B. PARA «SALVAR» LA FILOSOFÍA (EL RETO IMPLÍCITO DE LA CIENCIA)

Hoy es ya casi un tópico: el empeño de hace algunos años en proclamar la crisis de la cultura occidental influyó fuertemente, como de rechazo, en la instauración de la «cultura de la crisis» en la que ahora estamos sumergidos.

Un elemento nada despreciable de semejante estado lo constituyó —y lo sigue constituyendo— lo que ha dado en llamarse «crisis de la racionalidad», origen de tantas modificaciones en el panorama filosófico contemporáneo.

Pues bien, por ahora me interesa resaltar que esa crisis se encuentra esencialmente referida a un solo modelo de racionalidad, hegemónico sin duda en los últimos siglos: la racionalidad científica. Por eso, un estudio algo detallado de las posibilidades que ofrece el pensamiento estrictamente contemporáneo a la filosofía tout court encontraría su natural arranque en el examen de aquellos autores que de forma expresa han teorizado sobre la racionalidad más típica de la modernidad: a saber, los filósofos de la ciencia. Ya que todos los demás, de forma más o menos inmediata, y como veremos, definen su propia postura por referencia a lo que —en medio de las más vistosas polémicas y de quienes lo reputan acaso inalcanzable— aún hoy sigue considerándose culturalmente como el paradigma de conocimiento cabal: el científico.

Como es obvio, resultaría impertinente desarrollar ahora dicho análisis más allá de lo necesario para establecer un diagnóstico sobre las causas que han hecho tambalearse semejante suerte de racionalidad. Y lo primero que hay que observar, en esta línea, es que ese fracaso deriva en fin de cuentas del propósito de exaltación sin medida, hasta la exclusividad, de la validez del conocimiento científico. Es decir, del cientificismo.

Al respecto, tal vez sean Feyerabend y, en otro nivel, Skolinowski y Radnitzky quienes mejor se han acercado al núcleo de la cuestión. Dejando a parte a los dos últimos, en virtud de su menor reconocimiento[135], es sabido: (i) que el Feyerabend del "todo vale", en polémica con Lakatos, advierte con claridad el supuesto cientificista de la doctrina de bastantes de los autores que le anteceden, a los que critica que, sin más fundamento, den por supuesta la "excelencia" de la ciencia moderna; o (ii) que, yendo más lejos en la misma línea, asegure ser la "aceptación ciega de la ciencia moderna" la auténtica responsable del desorden que él describe y critica.

Y también se conocen los excesos de Feyerabend en estos juicios, que equiparan razón científica y cientificismo y llegan a sostener que la metodología de Lakatos puede considerarse equivalente a los procedimientos de la magia, para cimentar de esta suerte su propio anarquismo epistemológico[136].

Lo que ya no todos advierten es que quien ha sido calificado como "el peor enemigo de la ciencia"[137] resulta, hasta en sus últimos escritos, deudor de ese cientificismo que rechaza y en el que militó con más o menos conciencia desde su inicial filiación popperiana. Como acabo de sugerir, es esa la razón de que identifique ciencia y cientificismo. Y por eso no ve otra salida a la crisis de este último que el demoledor «anarquismo epistemológico», justificable tal vez frente a la radicalización reductiva cientificista, pero nunca frente a la auténtica ciencia.

Veamos con más detalle el fondo de la cuestión.

* * *

Respecto a la determinación del cientificismo resulta bastante claro este texto de J. Habermas: "El «cientificismo» significa la fe de la ciencia en sí misma, o dicho de otra manera, el convencimiento de que ya no se puede entender la ciencia como una forma de conocimiento posible, sino que debemos identificar el conocimiento con la ciencia"[138].

No debe extrañar, por eso, que el Círculo de Viena, cuando cree haber descubierto la clave de la ciencia en la lógica, se muestre seguro de estar inaugurando una etapa absolutamente inédita en la vida de la humanidad, en la que definitivamente se lograrán superar todos los problemas y eliminar las disputas inútiles.

Así lo expresaba Moritz Schlick: "Estoy convencido de que nos encontramos en un punto de viraje definitivo de la filosofía, y que estamos objetivamente justificados para considerar como concluido el estéril conflicto entre los sistemas. En mi opinión, en el momento presente estamos ya en posesión de los medios que hacen innecesario en principio un conflicto de esta naturaleza. Lo que se necesita ahora es aplicarlos resueltamente. Estos métodos se desarrollaron silenciosamente, inadvertidos por la mayoría de los que enseñan filosofía o la escriben; y así se creó una situación que no es comparable con ninguna anterior. Que la situación es única y que la nueva dirección de la filosofía es realmente definitiva, sólo puede comprenderse cuando se conocen las sendas nuevas y se contempla retrospectivamente, desde la posición a la que conducen, a todos esos esfuerzos que pasaron por «filosóficos». Las sendas tienen su origen en la lógica"[139].

¿A quién puede ocultarse la similitud entre este optimismo fundamental y la convicción cartesiana de estar inaugurando una nueva época del universo?[140] ¿No encontramos en el proyecto del Círculo de Viena, acaso a un nivel más modesto, una reedición de los propósitos que animaron a Descartes? Pero las relaciones entre los filósofos de la ciencia del siglo XX y el padre de la filosofía moderna son mucho más amplias y hondas. Escuchemos ahora a Toulmin. Cuando critica los que denomina "tres axiomas de la tradición del siglo XVII", identifica el tercero con la pretensión de considerar las demostraciones geométricas como modelo exclusivo de todo conocimiento cabal[141].

Tal como podía esperarse, el propio Toulmin remite la fundación de esos tres axiomas a Descartes y a Locke; y el que nos interesa, el tercero, al pensador francés. En efecto, cabría encontrar en éste uno de los más notables cientificistas de todo la historia de Occidente y, sin duda, uno de los padres del cientificismo: por cuanto pretende someter sin ningún tipo de reservas la filosofía a los cánones de las ciencias del momento. Y así, el pensamiento filosófico sólo resultará aceptable cuando se configure según el patrón que le ofrece la razón matemático-geométrica.

Pero de Descartes interesa más señalar otro extremo, íntimamente relacionado con el designio de esas Cuestiones preliminares, y al que ya aludíamos en apartados anteriores. Me refiero a la eliminación de la verdad como término conclusivo de la tarea filosófica, y a su canje por otros objetivos, como los de la maniobrabilidad o la utilidad. Veremos que es esta ausencia de una referencia clara a la verdad otro de los componentes de la actividad tecnocientífica o, mejor, de la determinación que de ella hacen los más destacados epistemólogos del siglo XX. Y que esa recusación de la verdad se verá necesariamente acompañada del consectario rechazo de la metafísica, cuyo fin es estudiar el ens- verum-bonum.

* * *

Omito por ahora lo relativo al repudio y posterior semiacogida de la «metafísica», entendida a menudo como mera «protociencia», para dedicar mi atención al otro extremo recién mencionado: la supresión de la verdad como punto de referencia definitivo de la epistemología del siglo XX.

Y establezco de inmediato una puntualización básica. La ciencia experimental, tal como se ha desarrollado desde su nacimiento en el siglo XVII, tiene como supuesto ineludible la razonable y justificada pretensión de los científicos de estar alcanzando un auténtico conocimiento de la realidad. Parcial y contextualizado, sí, pero genuino conocimiento y conocimiento verdadero[142].

Este extremo debe ser sostenido con firmeza y sin ningún tipo de ambages. En caso contrario, nada se entiende de la ciencia real, tal como la despliegan sus mejores cultivadores.

Pero ello no quita, sin embargo, que, en la doctrina de los epistemólogos y en el conjunto de la cultura contemporánea, semejante ciencia apunte menos al conocimiento del mundo que a su instrumentalización al servicio de fines no estrictamente teóricos: es decir, que esté referido menos a la verdad que a la maniobrabilidad y al progreso.

Según sostiene Livi, "el cientificismo como ideología se basa en algunos postulados acríticamente asumidos. Entre ellos, y sobre todo, la consideración de la matemática como único lenguaje posible del conocimiento cierto, y también la dimensión praxística (tecnológica o política) del conocimiento. El primer postulado caracteriza el cientificismo clásico, que procede a la par que la filosofía cartesiana y desemboca finalmente en el positivismo de Comte. Por el contrario, el segundo postulado es característico del cientificismo contemporáneo, que se inspira en Marx, en Freud y en la lingüística estructural"[143].

En este «praxismo» quiero detenerme, porque también él constituye una manifestación emblemática, y ahora ya técnicamente expresada, de la pretensión cartesiana de dirigir los esfuerzos de la humanidad desde la predominante actitud contemplativa hacia esa otra orientación práctico-poyética que nos convertiría al fin en dueños y señores de la naturaleza. Los planteamientos de los epistemólogos de nuestra centuria expresan a las mil maravillas la médula de ese espíritu «moderno», que introdujo una notable convulsión en los principios más hondos de la realidad y de nuestro conocimiento de ella: en el ens-verum.

Parecería que Popper, de quien siguen dependiendo en buena parte los principales exponentes de la filosofía de la ciencia en todo nuestro siglo, debe ser excluido de estas determinaciones. Y no sólo porque repetidamente se haya declarado «realista»[144], sino por el papel prioritario concedido dentro de su visión de la ciencia a la verdad: ese ideal remoto al que se van acercando progresivamente, mediante la eliminación de errores, las sucesivas teorías científicas.

Pero más que remoto, se trata de un ideal inalcanzable. La verdad nunca puede lograrse. "Hay que abandonar la búsqueda de la certeza, de una base segura para el conocimiento"[145]. Ningún saber puede ser calificado de verdadero, sino tan sólo de conjetural.

Como escribió en La lógica de la investigación científica, "el antiguo ideal científico de la «episteme» —de un conocimiento absolutamente seguro y demostrable— ha mostrado ser un ídolo. La petición de objetividad científica hace inevitable que todo enunciado científico sea provisional para siempre: sin duda, cabe corroborarlo, pero toda corroboración es relativa a otros enunciados que son, a su vez, provisionales. Sólo en nuestras experiencias subjetivas de convicción, en nuestra fe subjetiva, podemos estar «absolutamente seguros»"[146].

Al respecto, son conocidas las vacilaciones de Popper en torno al valor de la verdad e incluso a su posibilidad de uso como mero ideal regulativo. Y están justificadas. Pues incluso el concepto de «verosimilitud» introducido con posterioridad, junto con los anteriores y más básicos de «realidad», «verdad» y «falsedad», resulta extraño a una epistemología que defiende que todo conocimiento es conjetural.

Comentando Conjetures and Refutations: The Growth of Scientific Knowledge (Londres 1963), escribe Sanguineti: "De esta suerte, entra en escena el último fundamento asignado por Popper a la evolución del pensamiento y de la ciencia: la aproximación a la verdad (o verosimilitud). Sólo podemos conocer con certeza nuestros errores, acercándonos de este modo a la verdad, sin jamás alcanzarla por completo. Su concepto de verdad es realista: la correspondencia entre la mente y la realidad (Tarski). Pero la verdad en Popper es como una idea reguladora kantiana: algo que siempre está más allá, y al que nos acercamos cada vez que sustituimos nuestros viejos errores con nuevas teorías. Popper declara a menudo su adhesión a un Kant flexibilizado: el conocimiento no parte de la experiencia, sino de ideas inventadas que resultan mejoradas como consecuencia del duro «no» de la experiencia. El choque con la realidad es negativo. De este modo, su kantismo se torna compatible con el realismo, por cuanto la verdad realista es siempre un más allá, una luz que guía pero nunca se posee.

"El punto débil de la gnoseología de Popper está justamente aquí: en la imposibilidad de conocer con certeza ni siquiera una verdad"[147].

Todo es conjetural. En tales circunstancias, conjetural será también cualquier crítica a las teorías (conjeturales) previas… y la misma actitud crítica no pasará de ser otra conjetura. ¿Dónde queda, entonces, lo real, lo verdadero… e incluso lo falso?

Esta última observación es definitiva para el núcleo de nuestras disquisiciones. Pues, en efecto, siendo la falsedad de los conocimientos simple conjetura, todo intento de valorar las distintas teorías tendrá sólo vigencia si las concebimos no como verdaderas o verosímiles, sino como puramente instrumentales. Sólo en ese caso resulta razonable seguir utilizando las que de momento se muestran eficaces, mientras no se disponga de otras mejores. "Pero si nos preguntamos por la verdad del conocimiento, el planteamiento de Popper deja todo en el aire"[148].

Por eso, puede afirmar Artigas: "Popper siempre ha insistido en su convicción de que el conocimiento se dirige a la realidad. Sin embargo, en último término, si su filosofía se lleva hasta las últimas consecuencias, es difícil evitar una posición instrumentalista, ya que sostiene que no puede llegarse nunca a la certeza del conocimiento". Más aún, "siendo consecuente con sus planteamientos", Popper "debería aceptar una conclusión escéptica instrumentalista"[149].

¿Dónde habría que localizar la causa de este fracaso, que conduce a la ciencia hasta una total exterioridad a la verdad? Pues, según veíamos, en el cientificismo. En la pretensión de elevar el saber experimental a paradigma absoluto de cualquier conocimiento válido, y en la consectaria mixtificación de lo que de hecho es la ciencia, de la que Popper ofrece sólo una imagen parcial y desenfocada: unilateralmente hipotético-deductiva, anti-inductivista, logicista e incapaz de discernir entre lo perfectible y lo intrínsecamente conjetural.

A su vez el cientificismo, en él como en tantos otros, remite al racionalismo inaugurado por Descartes, con su búsqueda enfermiza de la certeza. Persecución obsesiva que en Popper cristaliza en una tan férrea como infundada pretensión: la de que sólo cabe hablar de conocimiento cierto allí donde sea posible aducir una perfecta demostración lógica de lo que se sostiene.

* * *

Semejante racionalismo, hermano de sangre del empirismo positivista, es el errado prejuicio del que dependen las aporías de Popper… y las de tantos otros. ¿Habría que incluir entre ellos a Thomas Kuhn, que dirige decididamente sus invectivas contra el exagerado logicismo popperiano?

Antes de responder, quiero recordar que nuestras consideraciones giran fundamentalmente en torno a un asunto: la supresión del verum, esbozada en la herencia que Descartes quiere legar a la posteridad, y manifestada ya sin tapujos en los principales epistemólogos de nuestro siglo.

No se trata, por tanto, de negar los evidentes aciertos de estos últimos autores en muchos de sus análisis concretos de la ciencia; sino más bien de mostrar que el fondo de sus planteamientos sigue ligado a una matriz común, mediada por el racionalismo, e hipotecada por eso por la ausencia o el rechazo de la auténtica metafísica (como conocimiento del ente-verdadero a que vengo apelando).

En lo que se refiere al primer aspecto, el del adelantamiento, son más que notorios los logros de Kuhn respecto a los filósofos de la ciencia que le preceden. Desde una perspectiva clásica, esos avances podrían caracterizarse como una reconquista, al menos parcial, del sujeto de la ciencia, que deja de subsistir en el cielo empíreo de la lógica para encarnarse socio-históricamente en las personas de los científicos.

En lo que atañe al segundo, la mejor contraprueba de que nos encontramos en la interpretación correcta —la del «olvido» de la verdad— es la metáfora evolucionista propuesta por Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas[150].

En sus Segundos pensamientos sobre paradigmas, Kuhn llama la atención sobre ese modelo y expresa su deseo de que se lo tome "más en serio de lo que se hace". Después, añade: "Se ha aprendido a caminar sin considerar al hombre como la realización de un fin preestablecido y a verlo en su lugar como un organismo altamente evolucionado. Creo que se llegará a lo mismo en ciencia"[151].

Es decir, llegará un momento —hay que luchar para que llegue— en el que nadie considerará el progreso de la ciencia como acercamiento hacia una verdad plena, igual que no había en Darwin un final al que se encaminara el proceso evolutivo. ¿Qué significa esto respecto a Popper? Sin duda, un mayor «desprendimiento» de cara al problema de la verdad y a las cuestiones estrictamente cognoscitivas —de filosofía del conocimiento— que la verdad suscita. "En definitiva, Kuhn no se plantea seriamente el problema de la verdad del conocimiento, ya que no le parece necesario para su teoría de la ciencia"[152].

Pero, entonces, en la afirmación de corte netamente cientificista: "La práctica científica, tomada en su conjunto, es el mejor ejemplo de racionalidad de que disponemos"[153], ¿qué sentido habrá que dar al término «racionalidad», si ésta nada puede tener que ver con la verdad ni con la aproximación a ella? Pues un significado que nos reintroduce, por otros derroteros, en ciertos parajes visitados de la mano de Popper: los del instrumentalismo, ahora más marcadamente pragmatista. En efecto, como se nos acaba de afirmar, "el desarrollo de la ciencia no tiende a ningún fin y, por tanto, deberá admitirse que las teorías científicas son, en definitiva, sólo herramientas útiles para conseguir determinados objetivos prácticos"[154].

Ante esto, y para las metas fundamentales que me propongo, no es excesivamente relevante que, con su viraje sociológico, Kuhn pusiera en crisis el «paradigma» de la filosofía de la ciencia, tremendamente logicista, defendido por el Círculo de Viena y a su modo por Popper. No tiene excesiva trascendencia porque, más allá de sus claras discrepancias, uno y otros se encuentran aunados por su peculiar inclinación cientificista.

Lo que en definitiva pretenden Popper, Kuhn y tantos otros que les siguen es dar razón del tremendo éxito de la ciencia, que los tiene deslumbrados. "Lo que debemos explicar —sostiene expresamente Kuhn— es por qué la ciencia —nuestro ejemplo más seguro de conocimiento válido— progresa como lo hace, y primeramente debemos averiguar cómo la ciencia progresa de hecho"[155].

Loable, decía antes, esa referencia a los hechos, que devolvería a la ciencia su real sujeto propio: los científicos, tal y como han trabajado a lo largo de la historia.

Loable, aunque sumamente problemática y peligrosa, pues su postura encierra un dogmatismo y un autoritarismo virtual, al confiar al grupo privilegiado de ciertos «científicos» la decisión sobre la validez de las distintas hipótesis[156].

Loable, aun cuando Kuhn la lleve al extremo de intentar asentar el dinamismo entero del quehacer científico en los aspectos exclusivamente sociológicos.

Pero imposible, en virtud de la frase entre guiones que, en el texto antes citado, separa a la ciencia de su progreso real. En efecto, el concebir la ciencia como "nuestro ejemplo más seguro de conocimiento válido" torna inviable cualquier intento de explicar la racionalidad de la ciencia, por cuanto, al situarla en el primer lugar absoluto en el terreno cognoscitivo, suprime ese conocer "ordinario" —el conocer sin más— del que la ciencia depende y sin el cual no podrá subsistir… ni ser explicada.

En un contexto heideggeriano, esto equivaldría a decir que la racionalidad científica remite a un horizonte más amplio como a su condición trascendental. Que ni la ciencia es el último horizonte de dación de los objetos al Dasein, ni el objeto científico lo primariamente presente a esa Existencia. Según sugiere Hernández-Pacheco, "en este punto M. Heidegger se separa radicalmente de su maestro Husserl y, en general, de la filosofía trascendental que reduce la racionalidad a objetividad científica: «ser —dice Heidegger— no significa para Husserl otra cosa que ser verdadero (esto es así también para Heidegger: cfr. Sein und Zeit, § 44, pp. 299 s.), verdadero (y aquí radica la discordancia) para un conocer teorético y científico» (Prolegomena zur Geschichte des Zeitbegriffs, p. 165)"[157].

Con palabras más sencillas. Si no hay conocimiento ordinario, si se lo elimina arbitrariamente al situar el inicio del auténtico conocer en la ciencia, tampoco podría haber, de hecho, conocimiento científico (ya que, en verdad, éste se fundamenta en aquél… y aquél se ha decretado inexistente). Y si no hay explicación del conocimiento ordinario, teoría filosófica del conocimiento con base metafísica, imposible explicar tampoco el «conocimiento» científico. La única medida del valor de la ciencia vendrá dada, como ya hemos insinuado, por su éxito: un instrumentalismo pragmatista, que determina la valía del saber (!?) en función de los logros prácticos que con él se obtienen. El verum continúa siendo el gran ausente.

* * *

La situación no se modificaría en exceso, por lo que se refiere a su núcleo fundamental, al pasar revista a otros cualificados epistemólogos de nuestro siglo. Y así, el popperianismo heterodoxo de Imre Lakatos, mediado a través de Kuhn, sigue compartiendo con sus precedentes el dogma intangible de la absoluta superioridad y prioridad de la ciencia[158]. Pero, más aún que en sus predecesores, esa primacía poco tiene que ver con la verdad ni con la falsedad[159]. ¿Bajo qué condiciones, pues, cabe seguir hablando de racionalidad?

En realidad, en el intento de terciar en la discusión entre Popper y Kuhn, y fuertemente influido por las críticas de este segundo, Lakatos irá depositando cada vez menos su interés en la ciencia como tal, para hacerlo recaer en la historia de la ciencia. Y, al cabo, la total supremacía de lo científico surgirá no de un presunto valor de verdad, sino de la simple posibilidad de reconstruir el despliegue de la ciencia, demostrando al mismo tiempo que ese desarrollo se ha llevado a término según ciertas normas y que, por ende, no se trata de algo arbitrario, sino racional.

"El resultado de este tipo de elucubraciones —comenta Artigas— no tiene mayor interés, ya que no dice nada acerca del valor real del conocimiento: solamente dice algo acerca de la posibilidad de encuadrar el desarrollo de una actividad humana dentro de ciertos esquemas interpretativos que, por otra parte, pueden ir cambiando para ajustarse mejor al desarrollo efectivo de esa actividad"[160].

La postura fuertemente crítica de Kuhn había hecho entrar en crisis el «paradigma» de la racionalidad científica de sus antecesores, encarnados privilegiadamente en la persona de Popper. Éste, a su vez, había acusado a Kuhn de relativismo e irracionalismo. El joven pero complejo edificio de la filosofía de la ciencia estaba, pues, a punto de derrumbarse. Lakatos pretende reforzarlo. Pero, apoyado en los mismos frágiles cimientos —el cientificismo—, tan sólo consigue alejar más y más el problema de la racionalidad de los dominios del verum, transformándolo en algo irrelevante desde el punto de vista cognoscitivo: poco más que un crucigrama mental, sin duda interesante y refinado, pero tan ajeno a la demarcación de la metafísica —del conocimiento del ente— como al desenvolvimiento real de la ciencia.

Y aquí es donde entra en juego Feyerabend, recorriendo el íntegro camino que va desde el modelo científico logicista diseñado por Popper hasta la más tremenda crítica a ese paradigma y a la propia viabilidad de una filosofía de la ciencia. "Algunos amigos —leemos en un conocido texto de Feyerabend— me han censurado por elevar un enunciado como «todo vale» a principio fundamental de la epistemología. No advirtieron que estaba bromeando. Las teorías del conocimiento —según yo las concibo— «evolucionan» al igual que todo lo demás. Encontramos principios nuevos, abandonamos los viejos. Ahora bien, hay algunas personas que sólo aceptarán una epistemología si tiene alguna estabilidad, o «racionalidad», como ellos mismos gustan decir. Bien: podrán tener, sin duda, una epistemología así y «todo vale» será su único principio"[161].

El sentido de la racionalidad en el anarquismo epistemológico no puede resultar ni más claro ni más devastador: se reduciría, según acaban de decirnos, a la pretensión de concebir una teoría estable del conocimiento; pero también se nos asegura que ese propósito es más que imposible. "La idea de un método que contenga principios firmes, inalterables y absolutamente obligatorios que rijan el quehacer científico tropieza con dificultades considerables al ser confrontada con los resultados de la investigación histórica. Descubrimos entonces que no hay una sola regla, por plausible que sea y por firmemente que esté basada en la epistemología, que no sea infringida en una ocasión u otra. Resulta evidente que esas infracciones no son sucesos accidentales, que no son consecuencia de una falta de conocimiento o de atención que pudiera haberse evitado. Por el contrario, vemos que son necesarias para el progreso […] Esta práctica liberal, repito, no constituye sólo un mero hecho de la historia de la ciencia, sino que es razonable y absolutamente necesaria para el desarrollo del conocimiento"[162].

Pero si no hay racionalidad, ¿qué queda como criterio mensurante de la ciencia? Los tintes instrumentalistas de la posición de Feyerabend —viciada por los mismos errores de fondo que las posturas que con acierto critica— adquieren esta vez una forma peculiar. "¿Qué valores elegiremos — se pregunta— para poner a prueba las ciencias de hoy? A mí me parece que la felicidad y el completo desarrollo del ser humano individual sigue siendo el valor más alto posible"[163]. Solución en principio aceptable, aun cuando eluda el inevitable problema de la verdad, si no se viera precisada por estas otras valoraciones de la actividad científica, que acaban por considerarla, injustificadamente, como simple creación arbitraria del ser humano: "las ciencias, incluidos todos los severos estándares que parecen imponernos, son creación nuestra […] tal como la conocemos hoy la ciencia no es ineludible y […] podemos construir un mundo en el que no desempeñe ningún papel (me atrevo a sugerir que ese mundo sería más agradable que el mundo en el que hoy vivimos)"[164].

Y en otro lugar, también en el contexto de mejora del género humano —con tonos por cierto materialistas—, agrega: "este punto de vista también hace que la ciencia, de ser una preocupación seria y profunda, cuyos métodos y resultados tienen derecho a exigir la atención de todos y a reclamar un puesto en el centro mismo de la cultura, se convierta en uno de tantos pasatiempos que los hombres han inventado para entretenerse"[165].

¿Cómo explicar este descrédito de la ciencia? Decíamos antes que, en estricta continuidad con sus predecesores, Feyerabend confunde razón científica con cientificismo. Y, en la justa crítica a este segundo —y dependiendo de él—, rechaza también los logros reales e ineludibles que la ciencia experimental ha conquistado desde su nacimiento. "Al confundir la «crítica de la racionalidad cientificista» con la «crítica de la razón científica», el mito de la racionalidad cientificista quedaba sustituido por el mito del anarquismo epistemológico, que es una reacción insatisfactoria frente a la racionalidad cientificista que se pretende combatir"[166].

El instrumentalismo de Stegmüller, que aspira a defender la racionalidad científica desde la posición de Kuhn, es admitido por el propio autor. Mediante la sustitución de la Aussagenkonzept von Theorien, o concepción lingüística, por la "concepción estructural de las teorías" ("strukturalische Auffassung von Theorien"), Stegmüller se aparta todavía más que sus antecesores de los valores de verdad. Sólo las proposiciones, explica, son verdaderas o falsas; pero, en una concepción estructural, ninguna teoría está compuesta por proposiciones; en consecuencia, no pueden aplicarse a ella ni la razón de verdad ni la de falsedad[167].

Lo que a Stegmüller interesa realmente no es disponer de una teoría verdadera, sino de un formalismo matemático que permita ser aplicado al mundo con éxito[168]. Si a esto agregamos su convicción de que todo conocimiento empírico es conjetural, podemos ir más lejos que él y calificar su instrumentalismo de prácticamente absoluto.

* * *

El examen de otros autores poco añadiría a nuestros análisis desde la perspectiva concreta que en este epígrafe hemos adoptado. Toulmin, por ejemplo —y dista mucho de ser banal— nos advertiría de nuevo de que el punto último de referencia para todas las doctrinas de los epistemólogos «clásicos» del siglo XX no es otro que el racionalismo cartesiano. Contra semejante racionalismo reacciona él, con un enfoque que recuerda en cierto modo el de Kuhn, al reintroducir la actividad científica dentro de las empresas racionales colectivas. Aunque, de nuevo en una especie de rebote, eso le lleva a desligar la cuestión de la racionalidad científica de su valor de verdad, para dejarla a merced de los aspectos pragmáticos de las empresas cognoscitivas.

Haciendo coincidir el racionalismo con la afirmación dogmática de unos principios inmutables, y considerando (erradamente) ese racionalismo como la postura exclusiva de la ciencia, Toulmin se sitúa en el extremo opuesto, y concibe la racionalidad de ésta más bien como una actitud subjetiva del científico: la constante e inmediata disposición a cambiar los conceptos supremos. Pero esta "alternativa entre «principios inmutables del conocimiento» entendidos al modo racionalista, y un relativismo pragmatista que juzga el conocimiento por sus aplicaciones hasta el punto de que no es fácil hablar de la verdad del conocimiento, es una falsa alternativa"[169].

Como vemos, la historia —reducida voluntariamente a su núcleo más fundamental— parece que se repite. Si ahora recordamos que Toulmin pone en juego unas «apuestas racionales» que incluyen un elemento de profecía[170] cuya determinación última se reduce al buen sentido de quien la propone, de modo que la «evaluación racional» poco o nada añade al comportamiento de un buen profesional en su disciplina propia, podremos extraer una conclusión aplicable, en uno de los dos términos de la implícita alternativa, a cuantos autores hemos examinado hasta el momento. Dice Artigas: "El problema de la racionalidad, tal como se había venido planteando desde la época del neopositivismo, respondía a una pretensión cientificista: se intentaba mostrar que las ciencias experimentales poseen unas características que permitirían proponerlas como paradigma de todo conocimiento válido e incluso de toda actitud humana correcta [primera alternativa]. El repetido fracaso de las diversas teorías de la racionalidad formuladas dentro de ese enfoque ha conducido a una situación en la que se sigue hablando de «racionalidad», pero como un concepto casi carente de contenido [segunda alternativa]"[171].

* * *

Con lo cual, podríamos concluir este incompleto periplo por algunos de los más cualificados epistemólogos de nuestra centuria, para esbozar un juicio de conjunto.

La cuestión se me presenta así:

a) Por una parte, la mayoría de los científicos se mantendrán ajenos a los «problemas filosóficos», incluidos los de «filosofía de la ciencia». Proseguirán con sus investigaciones y darán lugar a un progreso que empecinadamente se erigirá como punto de referencia valorativo no sólo para los ciudadanos de a pie, sino, como veremos, para tantísimos filósofos.

b) De otro lado, los epistemólogos ligados remotamente al neopositivismo y a Popper seguirán empeñados en «salvar» la valía de la ciencia prescindiendo de su valor de verdad. Y esto traerá, a su vez, dos consecuencias. La primera, un creciente predominio fáctico de las dimensiones aplicadas y técnicas sobre el contexto veritativo; o, si se prefiere utilizar términos ya conocidos, el instrumentalismo científico en una de sus versiones. La segunda secuela es que los epistemólogos, tras los entusiasmos iniciales, acabarán por confesarnos que la ciencia no puede asegurar nada, contribuyendo de esta suerte a alimentar esa crisis de la razón que compone el humus donde hoy se mueven la filosofía de más «éxito».

c) Los filósofos, por su parte, adoptarán una postura ambigua ante la ciencia. Por un lado, de reverencia casi total, lo que se traducirá en una debilitación del vigor de la filosofía, acomplejada ante los logros científico-técnicos, y que llevará bastante a menudo a abandonar el quehacer teorético más estricto. Por otro, y como acabo de sugerir, la caída del último reducto que hace algunos lustros se reservaba a la racionalidad acrecentará la desconfianza en la razón y en todos los valores que a su través pueden alcanzarse, hasta desembocar también ella en el nihilismo.

* * *

Centrándonos de nuevo en los epistemólogos, dos o tres observaciones me parecen pertinentes. Antes que nada, cabría decir: el ámbito en que se despliegan las elucubraciones de todos ellos no se extiende más allá del racionalismo de tipo cartesiano (y del empirismo inmanentista consecuente), con todas sus derivaciones históricas. Ni siquiera consideran la posibilidad de otra filosofía, como la aristotélica, pongo por caso, en que los cánones de verdad y certeza estén concebidos de distinta manera, haciendo así factible un planteamiento más cabal del problema del conocimiento y del conocimiento científico[172].

En efecto, las distintas teorías de la ciencia a que hemos aludido vienen a ser una consecuencia del planteamiento cartesiano. Una vez que Descartes rechaza la verdad-realidad del conocimiento desde su mismo punto de partida, y pretende mensurarlo con base en factores subjetivos —en último término, la certeza—, se elimina virtualmente cualquier valoración de la ciencia fundamentada en la verdad, y hace que buena porción de los epistemólogos dirija su atención hacia análisis parciales de diversos aspectos de la actividad científica, y que el conocimiento científico llegue a ser el gran ausente en sus estudios[173].

Con palabras más directas: la elevación del cogito a principio primero del conocimiento (y del ser) consagraba a radice la inmediata supresión del ens-verum. Éste ya no será jamás lo primero conocido y, por ende, cualquier pretensión de captar la realidad tendrá que ser cimentada desde la actividad del sujeto en sus mil y una manifestaciones (internas y externas).

En la misma línea, la ruptura íntima del sujeto impondrá también la pérdida de la unidad del conocimiento humano, desgajando los aspectos (abstractamente) racionales de los (abstractamente) empíricos. La sensibilidad deja de ser prolongación de la inteligencia —y, por ello, a su modo, también capax entis—, y no puede dar a conocer lo-que-es, la realidad. En consecuencia, ésta, a partir del frágil sustento de «lo dado» empíricamente, habrá de ser «reconstruida» mediante la pura lógica, o relegada a unos ámbitos instrumentales que no determinan la valía de un conocimiento por su verdad o falsedad, sino por razones extracognoscitivas de distinto tipo (una de las muchas modalidades de «éxito», en fin de cuentas).

Y sobre este mismo tema, se van produciendo variaciones, más o menos elegantes y más o menos complicadas. Pero la cuestión de fondo —el conocimiento— queda sin resolver, igual que la del conocimiento filosófico. Y tiene que ser así, en virtud del punto de partida acríticamente adoptado. Pues, en efecto, la solución no podrá alcanzarse si la inmanentista filosofía del cogito —origen de las modernas epistemologías— no se trasciende, como veremos, mediante una renovada búsqueda del ser.




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