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"No hay más que un modo de fundamentar radicalmente el valor absoluto
de la persona: recuperar la metafísica del acto de ser".
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"Lo que empieza aquí es algo distinto de una simple restauración de
la metafísica. Por lo demás, ninguna restauración podría
contentarse retomando tal cual el contenido tradicional, como quien
recoge las manzanas caídas de un árbol. Toda restauración es
interpretación de la metafísica".
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Permítaseme comenzar este último apartado trayendo de nuevo a
colación una extensa cita de Carlos Llano[222]: "Hemos
hablado —nos dice, y podemos asumirlo por nuestra parte— de la
filosofía contemporánea, ocultando en ella, de propósito, lo que
tiene de filosofía permanente aunque no sea la de hoy. La metafísica
(esto es, la ciencia de lo trascendente, de lo que está más allá
de nosotros mismos y de nuestro conocimiento inmediato) perdura en
medio de estas manifestaciones subjetivas e inmanentistas
contemporáneas, aunque no sea contemporánea ella misma. Nuestra
tesis es que lo será, y pronto, pese a todos los augurios adversos.
Aparece ya en el horizonte de nuestro tiempo, como una aurora de
promesas, la necesidad vital de colocar al ser en el centro de nuestro
pensamiento, dejando que éste sea medido por aquél.
"Confiamos en que esta necesidad vital de realismo y trascendencia
llegará también a ser una necesidad filosófica. La situación
actual de la filosofía tiene todos los visos de aprestarse para un
vuelco decisivo: el paso de una filosofía orientada hacia el hombre
(la primacía del hombre sobre el ser) a una filosofía orientada
hacia el ser (la primacía del ser sobre el hombre).
"Esta filosofía partirá del hecho evidente de que la realidad no
tiene sentido porque yo la entienda, ni adquiere sentido al
entenderla, sino que, por el contrario, la entiendo porque posee ya
un sentido, una inteligibilidad previos, ontológicos, como un prius
radical respecto de cualquier relación con el hombre. Sentido e
inteligibilidad previos que yo seré capaz de aprehender en parte, pero
incapaz de cambiarlos ni, menos aún, de constituirlos desde mí
mismo. «El ojo que ves no es / —dice Machado— ojo porque lo veas
/ es ojo porque te ve». En paralelo con esta metáfora (¡qué vana
pretensión el pensar que alguien me mira grracias a que yo lo estoy
mirando!: «los ojos en que te miras, / sábelo bien, / los ojos
porque suspiras, / son ojos porque te ven»), la inteligibilidad de
la realidad, su colosal potencia para relacionarse con mi
entendimiento, mide y regla mi proceso cognoscitivo, lejos de ser
éste su regla y su medida.
"Esta filosofía orientada hacia el ser, de la que hablamos, no es
otra cosa que una metafísica que toma en serio su objeto, y que no es
cobarde ante sus exigencias. No es una mera opción intelectual, sino
la opción de una postura vital íntegra.
"El objeto de la metafísica, el ente en cuanto ente, no tiene sólo
el significado obvio que sugiere la universalidad de su objeto (el ente
no ya en cuanto blanco, o en cuanto hombre, sino en cuanto ente),
pues supone algo más decisivo que debe ser restaurado de raíz en el
momento actual: ente en cuanto ente significa el ente entendido en
relación prevalente consigo mismo; significa su irreferencia primera
respecto de cualquier otro; su carácter absoluto; su ineptitud para
ser manejado como un útil. La consideración del ente en cuanto ente
nos remite a lo que el ente es radicalmente de suyo, antes de su
relación conmigo, antes incluso —¡contradicción contemporánea!—
de que se manifieste; lo cual requiere, además de una peculiar
perspectiva científica, una postura vital radical y entera.
"Ello implica algo importante, en lo que consiste nuestra tesis sobre
la inminencia del resurgir de la metafísica realista. No aparecerá
en el seno de un proceso epistemológico que escale hasta el tercer
grado de abstracción; ni será la respuesta al deseo de una
comprensión universal que no nos proporciona, evidentemente, la suma
de las ciencias particulares. Es decir, el resurgimiento de la
metafísica —entendida estrictamente como consideración del ente en
cuanto ente— no provendrá de la fuerza de la metafísica misma, ni de
la histórica terquedad del metafísico, sino, sencilla y llanamente,
derivará del hecho ya manifiesto de que el antropocentrismo ha tocado
hueso, ha agotado sus posibilidades hasta el fondo, al tiempo que
permanece la exigencia, por él reiteradamente patentizada, de
entender al hombre y de reivindicarlo en su dignidad. Y el
desconcierto del movimiento posmoderno es una buena muestra de ello.
"Por virtud del antropocentrismo, se ve claro ya que ese
entendimiento de lo que el hombre es, y esa reivindicación de la
dignidad de su ser, no es una tarea que corresponda a la sociología y
a la psicología, o, menos aún, a la economía y ¡a la
política!; ni siquiera es un quehacer de la antropología ut sic.
"No es que el hombre haya perdido la dignidad que le corresponde como
hombre y tengamos que reivindicársela con una fórmula —una
Weltanschauung— antropológica, psicológica o social. El asunto es
peor. El hombre, en su relación con el hombre, ha perdido la
autonomía que le corresponde como ente. Esta autonomía sólo es
restaurable metafísicamente. Es una tarea metafísica: para
dignificar al hombre hay que dignificar al ente; quedará de esta
manera dignificado ese ente que el hombre es. Así podremos afirmar de
él el carácter absoluto que le corresponde (del que participa,
diríamos en una expresión técnica no superada, como ente), sin
tener miedo entonces de afirmar, al mismo tiempo, el carácter
relativo que le corresponde como hombre que es.
"Gracias a ello, la filosofía contemporánea —en medio de la
frustración de sus intentos— habrá contribuido positivamente al
progreso general de la filosofía".
Aclaremos. Dentro de un acuerdo fundamental con cuanto expone
Llano, me parecen pertinentes un par de puntualizaciones. La primera
es que el resurgir de la metafísica, aunque inconscientemente anhelado
por el hombre contemporáneo, deseoso de escapar de las mallas del
inmanentismo, no sobrevendrá por sí solo. Y eso, a pesar de que
los movimientos filosóficos (?) postmodernos, de acuerdo con lo que
ya hemos reiterado, sean del todo conscientes del impasse en que ha
desembocado la Modernidad.
La renovación no nacerá por sí misma, justo porque, aun cuando
exista conciencia del descalabro moderno, no hay ni auténtica
disposición de cambio ni, sobre todo, clarividencia en torno a la
amplitud omnienglobante del mismo ni a la dirección que el nuevo
movimiento debería asumir. Por eso es imprescindible la misión de
quienes, conservando la instancia metafísica de atención al ser,
advierten al propio tiempo cuál es la razón última de que ni siquiera
las corrientes de pensamiento en apariencia más propicias, resulten
hoy capaces de albergar los interrogantes capitales en torno al hombre y
a su destino en la vida. Urge, entonces, presentar una alternativa
que permita superar el impasse teórico-práctico en que se encuentra
encallada nuestra civilización.
Como sostiene Cardona, de acuerdo con cuanto vimos y acabamos de
reiterar, "no podemos concebir esta ardua tarea histórica como un
quehacer de laboratorio intelectual, como si bastase pergeñar una
buena «teoría» (que es en parte el intento heideggeriano). Como
la metafísica es esencialmente —y no sólo en su fundamento— ética y
cuestión de libertad (inteligente: verdadera libertad), lo primero
es la vida, la vida del espíritu. Por ahí hay que empezar, por
reconstruir la vida del alma como amor, por recuperar la relación
personal con Dios, que es Amor. La posibilidad de enderezar el
curso de la historia hoy requiere una verdadera sabiduría (y no una
ciencia o muchas ciencias juntas), un saber
metafísico-ético-religioso al servicio del hombre en su eterno
destino a Dios. Por eso, convengo con Gabriel Marcel, cuando
dice: «Lo que yo he notado, en todo caso, es la identidad oculta
del camino que conduce a la santidad y del que conduce al metafísico a
la afirmación del ser, la necesidad, sobre todo para una filosofía
concreta, de reconocer que aquí se trata de un solo y mismo camino»
(Ètre et Avoir)"[223].
Analizamos con anterioridad los aspectos más personales de la
cuestión, los más relacionados con la propia actitud vital: y
descubrimos, como acaba de recordarnos Cardona, la necesaria
ingerencia del buen amor como requisito ineludible para una teoría
pura. Después, comenzamos a abordar, de forma sobre todo negativa,
las dimensiones estrictamente especulativas del asunto. Son estas
últimas las que habrán de reclamar a partir de estos instantes la
totalidad de nuestro esfuerzo. Porque, como sugiere de nuevo
Pieper, "la teoría es fructífera para la praxis sólo en cuanto no
se cuida de serlo; pierde todas las cosas si se acuerda del éxito,
como Orfeo cuando salía del infierno a la luz"[224].
Y, en efecto, corresponde a la inteligencia en su uso natural más
alto y desinteresado, el sapiencial o metafísico, establecer o
rectificar los fundamentos teoréticos sobre los que, en fin de
cuentas, se apoya cualquier civilización o proyecto humano.
Por eso, para revitalizar desde su raíz la cultura presente, y para
hacerlo con cierta acribia, es menester circunscribir los cimientos
alternativos al movimiento pluriforme iniciado por Descartes y que,
con declarada timidez, tienden a superar algunas de las filosofías del
presente, sobre todo remitiéndose a Aristóteles. Pero, como
mostraré más tarde, a un Aristóteles mutilado, del que se elimina
justamente la filosofía primera, núcleo y centro de la unidad de todo
su pensamiento, y sin la cual éste nunca puede lograr su cabal
expresión[225].
Esa piedra miliar, según vengo sugiriendo y probaré a lo largo de
las exposiciones que siguen, es el acto de ser como principio
instaurador de cada una de las realidades. Acto primordial que
Descartes sustituyó por el acto de conciencia, eliminando
virtualmente, después de escindirlos de forma un tanto arbitraria, el
objeto y el sujeto.
Para captar el alcance de la revolución que proponemos, entrevista
por Kierkegaard como surgiendo de la propia crítica interna al moderno
inmanentismo[226], y preconizada por el mejor Heidegger, las
conclusiones apuntadas a lo largo de los apartados que preceden deben
revestirse ahora de un lenguaje más técnico y riguroso. Una
expresión capaz de dar el tono y de orientar no sólo la andadura del
presente volumen, sino el entero programa de estudios que con él se
inicia. Propuesta que ahora anticipo y cuya solidez irá quedando
ratificada conforme la vayamos desplegando en páginas y estudios
sucesivos.
Expresada con escuetos términos metafísicos, y tal como la
entiendo, la múltiple tarea que propugno habría de empezar por
esclarecer la naturaleza del primer principio real, el ente, que
estudia la próte philosophía, y en el que se apoya cualquier otro
saber: y de iluminarlo a la luz de su principio constitutivo más
íntimo, el ser, que por su estricta condición de acto, se propone
como alternativa rigurosa al acto de conciencia que está en la base de
todo el pensamiento moderno. Se trataría, por tanto y antes que
nada, de cimentar una auténtica "metafísica del acto que,
apoyándose en la absoluta originalidad de la estructura del acto de ser
[…], acoja las exigencias especulativas, culturales y espirituales
que se encuentran en la base del pensamiento moderno, y las reconduzcan
dentro de la perspectiva del comienzo realista"[227].
Ésa es la tarea primordial, y la que acometeremos en primer término.
A continuación, habría que poner de manifiesto que el primum
ontologicum —la condición de ente—, se constituye a la par, y de
manera indisoluble, como primum gnoseologicum y como primum ethicum.
Pero que además se configura, de forma inseparable, como primum
estheticum, por cuanto la belleza puede definirse como "el ser llevado
a plenitud y hecho presencia"[228]; y como primum
anthropologicum, en la misma medida en que el hombre vive o muere
—teóricamente y, en cierto sentido, en la práctica— junto con su
capacidad de captar la verdad, querer la bondad y hacer y gustar la
belleza.
Dicho de otro modo, y jerarquizando los distintos objetivos: para
llevar a cabo la radical cimentación teorética de la civilización de
los siglos futuros, habría que establecer: 1) Que el ente,
entendido como lo que ejerce el acto de ser, 2) constituye el
fundamento de todo saber verdaderamente humano, 3) de todo obrar
genuinamente personal y personalizador, y 4) de toda posibilidad de
captar y construir una belleza auténtica. 5) Que el hombre es, en
su misma esencia, una realidad ingénitamente abierta al ente como tal
—y, por tanto, a lo verdadero, bueno y bello—, hasta el punto de
definirse ontológicamente por su relación con tales trascendentales.
Y 6) que todo esto sólo acabará de resultar patente y definitivo en
la exacta proporción en que se consagre y re-conozca la prioridad
ontológica, primordial, de lo-que-es, y se advierta que semejante
ente remite, como a su Principio último conclusivo, al Ipsum Esse
subsistens, al Absoluto[229].
El conjunto de verdades así alcanzadas aspira a convertirse en nuevo
punto de apoyo teorético de la civilización futura. Pero semejantes
principios sólo admitirán el calificativo de nuevos en la proporción
en que respondan a un interrogante no planteado en tiempos pretéritos,
y en la medida en que, de esta suerte, aporten un efectivo
enriquecimiento a las tesis tradicionales. Lo decisivo, obviamente,
no es tanto la novedad —irrelevante desde el punto de vista
filosófico, cuyo único criterio es lo verdadero—, sino el posible
esclarecimiento de la verdad derivado de la resolución de cuestiones
inéditas[230].
En nuestro caso, la interpelación original, el punto de arranque de
todas las reflexiones, será el sugerido desde el inicio: la
acusación heideggeriana de olvido o desatención al ser, que el
profesor alemán arroja de manera casi indiscriminada contra la
práctica totalidad del pensamiento filosófico de Occidente, haciendo
depender de ese menosprecio —como de su causa más radical y profunda—
las calamidades y catástrofes de todo tipo que han aquejado a nuestra
civilización en estos últimos tiempos.
Seinsvergessenheit: ¿cuál es el sentido preciso de esa denuncia?;
¿cuál sería su alcance y su gravedad?; ¿hasta que punto puede
otorgársele la razón a Heidegger?; ¿es cierto que, a lo largo de
la casi totalidad de la filosofía de Occidente, la indagación
expresa y directa sobre el ser ha brillado por su ausencia?
Unas primeras consideraciones históricas, que compondrán el
horizonte implícito de todos nuestros escritos, permiten advertir que
las cuestiones planteadas no resultan, ni mucho menos, irrelevantes.
Tras las huellas de Parménides, ya Aristóteles se encargó de
recordar que la interrogación sobre el ente (to ón) había sido y
era entonces —es decir, siempre— la pregunta central en las
meditaciones de los auténticos filósofos. De hecho —como es
sabido—, él calificó su filosofía primera, entre otros modos,
como saber del ente en cuanto ente.
El propio Aristóteles, de manera un tanto tímida, y más
claramente lo mejor de la tradición que le sigue —Alkindi,
Alfarabí, Avicena, Tomás de Aquino…, entre otros[231]—,
comenzaron a caracterizar al ente (en cuanto ente) por su referencia
al ser. No sólo como «lo que es» (id quod est), sino como «lo
que tiene ser» (id quod habet esse), como «aquello cuyo acto es el
ser» (id cuius actus est esse), como «aquello que, de manera
limitada, participa del ser» (id quod finite participat
esse)[232]. De esta suerte empiezan a estar claros los dos
pilares sobre los que venía gravitando, y gravitará en el porvenir,
buena parte de la especulación filosófica con alcance metafísico:
las respectivas concepciones del ente y del ser, ya se las denomine
así, ya de formas equivalentes. Y, entre estas dos «realidades»,
la discriminación radical, última y definitiva será, justamente,
la del ser (aunque a veces se lo califique de otra manera).
Del modo de concebir ese ser dependerá, en fin de cuentas, la
comprensión de la realidad en su conjunto y en cada uno de sus
integrantes —el Absoluto, el hombre, el cosmos—; y, con la
intelección de la realidad, la de lo verdadero y lo falso, lo bueno y
lo malo, lo hermoso y lo feo, lo relevante y lo que carece de
trascendencia… Mas como son estas grandes concepciones las que modelan
la vida de una comunidad, y las que configuran las relaciones entre sus
miembros, desde el punto de vista teorético más decisivo cualquier
cambio profundo en una sociedad, o en una civilización, debe
encontrarse precedido, o incluso provocado, por una mutación profunda
en la manera de percibir el ser.
En semejante sentido se entendería la insistencia heideggeriana en
este punto, así como el planteamiento general que hemos realizado en
los apartados que preceden. Pero aquí hay que añadir algo más, que
hasta estos momentos sólo ha actuado como en la sombra: en los dos
casos, en el de Heidegger y en el mío propio, buena parte del
problema radica en la distinción que debe instaurarse entre ente y ser
(Seiende y Sein, ens y esse), y en la determinación final que se
establezca para uno y otro. En lo que a mí respecta, adelanto ya
que, a partir de estos instantes y al hablar en nombre propio,
calificaré como ente —y nunca como ser— a cada una de las realidades
que pueblan el cosmos: y que les aplicaré ese calificativo con mayor o
menor intensidad y propiedad según las características que definan su
«densidad ontológica», y que más tarde analizaré. Por su parte,
denomino ser —y nunca existencia— al principio más íntimo que
constituye a cada una de esas realidades, a los entes: un fundamento
interno que, como veremos con cierto detalle, debe ser concebido como
acto primordial o por excelencia, como acto kat'exojén, según la
terminología de Aristóteles.
Sugerida esta distinción, y con vistas a determinar ulteriormente el
calado y las consecuencias de la acusación heideggeriana, así como la
oportunidad de darles una respuesta, cabría abordar con nueva luz las
elementales anotaciones históricas que estábamos iniciando.
La ontología de Parménides, en la que las exigencias del
ón-eînai irrumpen por primera vez con un vigor total —en parte
perdido por quienes le suceden—, se caracterizaría, en concordancia
con su carácter arcaico[233], por no establecer un claro
discrimen entre ente y ser; y por eso, con la consectaria exclusión
absoluta del no-ser, entrará en una vía muerta, de la que Platón
tendrá que extraerla mediante el ya citado parricidio[234].
La de Platón, por su parte, tendría como objeto propio las Ideas
(el óntos ón, que, de manera palmaria, corresponde al verdadero
ente: enter ens); y como principio radical de su realidad
auténtica, la identidad (que, de esta suerte, equivaldría a
nuestro ser, aunque en Platón y los neoplatónicos se sitúe, por
encima del ser mismo, en el Uno-Bien)[235].
Para Aristóteles, el ente en sentido más propio está constituido
primordialmente por la ousía, y en otros momentos por el synolon (que
es uno de los tres significados capitales de ésta); y el principio
constitutivo de ese ente primigenio —principio que vendría a
corresponder al ser— es la forma: subsistente o inmersa en
materia[236].
Agustín de Hipona reproduce, con ligeras variaciones, la
concepción de Platón, mediada a través de Plotino: para él vere
esse —expresión que remite de forma paladina al óntos ón— est
incommutabile esse: el ser sigue siendo inmutabilidad,
identidad[237].
Boecio, por su lado, interpreta la realidad, en un contexto
ligeramente platonizante, con terminología y técnica aristotélicas:
también en él, como en Aristóteles, el ser o esse —que ahora
parece destacarse como objeto de indagación expresa— se resuelve en la
forma, tal como manifiesta en sus estudios de las relaciones entre quod
est y esse. Según Boecio, el quod est sería el concreto, y el
esse su correspondiente abstracto. Al concebir el esse como abstracto
del quod est, y no como su acto, inevitablemente el esse se
identificará con la forma[238].
En la línea aristotélica, pero profundamente enriquecido por el
neoplatonismo de Avicena, el de Dionisio Areopagita y el del Liber
de Causis[239], Tomás de Aquino concebirá el ser como acto,
pero como un acto nobilísimo y especial, que merece de forma
explícita y predominante los apelativos de esse, esse ut actus y actus
essendi. Para el filósofo de Nápoles, de manera expresa, el ente
es el ens, y su ser el esse o actus essendi, que no remite a una
caracterización posterior (en realidad, es él quien dona su valor
último al acto, y no el simple acto quien lo califica a
él)[240]. Además, Tomás de Aquino establece como
fundamentos de toda su metafísica: a) la doctrina del actus essendi,
a la que vincula íntimamente, b) la de la composición real de
essentia-esse y c) la de la participación[241].
Como puede advertirse, nos encontramos ante uno de los puntos
culminantes de interrogación expresa por el ser, en cuanto distinto
—como su principio constitutivo— del ente. Algo que nosotros
tendremos muy en cuenta, y que opera incluso ya en la esquematización
histórica que estoy exponiendo, pero que, al contrario, ha pasado
por completo inadvertido a las apreciaciones de Heidegger, cuyo
conocimiento de Tomás de Aquino parece ser, además de un tanto
espúreo, bastante somero[242], y mediado por las
interpretaciones de Duns Scoto y Suárez.
No sucede lo mismo con el desenvolvimiento posterior de la filosofía
en Occidente. En él se muestra certero, aunque siempre
simplificador, el Nietzsche heideggeriano. Pues, en efecto, muchos
de los seguidores de Tomás de Aquino —a resultas de la polémica que
se establece entre Enrique de Gante y Gil de Roma— comienzan a
hablar de esse essentiae y esse ex-sistentiae y, al término,
sustituyen la pareja essentia-esse —en la que el elemento primordial y
definitivo es el segundo, el ser— por la de essentia-exsistentia,
que hace girar la explicación de la realidad en torno al primero de los
dos miembros —la essentia—, y que apenas había sido empleada por su
maestro[243].
Esta distinción de esencia y existencia, a través de Duns Scotto,
que la canoniza, y, sobre todo, de Francisco Suárez[244],
inspirará de manera directa e inmediata la nueva filosofía, que
comienza con el cogito, y pilotará, como a distancia, las
reflexiones de la parábola de pensamiento que une a Descartes, a
través de Spinoza y Wolff, entre otros, con Kant y sus
continuadores, hasta desembocar, pongo por caso, en el
existencialismo.
En este sentido, las indicaciones de Heidegger en su Nietzsche, o
en la Carta sobre el humanismo, parecen seguir dando en el clavo,
cuando anuncian que el imperialismo de la pareja esencia-existencia ha
conducido a la filosofía fuera de la vía maestra de la especulación
sobre el ser[245]. Y, en efecto, en la filosofía moderna y
contemporánea, la reflexión directa sobre el ser —con excepciones
innegables y tremendamente significativas, entre otras la de Hegel y
las del propio Heidegger[246]— va tornándose más escasa y menos
fundamental, y se ve casi completamente reemplazada por la que versa
sobre el par esencia-existencia (tres ejemplos entre miles:
Spinoza, que declara que en el Absoluto "essentia involvit
ex-sistentiam"[247]; Kant, empeñado en mostrar que la
existencia no constituye ningún predicado real[248]; y Sartre,
para quien la existencia se interpreta como mero estar-ahí[249] y
—en el hombre— precede a la esencia[250]).
Se explica entonces lo que antes anunciaba: que, llegados al siglo
XX, Heidegger —mejor conocedor de los desarrollos modernos que de
los que de inmediato le preceden— lance contra prácticamente toda la
filosofía occidental, excluidos los presocráticos, la acusación de
Seinsvergessenheit, de olvido del ser: según el filósofo alemán,
a lo largo de todos esos siglos de especulación, la pregunta por el
ser (Seinsfrage) ni siquiera ha sido correctamente planteada, y la
indagación directa sobre el Sein ha decaído siempre en reflexión
sobre das Seiende (el ens qua ens o la entitas aristotélicos, tal
como interpreta el propio Heidegger).
¿Qué reacciones provoca la radical actitud heideggeriana?
Hay quienes toman muy en cuenta sus reproches, y adoptan al respecto
diversas posturas: la hermenéutica, por un lado, el pensiero debole
y sus epígonos, por otro, constituirían dos de las interpretaciones
hoy en boga de este menosprecio por el ser, no sólo justificado sino,
como quería el propio Heidegger, inevitable en el momento presente.
Otros consideran que la inculpación heideggeriana es injusta, por lo
menos para la línea que da comienzo con Aristóteles, para ciertos
neoplatónicos y, de manera muy especial, para algunos exponentes de
la metafísica teologizante del siglo XIII.
Entre ellos, los hay que sostienen, sin embargo, que la
Vergessenheit des Seins ha tenido lugar, efectivamente, en la
mayoría de los representantes del pensamiento moderno y
contemporáneo: es decir, en todos aquellos en que se deja sentir el
influjo del planteamiento del cogito, que, al reemplazarlo por la
subjetividad humana, pone las bases para un fundamental y determinante
olvido o desatención al ser, y obliga a fijar la mirada —de manera
sobresaliente o casi exclusiva— en un sujeto al que suelo calificar
como «ametafísico» o «des-substanciado»: sin ser, sin
consistencia interna.
Y otros aún imputan la responsabilidad de esta pérdida a lo que
denominan «escolástica decadente», e inician un rescate del
verdadero pensamiento fundamental, que —en el momento presente,
superadas de manera definitiva las aporías de la Modernidad— vendría
a coincidir con una Seinserinnerung o recuerdo del ser.
Como puede observarse, la primera cuestión que plantea esta muy
simplificada exposición de la suerte del ente y del ser en el
pensamiento occidental es precisamente la de su veracidad histórica.
No todo lo que acabo de exponer es heideggeriano, pero sí que está
influido por los interrogantes y las acusaciones suscitados por
Heidegger. Más en concreto, el mismo modo en que he perfilado la
doctrina de algunos autores, pretende hacer frente a la presentación
del filósofo alemán. En cualquier caso, ya se adopte la
interpretación heideggeriana, ya la que iré mostrando, ya cualquier
otra de corte filoheideggeriano, la interpelación básica queda en
pie, y se ramifica en multitud de subinterrogantes.
¿Es correcto, pongo por caso, incidir sobre la importancia del
olvido del ser en el despliegue de la filosofía de Occidente?, ¿o
se trata de una cuestión accesoria o incluso de un defecto de
perspectiva artificialmente hinchados? ¿Existen en efecto algunos
autores que, allende la común indagación sobre el ente, han hecho
objeto de sus reflexiones más o menos directas el propio ser?
¿Cuándo se situaría ese momento privilegiado de la historia del
pensamiento: en sus mismos inicios, como pretende Heidegger, o en un
instante posterior de su desarrollo? Por ejemplo, las continuas
referencias de Aristóteles al eînai, ¿no serían manifestación de
su interés por lo que Heidegger denomina con el vocablo Sein (o, a
veces, Seyn)? Si en Aristóteles, o antes o después, ha habido
un lúcido interrogarse por el ser, ¿es verdad que en alguna época
posterior a esa etapa vigorosamente especulativa ha tenido lugar una
especie de quiebra, un momento de ruptura que permitiría hablar de
involución en el pensamiento occidental?
Concretando un tanto: ¿habría que atribuir principalmente a
Platón, como pretende Heidegger, la responsabilidad del
ocultamiento del ser para Occidente, a causa de su interpretación
preponderante del ón en términos de Idea, en cuya órbita
especulativa se seguiría moviendo al término Aristóteles, ajeno
también él también a la Seinsfrage? ¿O es más acertada la
opinión de los historiadores que imputan ese descamino a cierta
escolástica «esencialista», que malinterpretó desde muy pronto el
genuino pensamiento de Tomás de Aquino, centrado todo él en su
originalísima concepción del esse ut actus o actus essendi? En esta
segunda hipótesis, ¿qué porcentaje de culpa habría que atribuir al
cambio de terminología, que acaba por sustituir semejante esse por la
ex-sistentia? ¿Hasta qué punto habría influido este hecho en la
escolástica posterior y en el neotomismo, y en qué medida habría
condicionado el surgimiento de la filosofía moderna derivada del
cogito? ¿En qué proporciones esa desatención al ser se habría
hecho presente en las distintas filosofías de las edades moderna y
contemporánea, tomando ahora estos vocablos en su significación
meramente cronológica? Y un nutridísimo etcétera.
A estas muchas cuestiones de historia de la filosofía, capaces de
articular en su torno lo más granado de la especulación metafísica de
Occidente, se unirían bastantes otras de filosofía de la historia y
de la civilización. Sobre ellas me he pronunciado ya, en cierto
modo, en el despliegue de estos capítulos introductorios. Se
trataría, por tanto, de verificar si ese olvido del ser, cuyo
nacimiento formal he hecho coincidir con el cogito cartesiano, sería
en fin de cuentas el responsable de la multitud de disfunciones que
afectan al mundo de hoy. Responsable, como es obvio, en la misma
medida en que lo puede ser una concepción intelectual: en cuanto se
encarna y es llevada a la práctica por un conjunto genealógico de
personas, y en cuanto cristaliza en un sinfín de estructuras básicas
que influyen a su vez, junto con o más que las ideas, en los
individuos singulares que pertenecen a ese ámbito.
Sobre todos estos asuntos dista mucho de haber un acuerdo
generalizado, incluso si nos mantenemos en la esfera de los filósofos
que reconocen un maestro común, como pudiera ser Tomás de Aquino.
Las razones resultan muy variadas; entre otras, las de temperamento e
idiosincrasia personales y las de la peculiar formación de cada uno;
pero no cuenta entre las menos importantes la falta de un estudio
metafísico estricto, en el que se intente esclarecer los perfiles
discriminadores de lo que cada cual entiende por ente y por ser y, de
manera concomitante, de cuál es su concepción de la metafísica.
Hay quienes pretenden hacer depender la validez de esta tarea de la
escueta dimensión gnoseológica. ¿Cuál sería el modo de acceder al
ente y cuál su función en la dinámica del conocimiento ontológico
riguroso?; ¿cuál la manera concreta de elevarse hasta la percepción
del ser?; ¿cuál la relación existente entre ambos conocimientos?
Personalmente, y como ya he sugerido, repudio este modo radicalizado
de presentar la cuestión, deudor de las lucubraciones cartesiano-
kantianas, y reafirmo la prioridad del conocimiento directo de
lo-que-es (y del ser en él coaprehendido) sobre el reflejo
conocimiento de ese conocimiento. La validez del primero no depende
para nada del segundo, me atreveré a sostener, por contraste, ante
esa orientación extremada. Aunque exista una conciencia concomitante
de estarla advirtiendo, en el saber espontáneo y en el filosófico la
realidad se conoce substancial y primariamente como siendo, como ens,
y no como conocida, como verum: según ha denunciado Heidegger con
reiteración, aunque con discutible coherencia, la metafísica nunca
debe reducirse a «lógica».
Por lo mismo, y como también he apuntado, la epistemología y el
tratado sobre el método no pueden ser previos a la filosofía misma, a
la metafísica.
Así lo afirmó Aristóteles: "es absurdo buscar simultáneamente la
ciencia y el método de la ciencia"[251].
Y así lo explica un pensador contemporáneo: "Si de hecho la
filosofía lo cuestiona todo, no puede admitir ninguna determinación
preliminar. En la edad moderna, ha sido sobre todo Hegel quien ha
mostrado que la filosofía no puede tener ni estatutos, ni métodos,
si por método se entiende —como de hecho se entendía a partir de
Descartes— un conjunto de reglas decididas de antemano y a las que la
filosofía habría de atenerse en su proceder. Es demasiado obvio que
ninguna otra forma de saber, sino la propia filosofía, puede
establecer estas reglas, como también lo es que el estipularlas sería
en cualquier caso una operación filosófica, que de ningún modo
podría preceder a la filosofía.
"Con todo, a propósito de la filosofía puede hablarse de
«método», mejor que de estatuto —y así lo hace también Hegel—,
si este vocablo no indica unas reglas preliminares, sino las líneas
efectivas de su recorrido. Ese es, por lo demás, el significado que
la palabra «método» […] tenía entre los griegos: el de «vía»
(hodòs), camino, recorrido. En efecto, si la filosofía es
aspiración, búsqueda, resultará, como toda búsqueda, un
proceso. Pero no un proceso cualquiera, casual, indeterminado, sino
un proceso determinado, que se despliega de una manera concreta.
"Es evidente que el modo de este despliegue, el método, no puede
establecerse antes o fuera de la filosofía. Por el contrario, ha de
venir indicado por su propio objeto, por cuanto ha de ser el método
adecuado para conocerlo, el más apto para conducirnos hasta el saber
que buscamos. Se objetará que, antes de alcanzar el conocimiento del
objeto, resulta imposible reconocer el método más adecuado para
ello. Pero, en realidad, aun cuando todavía no poseemos el saber al
que la filosofía aspira, aun cuando no conozcamos todavía el sentido
o la razón del todo, un cierto conocimiento de ese objeto sí que lo
tenemos: el imprescindible para poder decir que se trata del todo y
que, como tal, se distingue de cualquier otro objeto. Pues bien, es
justo este carácter del objeto, su índole total, lo que puede
indicarnos el método adecuado para lograr su conocimiento"[252].
(Todo esto explica, lo veremos muy pronto puesto en práctica, cómo
el estudio del modo de acercamiento a un objeto ayude a determinar la
naturaleza del saber que lo considera y la del objeto mismo. Desde la
perspectiva que defiendo, esta segunda posibilidad se funda, según se
nos acaba de sugerir, en que cada tipo de realidades reclama un
distinto modo o camino (un diverso método) para introducirse hasta
ella. El objeto determina al método, y no al contrario. Apelar a
este segundo para esclarecer la naturaleza del primero constituye
siempre algo similar al uso de las comprobaciones quia —en las que
nuestro punto de partida no es más que un indicio para acceder a la
causa de la que realmente depende—, y jamás una demostración propter
quid. Por eso, la consideración gnoseológica como previa a la
metafísica, además de contradictoria, resulta banal).
Sí que estimo relevante, por el contrario, una cuestión que en
apariencia no lo es. La relativa a la terminología. Aunque el
propio Tomás de Aquino advirtiera que "de nominibus non est
curandum", no deja de ser cierto que la aceptación acrítica de este
aserto, por lo menos en el problema que nos ocupa, ha dado origen a
multitud de aporías y faltas de entendimiento.
Limitándonos por ahora al castellano, parece más que evidente que la
utilización indiscriminada del vocablo «ser» para traducir lo que en
latín corresponde a dos «realidades» tan distintas como las que
señalan ens y esse, no puede sino acarrear confusión, y dificultades
añadidas, a los diferentes planteamientos. ¿Y qué decir de la
utilización del término «existencia» para lo que Tomás de Aquino
calificaba normalmente como esse, sobre todo si aceptamos a modo de
hipótesis que esa sustitución constituye el hontanar de tantas y tan
graves distorsiones como algunos pretenden?[253]
Sin duda, al escribir «existencia» cabe entender con corrección lo
que Tomás de Aquino calificaba normalmente como esse, y bajo una
sola y la misma palabra castellana —«ser»— pueden encontrarse
diferenciadas las dos acepciones que competen al ens y al esse del autor
medieval. Pero tampoco es difícil que la disparidad de vocablos
manifieste una divergencia en las nociones; y, en cualquier caso, esa
anfibología tornará más compleja la comprensión mutua de quienes
están empeñados en las escuetas tareas de fundamentación. De ahí
que, en trabajos sucesivos, dedique parte de mi esfuerzo a exponer la
que me parece la terminología más acertada.
Con todo, el principal problema planteado es estrictamente
metafísico, y se reduce a la determinación última del ser
(Sein). Por eso, el núcleo de nuestros futuros estudios estará
encaminado, en primer término, a resaltar las diferencias entre una
metafísica del ente en cuanto ente y otra que la trascienda, al
considerar ese mismo ente a la luz del acto de ser. El punto de
referencia polémico, explícito o implícito, será en muchos casos
Heidegger. La inspiración positiva para la metafísica del ente, la
buscaremos en quien parece haber sido su creador y, en parte, su
representante primordial: Aristóteles. Respecto a la metafísica
del acto de ser, tomaré como estímulo a Tomás de Aquino, que para
algunos se configura como su principal —y casi único— cultivador.
En cualquier caso, las pretensiones de esos trabajos no serán
principalmente históricas ni, mucho menos, historiográficas. Como
afirmara Tomás de Aquino, tras las huellas de Aristóteles, "el
estudio de la filosofía no es para saber qué pensaron los hombres,
sino para conocer cuál es la verdad de las cosas"[254]. Por
tanto, las apelaciones a los distintos autores, en este caso,
servirán sólo de incentivo para —acogiéndolos o rechazándolos—
exponer mi propio sentir.
Y aquí, para prevenir susceptibilidades más o menos frívolas e
inconsistentes, que acaban por reducir el pensamiento a cronología,
baste para concluir con recordar la decidida advertencia de Nietzsche:
"¡Mal! ¡Mal! ¿Cómo?, ¿no va… hacia atrás? – ¡Sí!
Pero entendéis mal a ese hombre cuando os quejáis de eso. Va hacia
atrás como todo aquel que quiere dar un gran salto (wie Jeder, der
einen grossen Sprung thun will)"[255].
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