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Lo abigarrado del panorama cultural actual, la complejidad variopinta
de tendencias y posiciones, unidos a la vocación ontológica de quien
escribe estas páginas, aconsejan comenzar reduciendo las distintas
posturas contemporáneas a su núcleo esencial[5]. Y, para
hacerlo, nada mejor que examinar de nuevo[6] la inspiración básica
que ha dado aliento a la modernidad y continúa alimentando la
postmodernidad tardomoderna, y que la postmodernidad auténtica o
contemporánea, sabiéndolo o no, intenta trascender.
Plantear la cuestión con radicalidad, atendiendo tal vez a las
manifestaciones más visibles del espíritu de la época, equivale a
bucear hasta los fundamentos mismos de la opción existencial moderna.
Y esto no es hacedero sin adentrarse simultáneamente hasta su cimiento
primordial metafísico y, de resultas, antropológico y moral. O,
mejor, hasta el origen de la actitud anti-metafísica, pues casi toda
la modernidad podría caracterizarse, tras las huellas de Heidegger,
por su rechazo del ser[7]; anti- antropológica, por cuanto el
pensamiento moderno, llevado también a la práctica, despersonaliza
al hombre, para después levantar su acta de defunción, tras las
declaraciones más o menos retóricas de la muerte de Dios; y
anti-ética, ya que los epígonos de la tardomodernidad, siguiendo en
esto también a Nietzsche[8], proponen como criterio de conducta un
"egoísmo racional" o un "individualismo responsable", en el que el
sujeto humano se cercena como persona, y que constituye la
contrahechura y la antítesis de la verdadera moral, para adentrarse en
el oscuro vacío del nihilismo.
Tal como sugiere un nutrido grupo de excelentes investigaciones[9],
al remontarnos hasta la fuente misma de la modernidad desde la
perspectiva metafísica estricta, hemos de encontrarnos —queramos o
no— con el nombre de Descartes. Abona esta elección un testigo
excepcional: Martin Heidegger. Lo ha repetido múltiples veces.
Por ejemplo, en "La época de la imagen del mundo" dejó escrito:
"toda la metafísica moderna, Nietzsche inclusive, se mantiene en la
interpretación de lo existente y de la verdad que arranca de
Descartes"[10]. Y, en efecto, con mayor o menor conciencia, y
de una manera más o menos involuntaria, Descartes arroja las
simientes destructivas que, tras tornarla irreconocible, habrán de
acabar con la metafísica, arrastrando en su caída la imagen teórica
y la realidad del hombre, y los principios y la praxis genuinamente
morales.
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