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En la atmósfera creada por las citas precedentes, la inversión de
las relaciones entre ser y subjetividad va a permitirnos comprobar en
qué sentido la instauración del bien-para-mí (placer, utilidad)
como criterio supremo del obrar humano engendra por fuerza, con el paso
del tiempo, lo que cabría calificar como despersonalización
cosificante o animalizante.
Al respecto, pudiera ser relevante este pasaje de Heidegger. Un
texto singularmente significativo por cuanto es el mismo superhombre de
Nietzsche quien, junto a los restantes seres humanos, se encuentra
caracterizado como animal. Dice así: "El enigma de quién sea
Zaratrustra como maestro del eterno retorno y del superhombre se
transforma para nosotros en visión del espectáculo de dos animales.
En esta visión podemos comprender, de manera inmediata y con mayor
claridad, […] la relación del ser al animal (Lebewesen) hombre.
"¡Helo aquí! Un águila planeaba en grandes círculos por el
aire; a ella iba unida una serpiente, pero no como una presa, sino
como un amigo: de hecho, rodeaba su cuello a modo de anillo.
"«Es sind meine Tiere!, ¡Son mis animales!», dijo
Zaratrustra. Y se le vio gozar con todo el corazón"[46].
Hasta aquí la cita de Heidegger, repleta de sugerencias. Por
nuestra parte, nos limitaremos a recordar, de forma somera pero
fundamentadora, ciertas anotaciones muy repetidas desde principios de
siglo y que ya he rememorado otras veces: la contraposición existente
entre lo característico del hombre como persona y lo definidor de los
animales irracionales[47].
Se trata de doctrinas más que conocidas, que enlazan a Aristóteles
y a la tradición medieval aristotélica con la antropología
fenomenológica de nuestro siglo: con Gehlen, Max Scheler o
Plessner, por concentrarme en los nombres tal vez más famosos.
Explican estos autores que el animal tiene perimundo (Umwelt),
mientras que el hombre goza de mundo (Welt). Y que, por este
motivo, la persona humana puede calificarse como un ser ex-stático,
ex-céntrico o, mejor, altero-céntrico: es decir, un ser que no
se constituye en eje alrededor del cual hace girar todo cuanto existe;
un ser que no pretende imponer al universo que lo circunda el
significado subjetivo que la realidad tiene para él; o, si se
prefiere, un ser que, merced a la capacidad de relativizar o poner
entre paréntesis sus propios instintos, sabe reconocer teórica y
vitalmente a otros posibles centros —a su vez virtualmente altero-
céntricos— del cosmos: es decir, a otras personas.
Con palabras todavía más sencillas, cabría afirmar que el animal
posee sólo perimundo porque es incapaz de conocer aquellas realidades y
aquellas facetas de la realidad que carecen de un significado inmediato
para su dotación instintivo-específica, al no resultarle ni dañinas
ni beneficiosas[48]. No se trata sólo de que no le interese,
sino que ni tan siquiera percibe cuanto no se relacione de forma directa
con su bienestar. Es decir, capta sólo algunos de los entes que lo
rodean y, dentro de ese ámbito limitado, únicamente advierte los
aspectos que guardan una correlación con su haz de instintos (y esa
doble limitación determina su perimundo).
El animal es, así, una realidad por completo dominada por sus
pulsiones instintivas. Cosa que configura la conducta de estos seres
irracionales y los torna, pase el antropomorfismo, constitutivamente
egoístas[49]. Semejantes animales se moverán siempre en pos del
bien-para-sí, para cada uno de ellos; e intentarán evitar de
manera exclusiva el mal-para-sí, también para cada uno de ellos.
Pero el bien-en-sí o en cuanto tal, el bien simpliciter —y,
consecuentemente, el bien de los otros en cuanto otros— de ningún
modo influirá en su comportamiento, excepto en la medida en que se
encuentre incrustado en su propia carga de instintos, constituyendo de
esta suerte un nuevo bien o mal «para-sí» (o para su especie en
cuanto suya).
La afirmación clásica que define al hombre como capax entis se
configura como contrapunto radical a cuanto acabo de resumir. El
hombre, según parece haber entrevisto también Heidegger al
calificarlo como Da-sein, es un ser onto-lógico, caracterizado de
forma esencialísima por su constitutiva apertura (aperidad) a lo
real. Capaz, por tanto, del ens-verum (para Heidegger, del
verum-verum), de captar el ente en cuanto tal o, si se prefiere, la
realidad como es en sí, y no necesariamente en dependencia del daño o
provecho que a él pueda ocasionarle[50]. Y en la misma medida,
capax boni: intrínsecamente habilitado para conocer y querer el bien
como tal, el bien en sí y, por ende, el bien del otro en cuanto
otro. Un bien que no sólo puede percibir y amar, sino procurarlo
positivamente y, por así decir, construirlo, darle vida. De manera
ingénita, en oposición al animal, la persona es tendencialmente
altruista, está abierta e inclinada hacia el bien de los otros.
Ahora bien, todo esto acaba de ser cierto si y sólo si el hombre
confirma operativamente la condición personal que desde el punto de
vista constitutivo le corresponde. Es decir, en la medida misma en
que las dimensiones espirituales rectamente ordenadas, de las que
dimana para el entero organismo humano la índole personal, afirmen su
primacía respecto a la pura sensibilidad y a los apetitos sensibles y
respecto a la reversión sobre sí mismas —amor sui— de esas mismas
potencias más altas. En la proporción en que el hombre, a través
de su espíritu, se abra al ens-verum-bonum-pulchrum…
Porque, en efecto, es el espíritu el que torna al hombre
ex-stático o alterocéntrico: personal. Por el contrario, y "a
diferencia del espíritu, la sensibilidad es siempre utilitarista o
hedonista: sólo percibe al otro en su papel utilitario o placentero.
Esta característica constituye una limitación natural de la
sensibilidad"[51], sólo superable en la proporción exacta en que
cada uno instaure el efectivo dominio de las facultades superiores
—inteligencia y voluntad— sobre los sentidos internos y externos y
sobre los apetitos. Como esa instauración no es automática, como
cabe siempre la posibilidad de que el «hombre inferior» campe por sus
respetos, ignorando o despreciando las exigencias del dinamismo
espiritual, como cabe también que el hombre haga de sí el fundamento
radical e inconcuso de todo cuanto conoce y ama, al ser humano le
acecha siempre el peligro de empequeñecerse, fosilizándose y
reduciéndose a sus potencias más bajas.
¿Se entiende ahora por qué, de manera sólo en parte figurada, me
atrevo a sostener que con el proyecto a que hemos aludido Descartes
transformó al hombre virtualmente en un «animal tecnológico»: más
animal, justamente, cuanto más desarrolle sus capacidades técnicas
en beneficio exclusivo de su propio bienestar?
En efecto, el designio moderno, tal como lo vengo caracterizando,
tiende a eliminar en el hombre las dos facultades que más estrictamente
lo definen en cuanto persona; las va tornando inoperantes. Y así,
el entendimiento sapiencial, que de manera innata es capacidad de
aprehender los qué y los por qué, la verdad, lo que la realidad es y
sus causas radicales, el sentido o significado de los sucesos y
situaciones, cede su puesto a la razón que Heidegger y los
frankfurtianos denominan matemática, calculadora o contable. A una
razón empeñada casi de forma exclusiva en buscar las determinaciones
cuantitativas que permitan al hombre utilizar el resto de la realidad
(e incluso a los otros hombres) en su propio servicio. Y la
voluntad, que es ante todo capacidad del bien en sí, de lo que los
clásicos llamaban el bonum honestum y que hoy podríamos calificar,
con un deje de imprecisión, como bien digno, se repliega sobre sí
misma, se autocercena, y enferma y languidece tras las huellas del
puntiforme bien privado, perseguido formalmente por su índole de mío
y no por su carácter de bien. Que es, no quiero insistir, lo propio
del animal[52].
En este sentido, aunque su naturaleza siga obviamente siendo la
misma, puede afirmarse, más allá de la simple metáfora, que el
sujeto humano se animaliza o cosifica: porque elimina aquel obrar
específica y propiamente humano que habría de revertir en su ulterior
perfeccionamiento como persona[53]. De tal suerte, en el plano
operativo, y en la medida en que el crecimiento personal es una
exigencia radicada en su ser, el hombre decae de su propia condición;
y esto, al poseer la índole de privación, no puede dejar de afectar
de algún modo los dominios entitativos estrictos, en virtud de la
estrecha conexión entre ser y obrar: relación necesaria y
biunívoca, aunque no simétrica[54].
La consecuencia, en el momento del análisis en que ahora nos
encontramos, es, como sugería, la despersonalización.
Comprobaciones teoréticas de cuanto vengo afirmando, podrían
encontrarse abundantes en las acusaciones que, ya desde hace lustros,
achacan a la civilización actual el radical decaimiento de las
relaciones humanas, consectario a la animalización antiética que
acabo de señalar. En efecto, cabría aquí aducir bastantes
testimonios de los exponentes de la Escuela de Frankfurt, que
—dentro de la diversidad e incluso incompatibilidad de orientación
respecto a lo aquí expuesto— coinciden hasta en las expresiones con lo
visto hasta ahora.
Por el momento, me limito a recoger el resumen elaborado por uno de
sus exponentes críticos. En definitiva, compendia Galeazzi, "la
actitud egocéntrica, dirigida a vigilar, a dominar, a
instrumentalizar al otro, se encuentra estrechamente unida a un
pensamiento «disponente» y objetivante, que se olvida de aquello que
conoce, al imponerle de manera arbitraria un fin subjetivo ajeno a la
naturaleza del objeto. El sujeto se sitúa en el centro y observa todo
lo demás sólo en función de los propios fines, como si fueran una
proyección de las propias apetencias y deseos; los mismos esquemas
cognoscitivos llevan aparejada una perspectiva que selecciona aquellos
aspectos del objeto que pueden reducirse a reglas, preverse y
utilizarse. Para el esclavo de esta visión, lo otro no existe en
cuanto tal y, mucho menos, si es persona, en cuanto
persona"[55].
Volveré pronto sobre todo ello. Pero quiero adelantar una
observación básica, cuyo alcance en relación con el cometido de este
planteamiento introductorio difícilmente podría exagerarse. Se trata
de lo que sigue. Las denuncias de los frankfurtianos resultan, en
proporción no despreciable, correctas y atinadas…, más por lo que
se refiere a los síntomas que al diagnóstico de fondo. Es decir,
señalan con lucidez, aunque un tanto unilateralmente, buena porción
de los males que aquejan al hombre de hoy. Pero no se adentran hasta
el fundamento último de la desolación que describen. O, con otras
palabras: al permanecer dentro de la misma tradición que
censuran[56], por incapacidad teorética o por falta de resolución
no saben individuar en la pérdida del ser y del sentido metafísico
propio de la persona la causa primigenia del caos que ponen ante
nuestros ojos. Y todo queda en el aire. No hay alternativa cabal a
los planteamientos que enjuician.
A ésta, a su vez, habría que hacer una nueva puntualización,
también de singular calado para el conjunto de lo expuesto. Como
asimismo veremos, buena parte de lo que la Escuela de Frankfurt
rechazaba hasta hace poquísimos años, lo reputan los ultramodernos
actuales como una suerte de signos de los tiempos, dotados incluso de
ambigua y un tanto trágica grandeza esclarecedora y aptos, por tanto,
para superar la situación del presente, en cuanto nos invitan a
acentuar y tornar más coherentes las exigencias que laten en los
postulados —indiscutidos e indiscutibles— de la modernidad.
Pero ni unos ni otros —ésta es la aclaración decisiva— se plantean
la posibilidad de cuestionar a radice esos imperativos, que dimanan,
según hemos bosquejado, de la elevación del cogito a principio
primero absoluto, con la consectaria supresión del ser.
Para llegar hasta ese punto, para tornarnos capaces de proponer una
alternativa radical al estado presente de la civilización y de la
cultura, hemos de dar todavía un paso, que en cierto modo resuma y
profundice lo visto hasta el momento. Hemos de situar al lado de
Descartes a otro de los grandes protagonistas de la parábola evolutiva
del pensamiento y la cultura occidentales: Nietzsche (y, junto a
él, Heidegger). Y hemos de centrar nuestra atención, siquiera
brevemente, en la configuración teórico- práctica de la sociedad
estrictamente actual: la que se sitúa más acá de los años sesenta.
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