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Supresión absoluta de los valores. Repudio de toda la tradición…
Sin embargo, hay algo que no se pierde a lo largo del entero
despliegue, y que acabará por caracterizar el pensamiento-
sentimiento nihilista de nuestros días. Un nihilismo no ciertamente
de epopeya, como a su modo el de Nietzsche, que rechaza con vigor
todos los valores; sino una suerte de nihilismo burgués, «débil»,
que, lejos de todo extremismo, sostiene como en sordina, sin
estruendos, esa recusación en otro tiempo fuerte y hoy tampoco
merecedora de un excesivo encomio: se duda incluso de la necesidad ¡y
la conveniencia! de «esforzarse» por negar los valores.
Decía que esto es así porque hay algo del designio inicial que no se
pierde. ¿Qué es, en concreto, ese algo? Lo que se puso al
comienzo de todo el ambicioso proyecto: la disponibilidad del mundo
ante el sujeto, que irá tornándose paulatinamente disponibilidad de
unos sujetos ante otros y de todos ante sí mismos. "Lo que no se
abandona —comenta Botturi— es la actitud de disponibilidad hacia la
realidad privada de sentido y de valor. Y entonces es cuando se
configura el nihilismo en estado puro, como «voluntad de potencia»
[o de «posibilidades»]: no como búsqueda del poder, sino como
ejercicio sin regla de la potencia disponible, como ideal de la
perfecta anomia"[69].
Ideal de la perfecta anomia. ¿Quién no reconoce aquí el rasgo más
definitorio de la cultura dominante en el momento? ¿Cómo podría
dudarse de que la "esencia del nihilismo es, entonces, una suerte de
mística de lo puramente posible, que puede extenderse (como evidencia
la historia contemporánea) desde la sombría organización militar
para dominar el mundo hasta la frívola fruición tecnocrática de un
universo sin centro y sin historia"[70]?
"Mística de lo puramente posible", que rechaza por tanto el acto
y, con él, el ser y la unidad… y el resto de los valores; y que lo
hace con una «suave drasticidad», desconocida hasta el momento.
Fijémonos tan sólo en la unidad. Desde el punto de vista
«teorético» —que ya no propiamente filosófico— resulta
significativo que el panorama del pensamiento occidental ostente hoy
como su rasgo más característico la apariencia de "una pluralidad
incapaz de ser coordinada", que muchos otros califican como simple
"complejidad". Tras la caída de los últimos sistemas
ideológicos, "la pérdida del sentido de la unidad del despliegue
histórico y cultural da entrada a la «diseminación», a la
fragmentación, a la recusación del derecho de cualquier centro
unificador"[71].
Según Lyotard, desde hace un par de decenios lo «post-moderno»,
en nuestra acepción de ultra o tardomoderno, constituye la sigla de la
renuncia a cualquier tipo de teoría unitaria. Ha caído ya la más
mínima pretensión de credibilidad de los «grandes relatos», que
pretendían ofrecer una explicación total y finalizada. ¿Por qué
razón? Simplemente porque, como anunciábamos, términos como
«todo» y «fin» se han visto privados de cualquier sentido[72].
Se proclama hoy, sin reservas de ningún tipo y con mucha mayor
desenvoltura y confianza de aceptación que en épocas precedentes, la
caída de la metafísica. Se trata de un hecho simplemente enunciado.
No vale la pena luchar por imponerlo, como ocurría a principios de
siglo… y ni tan siquiera por mostrarlo. (En esto se demuestran
también dependientes de Nietzsche, de quien se ha dicho con acierto
que la fuerza de sus aforismos reside justamente en poderse sustraer al
peso de la prueba[73]). Pero con la metafísica se desmoronan,
como acabamos de sugerir, todas las categorías a las que ésta no
puede renunciar sin destruirse a sí misma: ser, unidad, verdad,
bondad, contradicción, identidad… Como quería Deleuze, se
destroza la «imagen del pensamiento» clásico, calificado como
fuerte, y se admite sólo la posibilidad de un pensamiento débil,
tanto por lo que se refiere a las enunciaciones teóricas como en el
plano ético-práxico.
Y, de esta suerte, desde una perspectiva complementaria y más
«desarrollada» que la expuesta en el parágrafo precedente, se
sublima el proceso de despersonalización. En perfecta coherencia con
lo que acabamos de ver, "el propio sujeto se ve desprovisto de
identidad y de unidad. Su existencia no sólo precede a la esencia,
como ya pretendiera el existencialismo de Sartre. Ahora se prescinde
de cualquier esencia. El obrar humano, por decirlo de algún modo,
no deja como poso ninguna permanencia, ni edifica figura alguna dotada
de significado"[74].
Todo se muestra "favorable a la realización del nihilismo
afirmativo. Todo propende a la superación de aquel «nihilismo
reactivo» que, según Nietzsche, al rechazar el absoluto divino
ponía todavía algún absoluto humano: teorético, ético,
político… Ha llegado el momento, especulativo y práctico, no de
situar al hombre en el lugar de Dios, sino de negar que exista un
«puesto» para cualquier absoluto"[75].
En el terreno práxico, el rostro que presenta semejante panorama es
el de la más absoluta banalización de todo. El de la futilidad
elevada a categoría suprema. En prácticamente todos los campos…
excepto tal vez en el económico, donde el dinero constituye la
concreción material de la mística de la posibilidad configuradora del
nihilismo, y en las menudencias impuestas por la moda en sus más
variadas versiones: desde nuestra actitud ante el tabaco o la imagen
corporal hasta lo que debe o no considerarse «políticamente
correcto». Todo lo demás —lo serio de otros tiempos— resulta
irrelevante.
La nimiedad indiferente se eleva a valor sumo. Se trivializa, como
elemento más de fondo, la verdad (el verum-ens). O, más bien,
se la demoniza. Es siempre peligrosa y agresiva. El nihilismo impone
que el mundo carezca de cualquier verdad, de cualquier exigencia
derivada de la naturaleza de las cosas: sólo así se mantiene el reino
de lo posible sin ningún tipo de coacciones. Porque, en efecto,
para la lógica nihilista, la verdad es coercitiva. Por eso se
sospecha de ella. Se proscribe culturalmente al que pretende —como se
dice— poseer la verdad. ¡Como si la verdad fuera una posesión y no
una relación enriquecedora y generadora de libertad para uno mismo… y
para los otros!
Se banaliza también, como consecuencia, la propia persona y la del
otro, de modo que se excluye de manera radical cualquier compromiso, y
más aún cuando se pretende absoluto: el amor se torna imposible,
justo por comprometido e imperecedero. Se trivializa de resultas la
sexualidad, desposeída de cualquier contenido relativo a una persona…
que propiamente no existe. Se torna también insignificante, y tal
vez sea la clave de todo el conjunto, la misma vida humana. Es una
civilización en la que, en efecto, pero sin necesidad de esforzarse
titánicamente por mantenerlo, ya no hay valores.
Y es que, habiendo superado por completo la verdad, deviene del todo
imposible cualquier praxis auténticamente humana, dotada de sentido
ético. En los epígrafes precedentes todavía no habíamos llegado
hasta aquí, al menos con la radicalidad actual. En los momentos de
la ilustración, cuando el hombre aún creía en sí mismo, se trataba
de transformar el mundo. Y así, en cierto modo, hasta Marx y los
existencialistas. Hasta los años sesenta. Pero subsistía entonces
una cierta apelación a la verdad que señalaba el rumbo de semejante
transformación. Se había primado la acción, ciertamente. Sin
embargo, quedaba como residuo un muy sui generis sentido del deber
ser, como en cualquier concepción del mundo que conceda el primado a
la praxis.
Sólo en ausencia absoluta de la verdad se desmorona cualquier fin
directivo de la praxis, e incluso ésta se acaba tornando imposible
¿Cómo proponerse objetivos, reformistas o revolucionarios, si no
existe verdad alguna en las cosas?
Según explica Clavell, "la crisis del proyecto moderno […] ha
desembocado en el vacío de sentido, en el nihilismo, según el cual
no existen valores, no hay diferencia real entre el bien y el mal, la
misma existencia carece de significado. Se trataría de aceptar esta
nueva situación en la que el hombre no tiene ya puntos de referencia y
de anular el ansia de significado. El programa nihilista consiste en
vivir dejándose guiar por las propias tendencias tal como se van
presentando en las diversas circunstancias de la vida. El superhombre
de Nietzsche se torna, en el pensamiento débil de Vattimo, la
desaparición del hombre en su especificidad. El sujeto, centro
absoluto de la modernidad, se disuelve en el amasijo de instintos que
encuentran equilibrios diferentes con el andar del tiempo.
"Por desgracia, no se trata de pura especulación. Aun cuando
resulte antinatural la renuncia a buscar un significado, algunas
características de la presente sociedad de consumo permiten a muchas
personas el transcurrir ciertos períodos de su existencia inmersas en
el nihilismo, dejándose llevar por una corriente existencial sin punto
alguno de referencia. No sólo en la filosofía, sino también en el
cine y en la literatura encontramos obras de gran difusión que reflejan
este estilo de vida e invitan a seguirlo. Un cierto escepticismo de
fondo y un pesimismo resignado inducen a una existencia
nihilista"[76].
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