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Mas retomemos el hilo del discurso. Sin duda alguna, sería posible
rastrear la evolución paulatina que nos transporta, desde la posición
del cogito como fundamento primordial de todo lo existente, hasta las
afirmaciones antimetafísicas, y por eso contramorales y nihilistas,
de los actuales ultramodernos. Y en esa larga marcha un hito
fundamental se encontraría constituido, como vengo reiterando, por
Nietzsche: es él quien, en virtud de su función desenmascaradora de
las inspiraciones de fondo de la modernidad —voluntad de poder,
voluntad de placer—, se alza como el más directo inspirador de la
tardomodernidad (junto con Freud y con Marx, interpretados a su vez
a la luz del propio Nietzsche).
Pero tal vez resulte más ilustrativo, después de lo que llevamos
visto, exponer y comentar brevemente algunas de las propuestas con que
los tardomodernos han manifestado de la manera más clara su neto
repudio de toda ética o, si se desea, la instauración de una
antimoral despersonalizadora y anonadante. Lo haremos con palabras
ajenas, con el fin de disminuir lo más posible toda intervención
interpretativa por nuestra parte.
Según recuerda Ballesteros, "posiblemente el libro que mejor revela
la descomposición, el detrito, producido por el primado incondicional
del placer sobre el principio de realidad, sea el de Deleuze, escrito
en colaboración con Guattari, El Antiedipo. Capitalismo y
esquizofrenia. La disolución del yo implica, a su vez, la
disolución de la dimensión del reconocimiento del otro. Si el Ello
es lo llamado a mandar, el otro desaparece en favor del deseo,
perverso, polimorfo. Se esfuma aquí todo límite, ni siquiera
pervive la prohibición del incesto, considerado por la antropología
contemporánea como el tabú universal por antonomasia, el paso de lo
animal a lo humano. Al potenciar la dimensión del deseo, desaparece
el reconocimiento de la diferencia entre las personas. No ha lugar la
diferenciación entre persona prohibida (la madre o la hermana) y
persona que prohibe (el padre o el tío), sino que todo queda en una
indiferencia generalizadora. Todo es indiferente y, por tanto, todo
está permitido. No cabe por ello sorprenderse de que en el texto se
exalte el salvajismo, pretendidamente primitivo, del número
indefinido de sexos, frente a cualquier regulación del
comportamiento, que sería antinatural. La esquizofrenia, estimulada
por el capitalismo en su escisión entre la moral del productor y la del
consumidor, no es corregida, sino potenciada indefinidamente, como
única salida frente a la paranoia, que estaría provocada por el deseo
de integración personal, y llevaría al totalitarismo"[89].
Huelga todo comentario. Volvemos a advertir, por un lado, la
desaparición de lo propiamente humano en el plano individual: es
decir, el triunfo incontrastado y disolvente del deseo instintivo
(bien-para- mí) y la supresión de la auténtica voluntad
(bien-en-sí). Y a esta fragmentación íntima corresponde de
nuevo la imposibilidad, cuasi ontológica, de reconocer al otro como
tal —como ente, dotado de radical autonomía— y de tratarlo en cuanto
persona, como singularidad irrepetible y diferenciada.
Despersonalización, por tanto, individual y colectiva. Y
observamos también, de acuerdo con lo que sugería al comienzo del
escrito, el intento de sobrepasar la modernidad llevando hasta el
paroxismo las mismas desviaciones típicas modernas (la esquizofrenia
capitalista, en este caso).
No menos esclarecedora resulta la propuesta de «ética» a la que ya
antes aludía: la del «egoísmo racional». La resume Cardona en su
Ética del quehacer educativo: "Representantes más o menos
cualificados de lo que se ha dado en llamar 'posmodernidad',
escribían recientemente en la prensa diaria: 'Si por modernidad
entendemos esa categoría ideológica o ese período de la historia que
se ha vertebrado en torno a la idea de progreso, con todos sus matices
emancipatorios y transgresores, hemos de reconocer que hoy la
modernidad ha entrado efectivamente en crisis porque ha desembocado en
algo sensiblemente distinto de lo que era su objetivo: en lugar del
progreso y el crecimiento ilimitados, el estancamiento; en lugar del
surgimiento de un hombre nuevo, la eclosión de nuevas miserias
físicas y psíquicas; en lugar de la emancipación, el reforzamiento
y la intensificación de los mecanismos de control; en lugar de la paz
y la felicidad perpetuas, la perpetua amenaza de la bomba, etc.'
[…] 'El proyecto de la posmodernidad —con su carga de
individualismo, narcisismo, nihilismo y hedonismo— sería, de
hecho, una forma de orientarse, de resistir y de sobrevivir en el seno
de este laberinto contradictorio en el que nos habría instalado la
modernidad. Una forma de sobrevivir que no equivale exactamente —o
necesariamente— a una simple renuncia al ideal ilustrado de transformar
el mundo, aunque hoy, en todo caso, como indican Vattimo y
Rovatti, habría que reconsiderar el sentido de esta aventura'. Al
negarse a renunciar al ideal de la Ilustración —comenta Cardona, en
perfecta consonancia con nuestras tesis de fondo—, no hay que hacerse
demasiadas ilusiones sobre el éxito de esa reconsideración del sentido
de aquella aventura.
"En efecto, nos dicen seguidamente: 'El egoísmo racional de la
posmodernidad no sólo no está reñido con esos conceptos típicamente
modernos y algo vacuos de la solidaridad y el altruismo, sino que
constituye la única forma no ideológica ni hipócrita de los
mismos'"[90].
Tampoco en esta ocasión es menester la apostilla. La labor
desenmascaradora de la tardomodernidad, sin renunciar a los principios
y a los ideales ilustrados, no hace sino agudizar el proceso
antiantropológico y antiético, nihilista, que compone la sustancia
misma del proyecto moderno, cuando se lo reduce a su esencia más pura
(la opción por la conciencia des-substanciada, por la nada, en
detrimento del ser).
En la misma línea de "superación de la moral" se halla la reciente
propuesta de Lipovetsky, uno de los divos más destacados de la
posmodernidad. En El crepúsculo del deber sostiene explícitamente
que, una vez superados los antiguos deberes incondicionales, hemos
entrado en la época posmoral. En este caso, en lugar de «egoísmo
racional», Lipovetsky escribe más cautamente "individualismo
responsable"[91]. Pero en un mundo sin deberes heterónomos,
como anunció hace más de un siglo Kierkegaard, la pretendida
responsabilidad no puede tener más fuerza que los golpes que Sancho
Panza se daba en las espaldas.
En continua-discontinuidad con este contexto, tal vez resulte
oportuno añadir una referencia casi anecdótica, que servirá de
pródromo al próximo apartado. A saber: que algunos de los más
típicos representantes de la postmodernidad, de forma irresoluta y
«débil», como era de esperar, y con un sinfín de atenuantes que
impiden el compromiso y la tornan no efectiva, reproponen la necesidad
de recuperación de la moral. Y, lo que sin duda se muestra mucho
más significativo, que, al hacerlo, establecen una relación entre
ética y fe e incluso una muy sutil y dialéctica alusión a la
oportunidad mediadora de una cierta «metafísica»…, pero
rechazándola frontalmente en su sentido cabal y propio.
Por ejemplo, en el no lejano debate suscitado en Italia con ocasión
del libro de Scalfari, En busca de la moral perdida, Eco se
pronuncia a favor de una moral natural abierta a la trascendencia:
"Me atrevería a decir (no es una hipótesis metafísica, sino sólo
una tímida concesión a la esperanza, que no abandona nunca), que en
esa perspectiva [de ética natural] se podría replantear el problema
de alguna vida después de la muerte". Y Vattimo, el teórico por
excelencia del pensiero debole, después de declararse "medio
creyente", subraya, llevándonos a pensar en Heidegger, que "si no
hubiera tenido un patrimonio cristiano para repensarlo, secularizarlo y
reinterpretarlo, no sería nada". A lo que añade, de manera
enormemente indicativa, "los filósofos no me han enseñado nunca
nada". Todo esto explica, para quien sepa leer, que el propio
Vattimo, aun mostrándose de acuerdo con la urgencia de enseñar a
distinguir entre el bien y el mal, puntualice que "una distinción
demasiado rígida ya no es viable", y que "debemos tratar de vivir en
este desorden sin inventarnos ordenamientos demasiado rígidos".
Scalfari, por su parte, y este sería tal vez el elemento más digno
de consideración de todo el asunto, se obstina en concebir el
comportamiento ético como una defensa egoísta del individuo y una
manifestación del instinto de supervivencia de la especie
humana[92].
En conexión con este extremo, vuelve a comentar Clavell que
"nuestro tiempo se asemeja a otros períodos históricos, como el
final del Renacimiento, en que se buscaba refugio para el escepticismo
teórico en el moralismo. Pero ¿existe conciencia de que la ética no
puede hacerse al margen de otros saberes, en particular de la
antropología filosófica y, por tanto, de la metafísica? No faltan
quienes buscan una axiología sin metafísica, pero por este camino se
repiten los intentos condenados al fracaso del Iluminismo: los de
proponer una ética sin el fundamento de una naturaleza humana
intrínsecamente ordenada a su perfección y a su plenitud"[93].
En nuestro caso, la preocupante pero coherente propuesta del
«egoísmo racional» —en todas sus variantes y con su cúmulo de
ambigüedades— acaba por consagrar, como hemos visto, la anti-
metafísica animalización despersonalizadora (individuo-instinto
específico) a que aboca la modernidad. Y, con ella, el nihilismo.
Respondiendo en parte ante litteram a cuanto acabamos de ver, puede
comentar Cardona: "Resulta estremecedor que se nos proponga el
'egoísmo racional' como 'la única forma no ideológica ni
hipócrita' de vivir la solidaridad y el altruismo, aunque estos dos
términos, desgajados del tronco y de la savia de la fe cristiana y del
conocimiento metafísico, se hayan convertido efectivamente en algo
vacuo: son esas 'ideas cristianas que se han vuelto locas' de que
hablaba Chesterton. Al 'egoísmo racional' hemos de oponer el amor
inteligente, la dilección, el amor electivo"[94].
A su modo, la cuestión había sido ya anticipada por Adorno, en las
Minima moralia, al referirse a la mistificación del amor que resulta
de las relaciones posesivas. Este tipo de nexo, viene a decir, no
sólo impide al otro ser lo que es, con su dignidad y libertad, sino
que lucha por todos los medios para reducirlo a un instrumento
impersonal al servicio del propio egoísmo "y susceptible de ser
intercambiado con una posesión equivalente". De esta suerte,
desaparece la posibilidad misma del encuentro maravilloso y misterioso
con el otro, que es siempre nuevo por su condición personal e
insustituible. Aquel para quien las restantes personas se degradan a
la condición de cosas, permanece siempre prisionero en las mallas de
su propio egoísmo; se automutila, al vedarse cualquier posible
experiencia de amor y apertura al otro.
Y agrega, acariciando la utopía: donde no estuviera vigente la
consumición y el intercambio funcional de los hombres, por los que uno
vale lo que otro, donde "los hombres ya no fueran una posesión" ni
pudieran "ser intercambiados", se encontraría el amor digno de este
nombre, inmune "a cualquier infidelidad"[95].
He aquí, en la pluma de pensadores muy dispares e incluso
doctrinalmente contrapuestos, la única respuesta congruente ante los
desvaríos de la modernidad y de la ultramodernidad. Ciertamente,
existe una clara diversidad de matices y de acentos, y una mayor o
menor conciencia de lo que se llevan entre manos. Pero, atendiendo a
su valía intrínseca en el orden natural escueto ambos propugnan, en
coherente ensamblaje,
el-conocimiento-metafísico-y-el-amor-propiamente-personal, el
amor electivo. Las dos cosas, a pesar de las resonancias freudianas
que la expresión lleva consigo, me atrevería a asumirlas bajo la
denominación conjunta de principio de realidad. Y así, a la típica
propuesta moderna, que consagra la prioridad de la conciencia sobre el
ser, y que técnicamente se conoce como inmanentismo nihilista, no
cabe sino oponer el principio de realidad, que recupera la primacía
del ser sobre las mil manifestaciones de la subjetividad humana y el
primado del bien-en-sí sobre la utilidad y el placer.
Estamos ante cuestiones basilares, de auténtico fundamento, que me
propongo desgranar con detalle en escritos sucesivos. En ellos iré
mostrando un extremo de la máxima importancia: que la del principio de
realidad es una respuesta a la vez metafísica, gnoseológica,
antropológica, ética e incluso estética, pues se sitúa antes del
surgimiento disyuntivo o separador, también típicamente moderno, de
esas cinco disciplinas. Reconocer y acoger el ser, que es donde se
quintaesencia el principio de realidad, se configura como un acto de
toda la persona, de una persona unitaria, animada por un único y
radical principio, el acto personal de ser…, frente a las
pretensiones del dividuum de Vattimo y compañía.
Reconocer el ser es, por lo menos y a la par, un acto cognoscitivo,
del verdadero intellectus, de la inteligencia sapiencial, y un acto
voluntario de bienquerer, una manifestación del buen amor.
Soy bien consciente de que con estas ultimísimas observaciones me
sitúo más allá del ámbito de la filosofía primera, tal como la ha
entendido una tradición muy difundida en los últimos tiempos. Y,
sin embargo, es justamente ahí adonde quería llegar. Porque estoy
por completo convencido —e intentaré mostrarlo— de que lo que
propongo forma parte de la más genuina metafísica: ésa que se ha ido
difuminando durante siglos y cuyo redescubrimiento hoy pide a gritos un
Occidente cansino y desorientado, a las puertas del tercer milenio.
Es decir, una metafísica concebida como conocimiento sapiencial,
como sophía: y, por lo mismo, como conjunto de verdades situadas en
continuidad con la Revelación, aunque no en dependencia de ella, y
como saber capaz también de regir la vida: como ética.
Por lo que se refiere a las relaciones entre filosofía y fe, en las
que no me detengo[96], basta citar un par de nombres: el de
Étienne Gilson y el de Josef Pieper[97].
En lo que respecta al segundo punto, tal vez haya sido Cardona quien
ha puesto de relieve, con la mayor claridad y rigor, la imbricación
del momento ético en el quehacer estrictamente intelectual, y del
momento intelectual en la sustancia de toda ética. Su Metafísica de
la opción intelectual[98], lo mismo que la Metafísica del bien y
del mal[99], constituyen hitos ya clásicos a este respecto. A
ellos remito. Por mi parte, me limitaré a resumir la médula de la
cuestión, y a aducir —con el fin de ilustrar cuanto sugiero, que no
de demostrarlo— los testimonios de algunos de entre los muchos
pensadores que se han pronunciado al respecto.
Se trataría de señalar que el principio de la vida humana,
correlativo al principio de realidad, lo es simultáneamente del
genuino conocimiento sapiencial —de lo que suelo llamar metafísica
espontánea— y, de forma inseparable, del actuar humano estricto, de
la coherencia ética. Y que, por otra parte, la aceptación rendida
y agradecida de ese principio primordial, su «reconocimiento»,
depende también de manera indisoluble del ejercicio de nuestras dos
facultades cimeras: la inteligencia y la voluntad. Que es, a la
par, cuestión de recto saber y de un bienquerer mutuamente
interdependientes, imposibles el uno sin el otro.
Más todavía. Aceptando el riesgo de incurrir de algún modo en el
mismo defecto que lucho por superar: el del «abstraccionismo»
disyuntivo o separador, frente a la unidad del suppositum, a quien
pertenecen indisolublemente las operaciones; y con plena conciencia de
que me expongo a ser calificado como heterodoxo…, incluso osaría
defender una relativa prioridad del buen amor, de la rectitud esencial
de la voluntad, sobre la posibilidad misma de un conocimiento
metafísico auténtico y verdadero. Prioridad, como es palmario, no
tanto cronológica, sino, de nuevo con la expresión clásica, de
naturaleza.
Es lo que sostiene Rassam, dentro de un marco riguroso, en el que ya
ha expuesto los dos principios basilares que fundamentan toda la
cuestión: por un lado, la compacta unidad en el ser de la persona
humana, que es quien en efecto obra; y, por otro, la copertenencia,
en el ente, de lo verdadero y lo bueno. Cimentado en tales
presupuestos, y confirmando viejas y claras sugerencias del viejo
Aristóteles, escribe el profesor de Toulouse: "No se llega a
conocer una verdad metafísica como se aprende una fórmula de
trigonometría, o como se verifica una ley física. Cualquiera que
sea el rigor formal o la objetividad racional de una verdad, su
claridad es proporcional a la docilidad que suscita y que permite
aceptarla. Así sucede con todas las verdades esenciales, de las que
S. Weil decía que no las conocemos realmente mientras no las
adoptamos como reglas de vida. La inteligencia de la verdad
metafísica presupone una rectitud espiritual hecha de simplicidad y de
fidelidad, de abnegación y de don de sí. No se trata de crear esta
verdad, pero sí de hacer la verdad, en el sentido en que está
escrito que quien hace la verdad llega a la luz […]. Sólo se capta
una verdad metafísica dejándose captar por ella, ya que es ella la
que previene y solicita la docilidad que nos permite percibir su
luz"[100].
El ente real, consistente, no sólo es verum sino bonum. Y la
persona, que integra entendimiento y voluntad, no puede dirigirse a la
realidad por medio de puras representaciones. Para que éstas se
encuentren dotadas de alcance entitativo han de ir acompañadas —e
incluso, de algún modo, «precedidas»— por un acercamiento de la
voluntad al sub-iectum, al (verum)-bonum y, en fin de cuentas, al
Ser donde Verdad y Bondad se identifican sin reservas. Como expresa
Caldera, "sólo en el punto de confluencia de una verdad que es de
algo dotado de valor propio (no meros conceptos o representaciones) y
de un valor verificado en un sujeto (no mera proyección del que
capta), aprehendemos al sujeto real en su realidad, en su ser más
allá de su mero ser captado"[101].
Observaciones clásicas que podrían completarse, desde un punto de
vista más vital y aplicadas a un contexto concreto, con estas otras de
Kierkegaard, dotadas, como es habitual en él, de fuerte carga
polémica: "Vosotros, los que decís eso [a saber, que la verdad y
el bien tendrán más fuerza y expansión si lo oyen muchos a la vez],
¿os atrevéis a sostener que los hombres considerados como multitud
están igualmente dispuestos para la verdad y para la mentira, siendo
la primera muchas veces de mal sabor, y estando la segunda preparada
siempre de forma primorosa? Eso, para no hablar del hecho de que hace
más difícil aceptar la verdad el tener que admitir que uno ha estado
equivocado. ¿O es que quizá osáis sostener también que la
«verdad» puede ser entendida con la misma rapidez que la falsedad, la
cual no requiere conocimiento preliminar, ni enseñanza, ni
disciplina, ni abstinencia, ni abnegación, ni honesta preocupación
sobre uno mismo, ni labor paciente?"[102].
Pienso que la más superficial mirada a la propia vida confirma, para
quien quiera admitirla, esta advertencia de Kierkegaard.
Más incisiva parece, aun cuando los divos del ensayismo
contemporáneo no quieran reparar en ello ante la imposibilidad de
repudiarla como sospechosa, una de las divinidades más idolatradas por
quienes llevan la batuta de la ilustración en nuestros días.
Escribe, en efecto, Nietzsche: "Poco a poco se me ha ido poniendo
de manifiesto qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía:
a saber, la autoconfesión de su autor, y una especie de memoires no
queridas y no advertidas; e igualmente que las intenciones morales (o
inmorales) han constituido en toda filosofía el auténtico germen
vital del que ha brotado siempre la planta entera (insgleichen, dass
die moralischen (oder unmoralischen) Absichten in jeder Philosophie
den eigentlich Lebenskeim ausmachten, aus dem jedesmal die ganze
Pflanze gewaschen ist)". Y concluye: "de hecho, para aclarar de
qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas
más remotas de un filósofo, es bueno (e inteligente) comenzar
siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él)
llegar?"[103].
Es evidente que el mensaje nietzscheano resulta, tal cual,
inaceptable; es en exceso hiperbólico y homogeneizante, poco
discriminador: por cuanto forma parte de la voracidad omnidestructiva
del filósofo alemán, y por cuanto tiende, en fin de cuentas, a
disolver la metafísica en la ética, eliminando el momento estricta y
rigurosamente teorético.
Pero, más allá de semejantes exageraciones, y desgajándola del
conjunto de su doctrina (?), apunta a una verdad esencial, en la
que de intento pretendo insistir en estos pasos de nuestro escrito: la
notable intervención de la voluntad, de la persona toda, en la labor
de conocimiento, en la filosofía en general y en la metafísica. A
tal núcleo se refiere Cardona cuando comenta: "Esto lo advertí con
claridad muchos años antes de leer a Nietzsche, y antes también de
leer a Kierkegaard: lo vi en los hombres que trataba, antes que en
los libros que leía, y me esforcé por encontrar una legitimidad, un
estatuto teorético a la función de la libertad en el pensamiento,
contra la pretensión generalizada —y bien afincada en los ámbitos
académicos— de razones puras y pensamientos
incontaminados"[104].
Por mi parte, comencé a reflexionar sobre este extremo cuando
redactaba mi primer libro: lejos todavía, por tanto, de alcanzar el
convencimiento con que ahora lo propongo. En aquel entonces, y de la
mano de J. Guitton, pude leer: se ha dicho que a veces convendría
acercarse "a Kant como a Montaigne o a Proust"; y "que en los
libros de pensamiento puro, como la Ética y la Evolución creadora,
se oculta, bajo un sistema aparente, una experiencia humana individual
llevada a su grado de generalidad más alta"[105].
A la vista de tales alegatos, a los que cabría agregar lo mejor del
momumental Diario kierkegaardiano y de tantos otros autores, desde
Sócrates y Agustín de Hipona, pasando por el propio Tomás de
Aquino, hasta por ejemplo, Pascal, Max Scheller, Newman… o
incluso el mismo Wittgenstein[106]; a su vista, y teniendo en
cuenta lo expuesto en apartados precedentes de este escrito, la terapia
oportuna para superar el punto muerto en que la modernidad nos ha
colocado y la ultramodernidad pretende consagrar, aparece con perfiles
mucho más nítidos, hasta cristalizar en una propuesta tajante, pero
sólo comprensible si, tomada con drasticidad, se refiere al
mismísimo fundamento.
Podría enunciarse así: el principio de realidad lleva consigo un
inversión radical de la radical inversión cartesiana, que, más
allá del dividuum postmoderno, reconquista la unidad de conocimiento y
amor en el sujeto, y restaura, junto con el primado del ser, el sano
sentido común y la filosofía que con él entronca (y al que en
ocasiones rectifica). Puesto que, remedando y corrigiendo las
conocidas palabras de Heidegger, cabe recordar que "Descartes sólo
puede ser superado mediante la superación (Überwindung) de lo que
él mismo fundó, mediante la superación de la metafísica
moderna"[107].
(Nada de esto supone, en contra de lo que ingenuamente algunos
arguyen, la consideración de la entera modernidad como una especie de
colosal error o de desviación respecto a la irreprochable rectitud del
pensamiento «tradicional». Por eso, y podrá comprobarse a lo largo
de toda la investigación, lo que propugno no es una especie de
«retorno» —tan ineficaz cuanto imposible— a un pensamiento previo.
Muy lejos de ello, al modo de la Aufhebung hegeliana, la superación
de la metafísica moderna impone conservar la exigencia más honda de la
filosofía reciente: la fundamentación definitiva de la libertad
humana; pero además, y sobre todo, exige establecer el principio
especulativo que permita responder con rigor a ese estímulo,
trascendiendo el nihilismo terminal al que los presupuestos
inmanentista-cartesianos la han conducido. Lo que propongo es una
determinante redefinición del fundamento, capaz de salvar las
pretensiones de más alcance de la civilización de los últimos
siglos.)
Semejante tarea, quiero insistir en ello, corresponde a la persona
íntegra, considerada en su radical unidad. De ahí que, para
llevarla a término, sobre todo cuando los entes que hay que recuperar
son personas singulares, con toda la carga de dignidad y reverencia que
cada una de ellas lleva consigo, resulte imprescindible, junto al
conocimiento metafísico riguroso del otro en cuanto ente y en cuanto
otro, el amor. Pues éste, más allá de los reduccionismos
sentimentaloides y sensibleros con que hoy se presenta, muy por encima
también de su frívola conceptuación en términos de mera
fisiología, ostenta una valencia y un alcance decididamente
ontológicos. Así lo sostiene la dilatada tradición que se extiende
desde Aristóteles a Blondel y Marcel, pasando por el propio Ortega
y, en nuestros días, por Pieper[108]: para todos ellos, en
última y radical instancia, amar no es sino confirmar o corroborar el
ser de lo querido. La prueba documental no puede, pues, resultar
más neta.
Pero cabría también aducir una suerte de argumento a contrario. Tal
como ya insinuábamos, y como demuestra hasta la saciedad la teoría y
la praxis de la cultura dominante, la instauración del egoísmo
individualista, por muy racional y responsable que se pretenda, la
cerrazón de la capacidad de querer en los límites angostos de mi
propio yo, lleva consigo, al término, la supresión del ser de lo
no- querido, que de esta manera pierde su condición de ente,
resolviéndose en la apariencia caleidoscópica de lo útil-para-mí,
para mis propios intereses o para mi placer.
También en este caso, el testimonio nada sospechoso de los
frankfurtianos puede iluminar nuestro punto de vista. La conciencia de
la propia finitud, vienen a decir ellos, se encuentra indisolublemente
unida a la disposición de reconocer a los demás. Si yo no soy el
todo, ¡si el todo no lo reduzco a mí!, queda lugar para el otro.
Más aún, en cuanto estoy dispuesto a admitirlo como distinto, caigo
en la cuenta de que no agoto la riqueza exuberante de la realidad. Soy
entonces consciente de que los demás sólo pueden manifestárseme, ser
conocidos y relacionarse conmigo, cuando no los refiero inmediatamente
a mis intereses y esquemas categoriales, sino que acojo la posibilidad
de poner entre paréntesis mis precomprensiones y prejuicios.
Aperidad, por tanto; desasimiento del yo; altruismo en la visión.
Pues, en efecto, asegura Adorno, "los hombres y las cosas sólo se
tornan patentes a una mirada dilatada y contemplativa", a una
"contemplación sin violencia, de la que deriva toda la felicidad de
la verdad", y que "impone al observador no asimilarse el objeto",
sino, por el contrario, establecer esa capacidad de amor y donación
que consiste "en la dedicación del Yo al substancial fuera de sí,
en la capacidad de hacer propio el verdadero interés de los
otros"[109].
Ante todo lo cual, comenta Galeazzi: "En el ámbito de la
concreción existencial hay que decir que la lucidez del pensamiento
revelador y veritativo es hecha posible por la voluntad de verdad: no
sólo por la disponibilidad a reconocerlo, sino por el interés hacia
el otro. El conocimiento, en cuanto búsqueda y disponibilidad para
encontrar y dejar que se manifieste el otro, hace posible el amor,
pues en caso contrario el otro no sería siquiera advertido como tal,
no contaría para nada; a su vez, el amor, como interés por el
otro, abre en mí un lugar para el otro; y como entrega para que el
otro crezca en su realidad más propia, como atención a él, torna
posible el conocimiento no mancillado por la mentira. Amor y
conocimiento se hallan íntimamente entrecruzados; cabría decir que no
puede haber auténtico conocimiento sin amor, sin interés por el
otro, y que no hay amor sin reconocimiento, sin dejar que los demás
se manifiesten"[110].
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