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"Las dificultades de la cultura actual encuentran su más profunda
raíz en el abandono de la metafísica del acto de ser, que ha
conducido a un agnosticismo difuso sobre Dios, Ser subsistente, y
sobre el hombre, ente personal participado"
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Hace sólo veinticinco o treinta años eran voces aisladas. Y la
mayoría las calificaba como agoreras. Hoy se trata de un clamoreo
incesante y polimorfo, que se extiende a casi todas las manifestaciones
de la creatividad humana. Es el vasto dominio de lo post-moderno.
Algo de tan tenue densidad filosófica que sólo merece encontrar
cabida en los apéndices o en las notas a pie de página de algún libro
de divulgación. Y que aquí rememoro, exclusivamente, como elemento
inicial de un diagnóstico: una diagnosis que señale las coordenadas
de la tarea de vitalización de la metafísica, y de toda una cultura,
que el presente libro propugna y a la que pretende contribuir.
Casi todos los que se caracterizan con el calificativo de
post-modernos comparten dos rasgos muy definidos. Por una parte, la
clara conciencia de que la inspiración radical que ha animado durante
siglos el denominado proyecto moderno se encuentra agotada. Por otra,
y como consecuencia, el intento de trascender los planteamientos de lo
que de un tiempo a esta parte —confiriendo al vocablo un contenido más
axiológico que de pura cronología— se conoce como modernidad[1].
Dentro de esta matriz común, y limitando mi reflexión a las
manifestaciones con mayor contenido teorético o filosófico, cabría
distinguir dos corrientes post-modernas, mutuamente enfrentadas:
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a) Antes que nada, la falsa post-modernidad, a la que también
casaría el calificativo de tardomodernidad o ultramodernidad. Se
trata de manifestaciones y propuestas que en su raíz continúan siendo
modernas, por cuanto no renuncian a los designios de fondo que han
impulsado la cultura occidental en las últimas centurias. De ahí que
las haya incluido en la falsa post-modernidad.
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Y es que, en efecto, los representantes de estas corrientes
pretenden, sí, rebasar la modernidad, sobre todo en la versión
ilustrada. Pero se resisten a renegar de sus principios inspiradores
básicos. Más aún, pretenden exasperarlos hasta el paroxismo y
llevar hasta sus últimas consecuencias la deletérea virtualidad
contenida en ellos[2].
Se cuentan entre tales exponentes algunos de los portavoces del
postestructuralismo francés (Barthes, Derrida, Deleuze,
Foucault, Baudrillard y Lyotard, entre otros), los cabezas de
serie del autodenominado pensiero debole (Vattimo, Rovatti, a su
modo Eco o, en un ámbito parcialmente distinto, Rorty)… y todo un
conjunto de sedicentes filósofos que pululan a sus alrededores[3].
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b) En segundo término, nos topamos con la postmodernidad que
reivindicaría para sí el título de auténtica, y que Llano
calificó hace años como contemporaneidad[4]. Estos
«contemporáneos» buscan efectivamente superar el impasse, el
callejón sin salida en que ha desembocado la modernidad. Y, para
ello, se proponen modificar cuanto sea necesario el proyecto moderno y
liberarlo de su daimon autodestructor, sin rechazar, sin embargo, los
logros reales que la civilización humana ha conquistado en los últimos siglos.
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Del estudio de estas dos posturas encontradas —dotándolo de cierta
radicalidad y hondura metafísica— podrían surgir los puntos de
referencia para encuadrar la sustancia del libro que ahora comienzo.
Como preámbulo para abordar esa tarea, resulta muy oportuno un breve
análisis de la médula de la situación presente.
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