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En efecto, frente a lo que ya alguna vez se me ha argüido, el cuadro
esbozado hasta ahora no identifica en absoluto la instancia ética con
la especulativa ni, mucho menos, disuelve ésta en aquélla. No
sólo cuanto he expuesto apela de manera directa e inmediata al
entendimiento. Es que, entre sus afirmaciones, ninguna insinúa
siquiera que la labor metafísica no corresponda formalmente a la
inteligencia. Se limita a añadir —eso sí, con nitidez plena—
que, en realidad, semejante quehacer es obra de la persona toda, del
sujeto. Amplía, por tanto, la perspectiva. A lo que habría que
agregar de inmediato que los enfoques formal y real, muy lejos de
mostrarse incompatibles, se complementan y enriquecen recíprocamente.
¿A quién se le ocurriría sostener que la categoría de una
metafísica no es función, y función primordial, del vigor
cognoscitivo de quien la elabora? ¿No es algo tan obvio, que parece
inútil insistir en ello? Pero a esa afirmación, sin duda
irrefutable, yo añadiría un también —también función del
entendimiento—, tendente a resaltar otro hecho, asimismo innegable
pero muy desatendido: que la labor intelectual, en las personas y en
las culturas, no es en absoluto ajena al conjunto de las disposiciones
de su autor.
Como sostiene Aristóteles en los Tópicos, "para un asunto de este
tipo es preciso que se den buenas dotes naturales, y la buena
disposición natural es, en verdad, poder escoger bien lo verdadero y
rechazar lo falso: que es precisamente lo que los naturalmente dotados
pueden hacer bien: pues quien juzga de lo expuesto con recto amor y con
recto odio (eu gar filoûntes kaì misoûntes) discierne adecuadamente
qué es lo mejor"[130].
O, de manera más articulada, y reafirmando lo que sostenía al
término del apartado precedente, conviene puntualizar:
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a) La primera y más determinante función de la voluntad en el
quehacer filosófico consiste en asegurar —a través de un «buen
amor»— la pureza de la teoría. Y en este sentido, cabría insistir
en que la rectitud de la voluntad —su apertura a lo bueno-en-sí,
que es el ente en cuanto ente— resulta imprescindible, aunque no
baste, para una adecuada comprensión de la verdad; y que, por el
contrario, la desviación del querer voluntario —la reduplicación
autorreferencial que encierra en el yo individual o colectivo— sí que
es suficiente para impedir cualquier penetración cognoscitiva, con
alcance sapiencial y metafísico, en lo real.
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No quiero decir con esto que los autores carentes de esa recta
orientación de la voluntad se encuentren incapacitados para el
ejercicio de la filosofía cuando ésta se entiende como «especulación
abstracta»: como uso del entendimiento y, sobre todo, de la razón
al margen del ser y del ens-verum-bonum que fundamenta. Incluso
habría que convenir en que la tarea falsamente especulativa se ve
facilitada — por más «libre»— en semejantes pensadores.
Lo que pretendo sostener, por el contrario, es que la desviación de
la mirada les impide penetrar en la realidad como tal. Por ende, no
pueden hacer filosofía si esta es concebida como amor a la verdad-
que-se-identifica-con-el-ente. No pueden, aunque sus
elucubraciones resulten de lo más vistosas y tremendamente interesantes
para los especialistas. Su función es más bien la de profesores de
filosofía que la de auténticos filósofos.
O, enfocando el asunto desde otra perspectiva. Se ha discutido
largamente si la calidad de una filosofía se encuentra medida de forma
excluyente por su quantum de verdad, o si existen otros elementos que
le dan valor al margen de esa penetración cognoscitiva en lo que es,
tal como efectivamente es. Resulta obvio que la simple alusión a la
verdad no basta para determinar el vigor de una filosofía, por cuanto
a lo verdadero podemos acceder también de formas distintas a la
estrictamente filosófica. Pero sí que me atrevería a sostener que
si el verum-ens se encuentra ausente, es muy improbable que nos
hallemos en presencia de un auténtico filósofo; todo lo más se
tratará, según la caracterización kierkegaardiana que venimos
utilizando, de un incluso muy buen profesor de filosofía.
El filósofo se las ve siempre con el verum, al que añade la índole
de totalidad, el rigor cognoscitivo, la fundamentación de las
verdades primigenias que alcanza. Y como tales fundamentos no puede
descubrirlos quien se halla embotado por el ego, la invención de la
verdad ostenta, como requisito previo, la recta orientación de la
voluntad al bonum-ens.
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b) Pero no todo acaba aquí. De inmediato ha de agregarse: lo que
calificábamos como «buen amor» debe también sostener la pureza de la
mirada contemplativa a lo largo de la entera reflexión filosófica.
En este caso, el peligro de reversión hacia el yo se concreta en ir
abandonando la referencia directa a la realidad, para fijar
progresivamente la atención en los instrumentos o mediaciones
cognoscitivas que elaboro para aprehenderla (por cuanto, a su modo,
éstos también son y, además, son míos); y la función del buen
querer, de la pasión por la verdad, por el ser, consistirá en
seguir optando por lo real: en mantener, en medio de la tentación de
volverme hacia mí, hacia la «teoría» que estoy construyendo, el
oído atento al ser de las cosas.
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"Hace notar Santo Tomás que el afecto nos mueve a ver —de modo
sensible o intelectual— ya sea por amor a la cosa, objeto de la
visión, ya por amor al conocimiento, al hecho mismo de ver (S.Th
II- II, q.180, a. 1, c). Por ello, de no marcarse de
manera explícita en la acción que finalmente buscamos conocer" el
ente y, en última instancia, al propio Ser, "resultará difícil
escapar a la búsqueda de sí mismo en el agrado o satisfacción del
conocimiento. Ver por ver es signo de humanidad, a veces
manifestación de espíritu desinteresado, contemplativo… Pero, de
no orientarse con vigor hacia la fuente misma de la verdad […],
terminará de hecho como vano ejercicio de curiosidad. Afirmar la
necesidad del amor y a la sabiduría no sería suficiente: hay que
amar"[131]… y amar con orden, concediendo prioridad absoluta a
lo que goza de mayor consistencia ontológica, a lo que es más (y no
más mío, en cuanto mío).
Casi a modo de ejercicio filosófico, y con toda la reverencia que
reclama, cabría interpretar en este contexto al venerando
Parménides. Considero imposible exagerar la importancia de su gran
descubrimiento —el del ser— para el futuro de la especulación y de la
vida en Occidente. Pero no todo en ese hallazgo fue positivo.
Deslumbrado por el vigor de lo que se presentaba ante su mente,
Parménides no se resiste a elevarlo a la condición de absoluto,
haciendo de ese ente homogéneo, monolítico y sin fisuras, el todo de
la auténtica realidad y el criterio para juzgar sobre ella.
Como es sabido, esto le obliga a excluir del ámbito del lógos dos
elementos —la multiplicidad y el cambio— que, no obstante, seguirán
ofreciéndosele siempre como dato innegable y punto original de partida
de sus propias lucubraciones.
O, dicho de otra forma: en lugar de rectificar la herramienta
especulativa que se había forjado para interpretarlo —dando así
cabida a cuanto se dibuja en su experiencia—, Parménides amputa el
universo sometido a la especulación, impidiendo de esta suerte,
¡él, que había sido su creador!, todo posterior desarrollo de la
ontología… hasta que Platón se decida a cometer el más que célebre
parricidio.
El andamiaje conceptual ha acabado, en Parménides, por impedir la
mirada abierta al ser de las cosas. Y como en él, en tantos. Sobre
todo en quienes, ya en los siglos más cercanos, se empeñan en hacer
de la cualidad interna del conocimiento el criterio de aceptación del
ens-verum, hasta sustituir, como dirá repetidamente Heidegger, la
verdad por la certeza, lo real por lo meramente subjetivo (sin ser).
En conclusión, la inicial rectitud de la voluntad, su pasión por el
ser, no es sólo punto de partida, sino condición de toda la andadura
del saber teorético.
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c) Y, así, los dos momentos citados fructifican en una ganancia
terminal, que podría resumirse como sigue: por fin, la voluntad
buena hará posible, en virtud de la identificación amorosa en el otro
o en lo otro —del éxtasis—, una más plena comprensión de la
realidad querida: un genuino leer desde dentro. Como ya advirtiera
Aristóteles, el conocimiento supone la identidad en acto del
cognoscente y lo conocido. Y también el amor. Pero mientras la
asimilación cognoscitiva es centrípeta y atrae el objeto hacia mi
interior —es identidad en mí—, la propia del amor me saca de mí
mismo, para introducirme en la médula más íntima de aquel o aquello
que amo: hace de mí otro tú; y esa identidad en el otro potencia de
manera inefable la agudeza de la visión del entendimiento, al tornar
radicalmente efectiva la posibilidad tremendamente enriquecedora de
entender «desde dentro».
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Así lo expresa Carlos Cardona: "Por otra parte, sólo el amor
permite el verdadero conocimiento: la inteligencia, el intus legere,
leer dentro; en cuanto que el amor me identifica con el otro, me
coloca en su lugar: que es justamente lo que llamamos «comprensión»
y conocimiento exhaustivo o total. 'La sabiduría infusa no es causa
de la caridad, sino más bien efecto suyo'[132]. Y lo mismo hay
que decir del conocimiento sapiencial natural, la metafísica: es
efecto del amor, y no su causa. Y éste es el conocimiento perfecto,
el 'conocimiento afectivo de la verdad'[133] […]. De modo
que el amor es cognoscitivo, no sólo por imperio extrínseco sobre el
intelecto, sino porque construye la identidad intencional en que el
conocimiento consiste: realiza la «información» espiritual, por la
que yo soy intencionalmente lo conocido. Por eso sostengo que la
introducción a la filosofía no es el problema gnoseológico, sino un
tema ético, de amor recto o buen amor"[134].
En última instancia, y como ya apuntaba en epígrafes anteriores, no
puede haber teoría cabal y completa, conocimiento con alcance real,
al margen de la actitud de buen amor, encarnada en las instituciones y
en las personas singulares.
¿En qué medida el actual estado de nuestra civilización lo propicia
o lo impide? ¿En qué proporción se encuentra en ella el ámbito
adecuado para una serena reflexión filosófica? ¿Existe un
«lugar», una esfera consistente, donde desplegar con validez la
razón filosófica estricta o, por el contrario, debemos esforzarnos
por crear el reino donde el pensamiento auténticamente metafísico
pueda crecer y convertirse en vivero de una nueva etapa del desarrollo
humano?
A estas preguntas, fundamentales para el planteamiento de nuestro
estudio, intentaré contestar en los epígrafes que siguen.
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