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Para comprender el sentido en que cabe sostener que Descartes inicia
el proceso de demolición de la metafísica, resulta imprescindible
apuntar someramente las consecuencias derivadas de la instauración del
cogito como principio radical innovador de toda la filosofía
futura[11]. Hegel lo insinúa: "En filosofía, Descartes
señaló una dirección completamente inédita, hasta el punto de que
con él comienza la nueva edad de la filosofía", cuyo espíritu
constitutivo es "el saber, el pensamiento, en cuanto unidad del
pensar y del ser (der Geist seiner Philosophie ist Wissen,
Gedanken, Einheit des Denkens und Seins)"[12]. Con otras
palabras, podría decirse que, al hacer del cogito, ergo sum el
fundamento de cualquier lucubración y deducción posteriores,
Descartes sustituye el ser como principio primero de la realidad
—también de la realidad humana— por la conciencia: en cierto modo
los identifica, y, al inclinar la balanza hacia esta segunda, la
consagra como fundamento originario de todo lo real.
Cabría apreciar el alcance de lo que acabo de sostener recordando las
secuelas derivadas, para la mayor parte del pensamiento posterior, del
programa cartesiano: un proyecto contenido todo él, como in nuce, en
el cogito. En efecto, no hace falta ser ni de lejos un Hegel o un
Heidegger para advertir el viraje decisivo que la que con todo rigor
podría denominarse «escolástica» moderna —la cartesiana, de corte
inmanentista— ha experimentado hasta hoy día respecto a la
orientación esencial de los filósofos que la precedieron o han
convivido, cronológicamente hablando, con ella. Giro que hay que
atribuir, al menos virtualmente, a la novedad radical del
planteamiento cartesiano, de la que el propio Descartes tenía clara
conciencia.
Asimismo, podrían traerse a la memoria, como confirmación de lo que
insinúo, las certeras exégesis que llevaron a término Sartre, en
La liberté cartesienne[13], y el mismo Heidegger, en Nietzsche
y en multitud de trabajos como el antes citado de Holzwege o en Die
Frage nach der Ding. O invocar, aunque dotado sin duda de una
autoridad más relativa, el siguiente juicio de Lukács: "Partiendo
de la duda metódica, del cogito ergo sum de Descartes, pasando por
Hobbes, Spinoza, Leibniz, hay aquí un camino de desarrollo
rectilíneo cuyo motivo determinante, presente en múltiples
variaciones, es la idea de que el objeto del conocimiento puede ser
conocido por nosotros porque es en la medida en que nosotros mismos lo
producimos"[14].
Podríamos acudir, decía, a estos y otros testimonios. Pero tal
vez resulte más directo atender a las sugerencias expresas de
Descartes.
Ya es bastante significativo que, como respuesta a quienes habían
relacionado el cogito, ergo sum con el si enim fallor, sum
agustiniano, Descartes rechace cualquier intento de aproximación
entre las dos posturas, en apariencia coincidentes[15]. Pues, en
verdad, el cartesiano "pienso, luego existo" parece situarse en las
inmediaciones del aserto con el que Agustín de Hipona pretendía
trascender todo escepticismo. "Si me equivoco, existo", de esto no
cabe dudar, sostiene Agustín, llevando hasta el último extremo —el
uso erróneo del conocimiento— lo que muchos siglos más tarde parece
redescubrir Descartes.
Pero, entonces, ¿por qué el filósofo francés, conocedor ahora
del hallazgo del de Tagaste, niega cualquier relación entre los dos
principios? Avancemos, a modo de hipótesis, lo que ya vengo
sugiriendo. Descartes no podía admitir tal cual la afirmación
agustiniana, pues ésta constituiría un razonamiento implícito que,
en la premisa sobreentendida, consagra la primacía del ser como
presupuesto de cualquier operación, incluidos el conocer y el
equivocarse. La proposición cartesiana, por el contrario, repudia
esa prioridad: de ningún modo debe considerarse una especie de
razonamiento implícito, una suerte de entimema, y por eso se coloca
en las antípodas de la de Agustín. Veámoslo.
El obispo de Hipona vendría a afirmar: 1) Para equivocarse es
necesario ser, existir; 2) yo me equivoco; 3) luego yo existo.
¿No es algo muy similar lo que propone Descartes? Así parecería
sugerirlo la andadura del Discurso del método, donde todo se plantea
también como la invención de una verdad capaz de derrotar
definitivamente a los escépticos. Sin embargo, en otros lugares,
Descartes niega de forma expresa lo que el Discurso insinúa. Quizá
el más claro de esos otros escritos sea el conocido como Sur les
Cinquièmes objections. En él, oponiéndose a la advertencia de
Gassendi de que el cogito presuponía una premisa mayor y, por tanto,
no era un primer principio, Descartes responde que la proposición es
evidente en sí misma, aunque el sujeto no hubiera pensado nunca nada.
Y agrega: estamos ante una proposición particular no deducida de
ninguna otra general[16].
Consideremos unos instantes, pues resulta decisivo, qué puede
significar el cogito como presunta intuición[17].
Según insinuaba, la interpretación más frecuente del aserto
cartesiano, la canónica hasta hace algunos años, lo aproxima al de
Agustín de Hipona. También ahora estaríamos ante un razonamiento
no expreso, en el que se sobreentiende la premisa mayor. Puesta en
forma, dicha argumentación resultaría como sigue: 1) Para pensar
es preciso existir; 2) yo pienso; 3) luego yo existo. Pues no.
No es eso lo que Descartes afirma. Hemos visto a nuestro filósofo
defender el carácter intuitivo del cogito, ergo sum, y renegar de su
supuesta índole de razonamiento implícito. Y, al hacerlo, no puede
sino estar eliminando la premisa mayor de semejante raciocinio
elíptico: suprimiendo el "para pensar, es menester existir".
¿Por qué? No sólo porque así lo sostiene frente a Gassendi,
sino porque la menor y la conclusión del pretendido silogismo se
encuentran expresamente recogidas en el texto y constituyen el todo de
la gran intuición cartesiana.
De esta suerte, aunque resulte difícil admitirlo, pues la
afirmación se opone al sano sentido común y al conjunto de la
filosofía pre o extracartesiana, Descartes viene a sustentar que el
pensamiento no exige previamente, con prioridad de naturaleza, la
existencia o el ser. Al contrario, sería el propio pensar, o la
conciencia en cualquiera de sus manifestaciones, la que confiere su
realidad a lo pensado. Sólo de tal modo el pensamiento (y, en
general, la subjetividad) se alza como principio primero no
fundamentado, como principio sin principio, de cualquier realidad
posterior: del yo, de Dios, del mundo material, los tres en cuanto
pensado-existentes. Y sólo así entendido se comprende el influjo
revolucionario del descubrimiento cartesiano en la mayor parte de los
filósofos posteriores.
Estamos ante el acta de nacimiento de toda la modernidad y de su
epílogo postmoderno, concebidos, como anunciaba, no en sentido
meramente temporal, sino axiológico. Gracias a Descartes, la
conciencia ocupa el lugar que corresponde al ser. De esta suerte,
acabará por tornarse inviable un conocimiento teórico de lo-que-es,
de lo-que-tiene-ser, del ente de los pensadores clásicos. Y,
como consecuencia o casi en identidad, quedará destruida la
posibilidad misma de la metafísica, en su sentido más cabal y
fecundo. Ésta, como insinuaba, recibe, con anticipación de
siglos, su jaque- mate[18].
Ciertamente, el cogito cartesiano admite otras interpretaciones. La
más aceptable hace del sum no el fruto de un razonamiento, cosa que
Descartes niega, sino algo co-aprehendido en la intuición del
cogito. Veremos dentro de unos instantes qué defecto encuentro
aquí: la inversión sutil pero relevante entre lo captado y lo
co-captado.
Ahora me interesa subrayar otro extremo. Aun cuando a menudo en este
libro se hable de inversión de las relaciones entre ser y conciencia,
esto no debe interpretarse como si el existo castellano (sum, je
suis) fuera un «efecto» del pensamiento, permaneciendo inmutados ser
y pensar. Desde este punto de vista, la pretensión del fiósofo
francés se acercaría a la insania: ¡un pensamiento no existente
capaz de obrar y dar origen a su propia existencia y a todo un
universo… entendidos todos ellos al modo pre- o extra-cartesiano!
No. Lo que sostengo que Descartes realiza es más sutil. Como
antes decía, el llamado padre del racionalismo obliga a la
conciencia, en sus múltiples manifestaciones, a ocupar el puesto que
corresponde al ser. Es decir, hace del cogito la consistencia primera
de todo lo que es. No se trata, por tanto, de que ese cogito
engendre el sum, sino que más propiamente lo reemplaza; y por eso,
como después volveré a advertir, toda la realidad del yo quedará
reducida a pensamiento; y de ahí, del pensamiento como pensamiento
(o de las ideas en él incluidas), extraerá Descartes a Dios y al
mundo en cuanto existente-pensados o pensado-existentes.
Con independencia de las intenciones personales de Descartes, sobre
las que es vano e imposible pronunciarse, lo que el principio por él
establecido ha originado es una corriente filosófica y cultural en la
que el yo, en sus más variadas formas, va imponiéndose de manera
clara aunque progresiva, hasta convertirse en el centro y el todo de la
entera actividad especulativa y práctica.
Éste es el sentido de mi tesis: el de la inversión de las relaciones
entre ser y conciencia, o substitución de aquél por esta última.
La cuestión ostenta tal gravedad que considero oportuno apuntalarla,
examinando desde otra óptica el principio primero de la filosofía
cartesiana. Me serviré, para ello, de la egregia descripción del
acto cognoscitivo incluida en uno de los libros más logrados en la
España del presente siglo: La estructura de la subjetividad, de
Millán-Puelles[19].
El contexto en que pretendo remitirme a ella es justo el que venimos
examinando: el del comienzo del filosofar. Al respecto, concuerdo
con Hegel cuando advierte que sólo con el advenimiento de la
modernidad —"in neuerem Zeiten": emblemáticamente, con
Descartes— se ha despertado la "conciencia de que es difícil hallar
un comienzo (Anfang) de la filosofía, y se ha discutido con
amplitud la razón de esta dificultad, así como la posibilidad de
resolverla"[20]. Por el contrario, el conjunto de afirmaciones
agrupadas bajo el apelativo de clásicas apenas si demuestran
preocupación por este punto. Parece, entonces, que el problema de
lo que cabría calificar como acto filosófico primero no debería
plantearse en relación a los siglos iniciales del pensamiento
occidental: justo aquellos en los que reinaba casi indiscutida la
prioridad del ente sobre la conciencia, y que, por eso, podrían
servir de inspiración para superar las aporías —de origen metafísico
estricto, al fin y al cabo— en que parece haber desembocado la
modernidad.
Con todo, al comparar la filosofía clásica con el más reciente
desarrollo de la especulación moderna, y acaso condicionados por esta
última, es lícito preguntarse: ¿existe en la doctrina antigua o
medieval algo semejante al cogito cartesiano o al leeres Sein de
Hegel? Ante este interrogante, resulta sencillo acudir al conjunto
de asertos que hacen del ente, de la «condición de real»[21],
lo primero conocido por el entendimiento. Mas entonces surge, de
inmediato, una nueva cuestión: ¿cabe en efecto relacionar esta
aprehensión primigenia de realidad, que señala en rigor el surgir del
conocimiento intelectual humano maduro espontáneo y no el de la
filosofía estricta, con el Anfang de la especulación filosófica
que, según Hegel, atormenta a los modernos?
Sí y no.
En cierto sentido sí, por cuanto la aceptación coherente de esa
aprehensión inicial de realidad —el primum cognitum de los clásicos—
determina la entera andadura especulativa de los autores que la
reconocen como tal: a ese respecto, sostiene Rassam que "la
afirmación de que el ente es lo primero conocido contiene toda la
metafísica de Santo Tomás"[22]. Pero desde otro punto de
vista, existe una discrepancia profunda entre los dos «comienzos»,
el moderno y el clásico. Semejante diferencia podría expresarse,
con un cierto deje de paradoja, como sigue: al contrario de lo que
sucede en la modernidad, el inicio de la especulación clásica no es
propiamente un inicio, por cuanto se encuentra en perfecta continuidad
con el comienzo —ahora sí— del conocimiento intelectual espontáneo
(fundamentado a su vez, ontológicamente, en la realidad, principio
radical y primigenio de todo saber).
Con otras palabras, y como sugería la cita de Hegel: los pensadores
clásicos no encuentran "especial dificultad" en comenzar su
filosofía porque ésta no es propiamente sistemática, al contrario de
lo que sucede en los tiempos modernos[23]; lo que quiere decir
que, de hecho, cuando abordan esa tarea introductoria, prosiguen el
impulso primordial que el entendimiento recibe al ser iluminado por el
ente. Éste constituye, en sentido absoluto, un prius (real y)
cognoscitivo y, desde tal óptica, la alternativa que la
contemporaneidad podría ofrecer al cogito cartesiano como inspirador
radical del proyecto moderno[24].
Por eso, y con la intención de compararlo con el cogito de
Descartes, detengámonos unos instantes en la consideración del ente
como primer conocido. El texto de referencia puede ser el siguiente:
"illud enim quod primum intellectus concipit quasi notissimum et in quo
omnes conceptiones resolvit est ens"[25]: lo primero que capta el
entendimiento, como lo más conocido, y aquello en lo que «resuelve»
cualquier otro conocimiento es el ente, la condición de real.
Si observamos con detenimiento el conjunto de textos similares a
éste[26], advertiríamos entre otras cosas, pero no quizá como
la menos importante, que prácticamente ninguno se encuentra avalado
por el rigor de una demostración. Y no podía ser de otra forma.
Según recuerda Rassam, "no hay ni puede haber justificación
crítica como condición previa a la afirmación metafísica (del
ente), porque hasta el mismo principio de no-contradicción presupone
la captación del ente (In IV Metaph., 6). ¿Cómo justificar
que el ente es lo primero conocido, si antes no se sabe absolutamente
nada de él? Si existe una crítica, ha de ser interior a la
afirmación metafísica, pero no puede ser exterior o anterior a ella.
Considerar la crítica como una propedéutica necesaria para la
metafísica es el modo más seguro de no entrar jamás en el campo
metafísico"[27].
Concuerdo plenamente con semejantes palabras y considero por ahora, y
desde este punto de vista, la cuestión resuelta. Desde la
perspectiva metafísica, poco o nada verdaderamente substancial hay que
añadir.
Pero, instado de nuevo por posteriores desarrollos de la filosofía,
tal vez podría intentarse un esclarecimiento fenomenológico de la
verdad que se aboceta en los párrafos que preceden; pues es muy
posible que sea éste uno de los múltiples problemas en que, según
recordaba Gilson, la metafísica clásica no ha contado con el apoyo
fenomenológico que se merecía. Y aquí es donde entra, con vigor
arrollador, el libro que antes citaba. En efecto, La estructura de
la subjetividad encierra una serie de anotaciones que iluminan
poderosamente el estado de la cuestión: cabría hablar de una
aportación estrictamente «contemporánea», superadora, dotada de
valor incalculable para la confirmación gnoseológica de la metafísica
del ser.
En realidad, no incluye la obra referida un texto único que resuma la
doctrina a que acabo de aludir[28]. Pero pienso que no traiciono
la mente de su autor si sostengo, en primer lugar y en contra de lo que
durante años se ha afirmado de manera casi universal, que la
distinción sujeto-objeto no representa el acto absolutamente primero e
incuestionable de una adecuada fenomenología del conocer. Al
contrario, de las afirmaciones de Millán-Puelles se desprende que
en el despertar del conocimiento propiamente humano, como en cualquier
actividad intelectiva madura, concurren tres elementos primarios: uno
que, de forma un tanto figurada, podríamos denominar «ambiental» o
«atmosférico»; otro, al que cabría calificar como «temático»;
y un tercero, que suele llamarse «consectario» o «concomitante».
¿En qué sentido y hasta qué extremo estas anotaciones ayudan a
elucidar la cuestión que nos ocupa?
Antes que nada, indicaré que, desde el punto de vista de las
estructuras cognoscitivas, el elemento «atmosférico» al que acabo de
referirme se relaciona estrechamente con el ente que Avicena y Tomás
de Aquino identifican con el primum cognitum: es decir, con la
aprehensión primigenia de realidad. Que lo que he calificado como
ingrediente «temático» equivale a lo que de ordinario se denomina
objeto. Y que el componente «consectario» es la autoconciencia que
acompaña (cum-scire) a la actividad cognoscitiva humana.
Después de esto, me interesa resaltar que, aun admitiendo la índole
primaria de los tres elementos, existe entre ellos una gradación de
naturaleza, aunque no (necesariamente) cronológica. Y, así, el
componente primariamente primario sería el ambiental: es el "ente,
que primero —de forma absoluta— cae en el entendimiento". ¿Y los
otros dos factores? Lo que absolutamente hay que subrayar es que
ambos, el objeto y la conciencia subjetiva, son conocidos desde el
primer momento «dentro» del ámbito de la entidad: es decir, que,
de nuevo con prioridad de naturaleza, se captan antes como realidades,
como entes, que como sujeto y objeto en su oposición mutua.
Asimismo, su índole peculiar, su concreta cualificación en cuanto
este o aquel objeto —un determinado caballo, una rosa, una amatista—
y este o aquel sujeto —Antonio, Manuel— es aprehendida como una
particular concreción de la común y a la vez singularísima condición
de ente. Ésta, la índole de real, conserva siempre, por tanto,
una prioridad de naturaleza respecto a las determinaciones esenciales
particulares. (El ente no es sólo illud quod primum intellectus
concipit, quasi notissimum, sino, por lo mismo, aquello en lo que la
inteligencia omnes conceptiones resolvit).
Me parece que estamos ante afirmaciones que una elemental
fenomenología del conocimiento humano, no distorsionada aún por
lucubraciones filosóficas, permite sostener con total seguridad y
confianza[29]. Y esa misma fenomenología hace advertir como
evidente que entre los dos últimos miembros de la tríada la prioridad
de naturaleza corresponde esta vez al elemento temático y no al
concomitante (puesto que este último sólo se muestra ante nosotros en
la misma medida en que el entendimiento —originalmente en potencia, y
por tanto incognoscible— resulta actualizado por el conocimiento del
objeto o tema).
De todo lo cual cabe extraer una primera consecuencia, cuya
importancia nunca podría encarecerse en exceso. Se trata de lo que
sigue: la oposición sujeto-objeto, referida al inicio absoluto del
conocer propiamente humano, resulta artificial y prematura: el
comienzo radical del conocimiento apunta a la constitución de un
«medio ambiente» en el que de manera ordenada se incluyen tanto el
objeto como el sujeto. Ese marco o ámbito primordial jamás será ya
abandonado por la inteligencia, de modo que todo cuanto se vaya
presentando ante ella —incluso las negaciones o los entes de razón—
lo hará originariamente revestido con los caracteres de lo real, de
lo-que-es.
Por eso, las acusaciones de «cosismo» que se dirigen
indiscriminadamente contra la metafísica clásica, y que postulan la
necesidad de trascender el ente para llegar al hombre, traslucen,
además de una poco justificable ignorancia o incomprensión de los
mejores exponentes de esa tradición filosófica, una considerable
desatención a la fenomenología del conocimiento humano. Éste,
mientras no sea forzado por la voluntad en sentido contrario, surge y
se mueve en el ámbito de lo-que-es, del ente, que incluye siempre,
de manera consectaria, al sujeto; de suerte que, al tematizar el
ens, que es la labor propia del metafísico, su atención recae, de
manera inevitable, tanto sobre el «objeto» cuanto sobre el
«sujeto»: y, si se me apura, más sobre este último, por cuanto
dotado de un acto de ser de más rango o consistencia.
"La metafísica —escribe Fabro— se refiere a todo el campo del ente
objetivo y subjetivo, y comprende, por tanto, la situación del mundo
y del yo como los dos sectores complementarios del panorama totalizador
del ente"[30].
En conclusión, la que se ha pretendido hacer pasar por la cuestión
clave de la filosofía de los últimos siglos merece ser revisada, pues
deriva de un defecto de perspectiva. El problema no es el de la
contraposición entre sujeto y objeto, pensar y ser, conciencia y
realidad externa. Como veremos de nuevo dentro de unos instantes, la
discriminación básica es la que se establece entre el ente, que
engloba sin reparos al sujeto como siendo, y siendo de un modo
superior; y la conciencia o subjetividad sin ser, que acabará por
aniquilar al conjunto de lo existente, incluida ella misma.
Volviendo al punto de vista fenomenológico, hay que afirmar que todo
lo que conoce el entendimiento humano lo capta, sí, según los
casos, como objeto o sujeto; pero antes, de manera más originaria y
primordial, como siendo, como ente.
Pues justo esto es lo que rechaza Descartes. Si lo comparamos con la
descripción de Millán-Puelles, lo que lleva a cabo el filósofo
francés es la sustitución del primero de los elementos primarios por
el tercero de ellos: de la condición de real, del ens, por la simple
conciencia concomitante, por el cogito. Y semejante trueque, aunque
en apariencia sólo de matiz, resulta de enorme trascendencia para los
destinos de la filosofía: del conocimiento interpretativo de la
realidad, en primer término, y en fin de cuentas, y a través de la
actividad humana, de la realidad misma.
A primera vista, parece que Descartes se mueve sólo en la
alternativa entre objeto y sujeto; entre tema y conciencia concomitante
de nuestro saber de él. Aun así, habría ya un defecto de
planteamiento: el antes señalado de anteponer el conocimiento
concomitante al temático u objetivo; y la auténtica fenomenología
del conocer obligaría a repararlo. Pero la cuestión es más de
fondo, como apuntábamos. Pues Descartes no coloca en primer plano
absoluto la conciencia de un sujeto que se conoce como siendo
cognoscente, sino el puro conocer sin sujeto y sin ser. Y de ese
conocer surge, más tarde, el ser de un sujeto, de una substancia
cuyo único contenido se limita a pensar. Y, de ahí, de ese
pensamiento subsistente, Dios y el mundo material, como es sabido.
Según vengo sugiriendo, hay quienes ponen reparos a esta
interpretación. Sin embargo, parece claro que si el cogito
cartesiano englobara el ser de su sujeto, no existiría necesidad
alguna de «inferir» este segundo a partir del pensamiento en acto.
Pero, frente a lo que sostienen inevitablemente los defensores de la
interpretación a priori de la metafísica tradicional como
«cosista», también es evidente que Descartes no «cosifica» el
cogito cuando desde él «pasa» al sum (a pesar del quelque chose
presente en el texto del Discurso). Muy al contrario, al derivarlo
del cogito, Descartes «conciencializa» o «inmanentiza» todo el
ser: el del sujeto, que no con-siste sino en pensar ("je connus de
là que j'étais une susbstance dont toute l'essence ou la nature
n'est que de penser, et qui, pour être, n'a besoin d'aucun lieu,
ni ne dépend d'aucune chose matérielle"); y los de Dios y el
mundo, que, al término, se reducirán a su «ser pensados»… y,
más adelante todavía, a la pura disponibilidad, a la nada.
No «cosificación» del cogito, entonces, sino
«conciencialización» de la realidad toda, subsumida en el acto
—radicalmente primario— de pensamiento o de conciencia en general.
Como escribiera M. Heidegger, "en el inicio de la filosofía
moderna se encuentra la proposición de Descartes Cogito, ergo sum
(«Je pense, donc je suis»). Todo el conocimiento de las cosas y
del ente en su totalidad se ve referido a la conciencia de sí del
sujeto humano, en cuanto fundamento inconcuso de toda
certeza"[31].
La distorsión del inicio cartesiano resulta, por tanto, doble; y la
que hemos considerado en segundo término se torna mucho más relevante
que la anterior. No se trata sólo de que Descartes rechace el
carácter concomitante, y por ende derivado, de la propia
autoconciencia, en detrimento de la prioridad del objeto; lo más
tremendo es que a ese conocimiento y, de resultas, al objeto
conocido, los desgaja gnoseológicamente del ámbito en el que de hecho
se muestran, que es su condición de ente. De modo que, si volvemos
al planteamiento de Millán-Puelles, ni siquiera podría hablarse de
inversión del orden de naturaleza entre los tres elementos, por cuanto
el tercero, desvinculado de su condición previa de ente, ya no es el
mismo que se nos muestra en la fenomenología del conocer. No es la
conciencia de un sujeto que es —y se sabe— cognoscente, sino la de un
puro conocer… sin sujeto y sin ser.
Resulta claro que la conciencia concomitante de que conozco constituye
un dato irrecusable en todo conocimiento humano normal y maduro. Una
evidencia primaria, sí. Pero no es la primera en sentido absoluto.
Antes se encuentra la advertencia objetual del tema que estoy
percibiendo, y que sólo en un conocimiento reflejo, y por tanto ya no
primario, podría ser el yo; y antes todavía la percepción de que lo
conocido y el sujeto que conoce son entes, se configuran como algo
real. Cuando Descartes concede la primacía absoluta a la conciencia
des-substancializada, lo que está repudiando, como antes sugería,
es la misma condición de real de todo cuanto existe (mientras no se
encuentre mediado por el pensamiento)
No es necesario subrayar que Descartes realiza todo este planteamiento
en los dominios metodológicos y epistemológicos, y que sus decisivas
consecuencias en la esfera ontológica estricta empezarán a extraerse
algo más tarde (por ejemplo, con Spinoza). Lo que sí conviene
resaltar ya, por la insuperable relevancia de que se encuentra
provisto, es que Descartes, contra toda exigencia, hace de un
problema crítico el principio de todo su sistema (ahora sí)
filosófico[32]. Desde ese mismo instante, como sugería
Rassam, la suerte de la metafísica está echada. Al término, el
ente se verá subsumido por la conciencia, por la subjetividad. La
historia del pensamiento en Occidente, desde Locke o Hume, pasando
por Kant o Hegel, hasta Marx o el propio Heidegger, a pesar de sus
protestas, lo demuestra con creces y de manera variada y abundante.
Por eso —cabría concluir—, como siendo en sentido estricto, nada
podrá ser conocido por quien se sitúe seriamente en el surco abierto
por Descartes. Y por eso, por cuanto la metafísica es saber de lo-
que-es y en-tanto-que-es, la «escolática» que hunde sus raíces
en Descartes acabará por declarar formalmente la muerte o la
superación de la metafísica.
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