y el placer. Pues vuelvo a recordar los
fines a los que Descartes endereza por entero los esfuerzos de dominio
de la ciencia para manipular (de la técnica y de la tecnología,
diríamos hoy): gozar de las comodidades de la tierra sin trabajo
alguno y conservar la salud, ese primordial bien humano a cuya
búsqueda Descartes consagró lo mejor de sus intentos, hasta el punto
de acariciar la esperanza de conquistar la inmortalidad, gracias a su
filosofía práctica.
Repito, porque lo considero fundamental y altamente significativo: el
trueque de la virtualidad especulativa —el "oído atento al ser de las
cosas", del que ya hablaba Heráclito[42]— por el caudillaje
práctico-técnico equivale a la eliminación del ser, en cuyo lugar
se entroniza, junto con la acción, lo- útil-para-mí, para mi
regalo y mi bienestar (físico, en última instancia). Un egoísmo
colectivo, de la humanidad como género, que está a un solo paso del
egoísmo individual más insolidario.
En efecto, según confirma la psiquiatría contemporánea[43], no
es infrecuente observar hoy día el desgraciado pero repetido proceso
que conduce, a quienes han aceptado con más o menos conciencia el
planteamiento moderno, hasta un egoísmo cada vez más ensimismante.
El inicio podría situarse, como en Descartes, en lo que otras veces
he llamado el egoísmo de género: de la humanidad en cuanto tal.
Pasa después, de manera más que evidente, por el egoísmo de
grupo: el partido político, la empresa, la propia familia, con
exclusión de las asociaciones paralelas pero contrarias. Y
desemboca, de manera bastante descarada, en el egoísmo individual
más exacerbado, que termina por convertir en un verdadero infierno
incluso esas entidades menores por las que con anterioridad se luchaba:
el clan socio-político, pongo por caso, o el propio hogar.
Carlos Llano ha expresado la totalidad del proceso de una forma tan
sugerente como clara. Me permito, por tanto, recoger en su
literalidad un texto bastante amplio. Bajo el alertante título de
«La instrumentalización del ser», nos dice: "Así como la
decadencia del concepto manifestativo en concepto comunicativo produce
esa consecuencia vital de la incomunicación, de igual manera la
constricción de la realidad en mundo produce otra consecuencia no menos
grave, que denominaremos instrumentalización del ser. Jamás el ser
había quedado reducido a una condición tan inferior como la de simple
instrumento en manos de la humanidad. El ser ha dejado de ser para
convertirse en útil. El útil rigurosamente tomado, no es, sino que
sólo sirve-para. Hasta ahora se pensaba que esta conversión del ser
en instrumento debía anotarse sólo en contra del ser, pero en favor
del hombre mismo, y, de resultar algún problema, como los
metafísicos señalaban, lo sería en el ámbito de la propia teoría
metafísica, pero no en el nivel de nuestras circunstancias vitales.
Sólo hoy nos damos cuenta de nuestra equivocación.
"Aunque creemos que Alvin Toffler, en su Shock del futuro, no ha
intentando hacer más que una tarea superficial y periodística, pone
de manifiesto algunos aspectos de nuestra vida que sobrepasan la
anécdota del reportaje. Nos dice que el número de personas con el
que estamos en contacto a lo largo de un día es equivalente al que
constituían las relaciones de nuestros bisabuelos durante toda su
vida. Ello es posible, porque nosotros no nos relacionamos con
personas, sino con lo que Toffler llama módulos funcionales, esto
es, individuos que son sólo conocidos por su función —cajero,
tranviario, policía— de modo que pueden sustituirse fácilmente,
permaneciendo el módulo invariable, e invariable también —esto es lo
importante— nuestra relación con él.
"Al instrumentalizarse el ser, al convertirse en un ser que
sirve-para, no hemos afectado al ser sólo, sino que hemos
transmutado de un modo radical nuestras relaciones con las personas.
Porque así como el ser ya no es, sino que sirve-para, de igual
manera la persona no es ya un otro, que posee algo de suyo, propio e
inalienable, sino que meramente hace de algo para mí: se ha
convertido en un módulo que ejerce una función en mi provecho. No
podía ser de otra manera. El hombre no podía quedar exento de esta
universal instrumentalización de la realidad, por más que lo quisiera
hacer en su provecho. Las relaciones humanas se han convertido, por
virtud de este trágico error metafísico, en una lucha de
instrumentalizaciones mutuas. Cuando no podemos convertir al prójimo
en un útil, se nos opone como límite con el que hay que contar, como
ineludible condición de nuestra propia vida: «el infierno son los
otros», de Sartre, es la consecuencia de una filosofía que ¡en
beneficio del hombre! ha tenido la osadía de servirse del ser.
"¿Quién es, así, el único que no hace-de sino que es? La
cuestión tiene una respuesta pagada: yo. Yo soy el único que soy,
mientras que lo demás y los demás sirven-para o hacen-de. Mientras
los otros hacen-de algo para mí, sólo yo soy lo que soy haciendo de
yo. No es extraño que la filosofía, cuyo tema perenne e
insustituible es el ser, se dedique ahora exclusivamente a la temática
del yo: porque el yo es, en realidad, el único que conserva aún el
atributo de ser. No hay, por eso, otra «metafísica» de nuestro
tiempo que la del yo"[44] .
Este mecanismo egotizante ha sido también expuesto por los
representantes de la teoría crítica de la sociedad de la Escuela de
Frankfurt en términos propios, parecidos a los que siguen. La
angustia de perder el propio yo, el miedo ante la muerte y la
destrucción, se manifiestan en cualquier situación frustrante capaz
de dañar, disminuir u oprimir del modo que fuere la propia
personalidad; semejante angustia engendra un replegarse egocéntrico
del sujeto hacia su propio interior, que puede llegar a producir una
radical y absoluta ceguera ontológica: el yo se va tornando tan
importante para sí mismo, que todo lo que no sea él queda desprovisto
de valor; más aún, se lo reputa como hostil y peligroso. La única
actitud adecuada ante lo externo y ajeno es controlarlo, dominarlo. Y
así surge, ante los demás, el antagonismo. Como consecuencia, el
instinto de conservación, que "se ha mantenido e incluso reforzado
frente a la amenaza continua", empieza a advertirse como
"culpable", y se comienza a hablar de "culpa de la vida", en la
proporción en que ésta, prisionera del ofuscamiento antes citado,
"roba el aire a las restantes vidas"[45].
¿Cuál es el resultado de todo este proceso?
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