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En parte han sido inferidos del somero análisis de la modernidad que
venimos realizando; y ahora pretendo confirmarlos, por contraste,
mediante unas elementales alusiones al pensamiento clásico.
Para los griegos, en efecto, el ejercicio de la filosofía primera es
algo exquisitamente humano, propio y exclusivo de quienes han
conquistado una cierta madurez, que no sólo afecta a las capacidades
cognoscitivas, sino a la persona como persona, en su cabal
integridad.
Lo apunta Platón después de poner en boca de Diotima la conocida
afirmación de que "ninguno de los dioses filosofa", cuando
advierte: pero "tampoco filosofan los ignorantes, siendo su desgracia
la de creer tener suficiente con lo que tienen". "¿Quiénes son,
entonces —pregunta Sócrates—, los que filosofan, puesto que no son
ni los sabios ni los ignorantes?". Y contesta ella: "Hasta para
un niño es ya evidente que son los que se hallan en medio de
ambos"[112].
"Este medio —aclara Pieper— es el ámbito de lo verdaderamente
humano. Es lo auténticamente humano: por una parte, no comprender o
concebir de una forma plena […]; por otra, no endurecerse, no
encerrarse en el mundo de lo cotidiano al que se supone del todo
esclarecido; no darse por contento con el no-saber; no perder ese
estar abierto, que se expande infantilmente, que es propio del que
espera, sólo de él"[113].
Parece claro que las alusiones al "no endurecerse" y al "estar
abierto" y, sobre todo, la explícita mención de la esperanza
sitúan las afirmaciones de Sócrates-Platón —que Pieper está
comentando— en su contexto más propio: el de la persona en su
totalidad, trascendiendo los dominios del puro conocimiento. Verdad
extensible, como enseguida comentaré, al conjunto del pensamiento
griego, frente a la pretensión de una manualística tan difundida como
poco profunda, que enarbola a modo de estandarte las célebres
afirmaciones de Aristóteles sobre la «inutilidad» de la filosofía.
Inutilidad que es substancialmente falta de subordinación a lo
pragmático, y en ese sentido libertad, pero que se ha hecho coincidir
de forma reductiva con una total ausencia de repercusiones existenciales
(a parte ante y a parte post).
Hoy son muchos los críticos que se pronuncian de forma decidida en la
dirección opuesta. En primer lugar, el propio Pieper, quien, al
desplegar los implícitos englobados en los asertos que acabo de citar,
asegura: "filosofar, en la medida en que es una actitud humana
fundamental ante la realidad, sólo se hace posible desde la totalidad
de la existencia humana, a la que, justa y precisamente, pertenecen
también las últimas tomas de posición"[114].
Como veremos en el próximo apartado, esta puesta en juego de la
persona íntegra, lejos de suprimir la instancia teorética, es
justamente lo que la torna hacedera: según afirma de nuevo el pensador
alemán, "en filosofía se da el conocimiento más puro cuando el que
conoce silencia todas las preguntas. Lo mejor y esencial de la teoría
filosófica es la muda admiración que se inclina sobre el abismo
luminoso del ser". ¿Y qué es lo que acalla los interrogantes
perturbadores, el runruneo vocinglero del yo, dando paso a una
filosofía virgen, no contaminada? Respuesta otra vez tajante: "En
opinión de los antiguos, la teoría en este su sentido más puro
—apenas distinguible de la contemplación— se encuentra también
enteramente condicionada por la intención amorosa", que, como acabo
de decir, permite mantener la indispensable orientación hacia la
verdad y sólo hacia ella: "el ojo de la contemplación se dirige
hacia lo amado; ubi amor, ibi oculus"[115].
La línea que une a Heráclito con Aristóteles da, pues,
perfectamente en el blanco cuando afirma que la teoría, para serlo en
forma cabal, debe tener como presupuesto inmediato el silencio, que
permita dirigir el oído, sin interferencias distorsionadoras, hacia
lo más hondo de la realidad. Desde esta óptica resulta clarividente
la siguiente apreciación de Rassam: "cualquier filosofía que no
deje lugar al silencio que sostiene y alimenta a la palabra, es infiel
a su vocación, al traicionar el acto que la sustenta: puesto que todo
discurso, y en particular el discurso filosófico, se mantiene en pie
gracias al acto de silencio que lo anima (par l'acte de silence qui
l'anime)"[116]. Silencio, pues, como requisito ineludible
para que, a través de nuestra inteligencia, hable la realidad. Pero
también es cierto y aristotélico, al menos de manera virtual, que
ese silencio se encuentra radicalmente posibilitado por la apertura sin
condiciones hacia el ente: apertura que pone entre paréntesis las
estridencias del propio yo —del amor de sí radicalizado— y que, como
demuestra a contrario el desarrollo del pensamiento moderno, en última
instancia hay que adscribir al acto por excelencia de la voluntad, que
es el amor.
No creo inventarme nada. Cuanto vengo diciendo lo confirma, en un
libro ya citado, destacable por su clara y casi ingenua hondura,
Rafael T. Caldera. Tras sostener que "no hay que asombrarse de
los extremos a que puede llegar el hombre en la situación actual",
prosigue: "Por lo pronto, sacudido en los fundamentos mismos de la
razón —el ser y la verdad—, abandonados bajo la égida del amor sui
para instituir el primado de una voluntad pretendidamente legisladora,
la curación no puede venir de la sola razón".
Y, tras aludir a la radicalidad del remedio que habrá que habilitar
para un completo restablecimiento del hombre contemporáneo, agrega:
"Desde antiguo conocemos la respuesta filosófica, en la persona de
Sócrates: es necesaria una periagogé, una conversión para ir al
ser con toda el alma[117], de tal manera que, al volverse a los
principios, pueda el hombre descubrirse principiado, fundamentado
[…].
"Así, en lugar de poner al modo de la modernidad el Ser al final,
lo cual 'comporta el primado de la acción y el frenesí de la
técnica'[118], se redescubre el Ser al principio y con ello,
'el primado de la contemplación'. El hombre puede entonces entrar
en sí mismo al entrar […] en la profundidad de lo real"[119].
Inteligencia-y-voluntad, de nuevo; voluntad-e-inteligencia.
¿Asombrará, entonces, que esa filosofía límpida, genuina, no
profanada por intereses extrateoréticos, resulte extremamente fecunda
para el despliegue personal práxico de quien la ejerce?; ¿que se
configure, con palabras de Platón en su Eutidemo, como un "uso de
la inteligencia en favor del hombre"?
Oigamos de nuevo a Pieper: "de tal percepción, puramente
receptiva, nace —según los antiguos— la posibilidad de la praxis.
El hacer humano es tal porque le precede una orientación hacia la
realidad que lleva hasta el descubrimiento del ser". Y añade:
"así, pues, quien defiende la pureza de la teoría y su
independencia de la praxis, defiende a la vez la posible
fructificación de la teoría y, por consiguiente, su relación con la
praxis"[120].
"En sentido absoluto —sostiene a su vez Botturi— hay que decir
que, si bien la inteligencia conoce, es la voluntad la que permite
conocer. No existe, pues, obra de la inteligencia que no se
encuentre acompañada por un compromiso de la voluntad y, en
consecuencia, por una actitud ética en relación con la posible verdad
que va a penetrarse. En el ámbito del conocimiento científico y
técnico, esta condición ética del saber constituye una premisa
general pero importante. Mas conforme uno se adentra en las verdades
más decisivas para la existencia humana, el compromiso ético exigido
es cada vez mayor, y el amor a la verdad ha de incrementarse y
robustecerse para sostener el esfuerzo de la investigación, la lealtad
del reconocimiento y sobre todo el carácter comprometedor de las
consecuencias de la verdad descubierta. Como decía Platón, existen
verdades que sólo se tornan patentes al hombre después de una larga
investigación y a través de una actitud sincera en el diálogo y en la
convivencia con los otros hombres"[121].
Repito de intento que es justo esta mutua imbricación de inteligencia
y voluntad la que, ejerciéndola con un vigor sin precedentes, pero en
sentido contrario y mucho más «vistoso» que los filósofos
clásicos, ha negado el pensamiento moderno. Por eso, tras la
experiencia de las últimas centurias cabe advertir con más nitidez el
verdadero estatuto de la próte philosophía, tal como fue concebida y
realizada en sus comienzos, y resaltar aspectos que a veces, durante
siglos, quedaron como en sordina.
Y así, por ejemplo, bajo el significativo título que sostiene que
"el theorein griego no es un pensamiento abstracto, sino un pensar que
incide profundamente en la vida", afirma con energía Reale: "la
«contemplación» griega lleva consigo, de manera estructural, una
determinada actitud en relación con la vida. No es, pues, la
theoria griega una simple doctrina de índole intelectual y abstracta,
sino además, y siempre, una doctrina de vida; o, dicho de otro
modo, una doctrina que reclama intrínsecamente una verificación
existencial y que, por lo común, se encuentra acompañada por
ella"[122].
Y Cornelia Vogel apuntala: "Sostener que para los griegos la
filosofía era una reflexión racional sobre la totalidad de las cosas
resulta bastante exacto, si uno no quiere decir más que eso. Pero si
se pretende completar la definición, hemos de añadir que, en virtud
de la categoría de su objeto, esta reflexión llevaba aparejada una
concreta actitud moral y un estilo de vida, que consideraban esenciales
tanto los propios filósofos como sus contemporáneos. Con otras
palabras, esto significa que la filosofía nunca era una tarea
puramente intelectual"[123].
Sin duda, como recuerda la pensadora holandesa, los aspectos
teóricos y prácticos adquieren mayor o menor peso en las sucesivas
etapas del pensamiento griego. Pero jamás abandonan su estrecha
interdependencia. De ahí que pueda concluir de nuevo Reale: "En
definitiva, lo permanente en la filosofía griega es el theorein, a
veces ensalzado en su valor especulativo, a veces en el práctico,
pero siempre de forma que esas dos instancias se implican una y otra de
modo estructural. Por lo demás —prosigue—, el asunto queda
comprobado en cuanto se advierta que los griegos, a lo largo de toda su
historia, sólo consideran un auténtico filósofo a quien demostraba
la capacidad de unir con coherencia pensamiento y vida; y, por ende,
a quien sabía ser maestro no sólo de reflexión, sino de vida vivida"[124].
Por el momento, no considero necesario seguir al especialista italiano
cuando aporta las pruebas concretas de que lo que acaba de sostener
tiene vigencia desde los presocráticos hasta la filosofía
helenística. Ni tampoco destacar el especial ahínco con que lo
manifiesta no sólo en Platón, sino también en Aristóteles: en el
juvenil del Protréptico, y en el más maduro de la Ética eudemia,
pongo por caso[125].
Abandonemos, pues, las disquisiciones históricas, para extraer de
ellas alguna conclusión que apuntale las ya conseguidas.
Descubriremos así la causa teorética fundamental de lo que la
historia de la filosofía evidencia, sobre todo cuando se contrasta su
primera andadura, entre los griegos y sus continuadores, con el
decisivo viraje que experimenta en los últimos siglos, a partir del
cogito cartesiano. Es decir, por un lado, la recíproca
com-penetración de entendimiento y voluntad en el quehacer
filosófico, que los clásicos suponen y los modernos ponen en juego
con un vigor sin precedentes, rechazándola sin embargo desde el punto
de vista teórico; y, por otro la relativa prioridad —¡en un sujeto
unitario!— del buen amor, en cuanto requisito y salvaguarda de la
posibilidad misma y de la pureza de la teoría.
¿Cuál sería esa «causa» primordial? La venimos sugiriendo. Se
trata de una razón determinante, que penetra hasta la médula de todo
el asunto, y que cabe reducir a su más sucinta expresión metafísica
con las siguientes palabras: sólo la posición altero-céntrica
trasciende cualquier suerte de perspectivismo interesado; por eso,
sólo ella torna posible querer al otro (y, de manera proporcional, a
lo otro) como otro, y, por ende, percibirlo en esa su condición de
realidad autónoma —qua ens—, independiente de la subjetividad de
quien observa.
No debería asombrar, entonces, la ineludible convivencia entre
limpidez depurada de intelección y compromiso personal estricto —amor
a la verdad, a la realidad—, al que, de manera reiterada, me vengo
refiriendo. Sin el segundo, el empeño existencial, resultaría
imposible la actividad teorética genuina.
Lo expresa con decisión, de manera un tanto desgarrada, uno de los
filósofos más maduros de la España contemporánea. "Mi trabajo
—asegura Arellano— es pensar, como el de cualquier filósofo por
modesto que se pretenda. Pensar no es todo el vivir, pero sí un
aspecto total de la existencia, implicado en la vida entera y no
descomprometible de ella". Añade: "El modo de «pensar» hoy
generalmente admitido opera, sustancialmente sobre el modelo de los
anuncios publicitarios […]. Se acepta también como «pensar» el
juego conceptual incomprometido, el «teorizar» que se evade de las
exigencias en avance de la vida o que halaga a la existencia
conformizada". Y corrige: "Pensar, si se quiere hacerlo (…)
como es de suyo (…), resulta un aventurarse arriesgado a la verdad,
luchada para todos desde sí mismo; un intento que siempre salva,
acierte o no. Pensar es una tarea en la que el hombre se desafía a
sí mismo, y a la circunstancia de las imposiciones que lo cercan,
para conquistar la verdad-en-eficacia hacia dentro de sí y hacia
fuera, cara a la vida que él mismo es y cara a la vida que puede
generar en praxis social"[126].
Entendimiento y vida, por tanto. Insiste en ello Enrico Berti,
reconocido especialista en Aristóteles. "A mi modesto entender
—arguye— la filosofía […] implica al hombre en su totalidad, en
su «vida», en su destino, en sus opciones prácticas. La verdad
buscada por la filosofía no es como 2 + 2 = 4, esto es, una
verdad por la que no vale la pena morir (de hecho, ninguno ha dado
nunca la vida por las verdades matemáticas, excepto algún antiguo
pitagórico, precisamente porque para ellos las matemáticas eran
filosofía). Pero, por lo mismo, tampoco vale la pena vivir por
ella"[127].
Todo lo cual queda confirmado, en un clima de mayor reposo, pero en
esencial coincidencia con las anteriores, por estas nuevas palabras de
Pieper: "El comportamiento puramente teorético no puede confundirse
con la objetividad de un registro no comprometido de realidades […]
La teoría filosófica —puro conocer que olvida toda inquisición—,
este modo en extremo sereno de medida y aceptación de las cosas, no
puede ser cumplido sin que la realidad sea vivida y afirmada como algo
pura y simplemente digno de veneración"[128]: sin adoptar, a
través de una auténtica periagogé, la posición altero-céntrica
que quiere y estima —«venera», sostiene Pieper, pero igual podría
decirse «ama»— a lo otro en cuanto otro.
Inteligencia y voluntad, por tanto, y como conclusión de estas
consideraciones iniciales. Restauración de la unidad de la persona,
que es quien en realidad actúa, más allá de la efectiva distinción
de las potencias. Reduplicación de la verdad en la vida, de acuerdo
con la repetida pretensión de Kierkegaard… O, si se prefiere,
reimplantación del genuino sentido y de los íntegros requerimientos de
la clásica sabiduría, suplantada en nuestro siglo por el excluyente
paradigma —humanamente yermo— de la ciencia positiva[129].
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