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Y aquí es donde se absolutiza la categoría del juego, que es el
último punto al que querríamos atender. Una categoría hoy
omnipresente. Utilizada con profusión por los autores en alza, como
el propio Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, Feyerabend,
Gadamer o Vattimo; adoptada de manera acrítica por buena parte de
quienes si la comprendieran se opondrían teoréticamente a ella; y
asumida como total banalización en la práctica cotidiana[77].
Veamos de dónde procede.
Sin verdad, como acabo de abocetar, no puede darse ni
contemplación, ni acción finalizada. Cabe sólo un obrar, interno
o externo, especulativo o práctico, individual o colectivo…, que es
fin para sí mismo. Es decir, un juego.
Algo que posee ciertas reglas internas, pero que no quiere realizar ni
dar cumplimiento a nada sino al propio juego. Se trastocan, por
decirlo en términos clásicos, juego y ocio. Se confunde la
insubordinación pragmática propia del juego, con el Fin final
definitivo: la amorosa contemplación del Ser Absoluto, también no
supeditada, con los escarceos propios del pasatiempo. Se interpreta
la ausencia de sometimiento del juego como sinónimo de libertad…
carente del más mínimo atisbo de responsabilidad. Se intercambian
teóricamente amor y coqueteo lúdico… ¡justo porque el amor es la
máxima expresión del comportamiento libre!
Todo es fútil, banal, anodino, insubstancial, epidérmico… y,
por ende, aunque no quiera reconocerse, manido, común, ramplón,
adocenado, prosaico, vulgar. Como bien había visto Nietzsche, el
juego se transforma de manera implacable en cifra nihilista de todo el
obrar humano. La vida como juego se torna recomprensión nihilista de
la existencia: juego erótico, juego lingüístico, hermenéutico,
juego político… Porque a todo se lo ha privado de verdad y de
fin[78].
"El juego es la síntesis necesaria de la ética sin
verdad"[79]. La regla del comportamiento es ahora la
espontaneidad jugada con los elementos disponibles en los distintos
universos de juego. La libertad sin fin se torna productora de valor:
no importa lo que se quiera; el hecho de quererlo hace ya que aquello
se encuentre justificado. La organización sociopolítica no puede
entonces sino ser fruto de un contrato entre individuos autónomos; ni
puede tener otro fin que el de ampliar los espacios para que cada
individuo realice su propio juego: su objetivo supremo será tornar
más amplias las fronteras donde lo posible sea lícito.
Se trata, cabría afirmar, de un macromegálico «individualismo
protegido». Pero justamente dentro de él resulta imposible el
verdadero ejercicio de la libertad. Si la espontaneidad del juego es
la norma, la libertad no podrá vincularse a proyecto alguno… so pena
de dejar de ser libre. Surge entonces el instantaneismo, como perenne
disponibilidad a lo distinto, que es lo único capaz de dar un poco de
coherencia a esta suerte de libertad deprimida. Pero a un precio muy
alto: el de la inestabilidad, la fragmentación, la labilidad.
Por otro lado, ese instantaneismo obliga al hombre a ligarse a
satisfacciones inmediatas, que permitan pasar incesantemente de un
posible a otro en el ámbito de la elección. Pero, así, el
individuo se va haciendo cada vez más dependiente de las fuerzas
—económicas, políticas, empresariales, de diversión
organizada…— que conceden las gratificaciones. Y todavía más
dependiente respecto a quienes crean nuevas necesidades, que abren un
espacio de «libertad» ante el hastío de las satisfacciones ya
colmadas: es el dominio del marketing en su acepción más lata, y de
la realidad virtual, todavía desconocida en sus implicaciones
últimas.
Se establece entonces, derivada de la perentoria necesidad de elegir
(satisfacciones), una especie de «esclavitud voluntaria» respecto a
esos pluriformes aparatos de poder de los que exigimos, cada vez con
más ansiedad y apremio, la solución a nuestras demandas. Y, al
término, hacemos dejación de cualquier uso inteligente de la
libertad.
Olvidando nuestra condición de personas, nos convertimos en núcleo
devorador de recompensas del más variado tipo… y transformamos a los
demás en simples términos de esas tendencias varias, no
necesariamente toscas, pero sí egocentradas. La consecuencia es
similar a la despersonalización que antes analizábamos, pero, si se
me permite la expresión, con un giro de tuerca complementario. Lo
confirma de nuevo L. Clavell: desde esta perspectiva, escribe,
"la vida del yo no sería sino un juego de instintos, de pulsiones,
que, en lucha entre ellos mismos, encuentran en cada momento ciertos
equilibrios provisionales siempre distintos. El superhombre de
Nietzsche resulta disuelto en el «ultrahombre» («oltreuomo»),
porque el hombre ya no existe; sólo queda el polvo de las pasiones y
de las tendencias"[80].
Y, en efecto, "el fracaso de la ética de la pura posibilidad
ostenta un signo trágico: es el signo de Caín. En general, el
juego del individualismo protegido no agrede al otro… sino que lo hace
desaparecer. Completamente absorbido por la organización de su
poder-posibilidad instaura un gigantesco y sutil proceso de
desconocimiento. Multiplica las relaciones, las funciones, los
objetos… El otro, sencillamente, no existe"[81].
Pero, de resultas, tampoco existe el yo.
Considerando toda la cuestión desde su resolución teorética más
honda, cabría decir, con Fabro: "Al querer reivindicar la
libertad del hombre frente a la ingerencia de Dios, la filosofía
moderna, hundiéndose paulatinamente en su propio principio, ha puesto
al hombre a disposición del «colectivo», que es el Todo
impersonal, o del «mundo» como ciega irrupción de fuerzas amorfas y
extrañas, a menudo contrarias al espíritu. No es que, al no querer
ser para el verdadero Dios, el hombre haya conseguido con el nuevo
principio de conciencia substituir a Dios por el hombre, sino que ha
perdido con Dios también al hombre, y con el ocaso de la
trascendencia también se ha hundido la proclamada inmanencia. De
hecho, sobre todo desde la mitad del XIX hasta hoy, el hombre no se
define sino como «posibilidad de la finitud»: como «ser-para-la
ciencia…, para la política, para la técnica», y similares; es
decir, el hombre es un «ser-en-el-mundo» y progresivamente va
siendo definido por la constelación espacio temporal que lo contiene.
El abismo de la libertad del hombre es ciertamente un prius en el
camino de la conciencia; pero, si no se fundamenta en Dios, se hunde
en la nada"[82].
Las alusiones a Heidegger son más que notorias. En lo que respecta
a la instauración del yo como fin supremo y a la del mundo como ámbito
de posibilidades del proyectar, parece claro que el Heidegger inicial
prima, en la relación constitutiva entre Welt y Dasein, a este
segundo. En efecto, cuando Heidegger intenta individuar la radical
pretensión que abre el último y más determinante horizonte, el
mundo, no puede sino volverse hacia el Dasein, para no incurrir en un
progreso-regreso al infinito. De esta suerte, "el último fin que
es condición trascendental para la dación y comprensión del ente es
la Existencia misma. Dicho de otro modo: la pregunta por el último
«por qué» del ente, por la condición última de inteligibilidad,
es idéntica a la pregunta por su último «para qué»; y esta
pregunta viene contestada por la Existencia misma: el mundo, como
último horizonte de comprensión del ente en cuanto ente, es el marco
abierto por una Existencia que fundamentalmente pretende… ser sí
misma"[83].
¿Subjetivismo? Sólo con muchos matices. "Porque, si bien es
cierto que la Existencia no es sujeto en el origen, es más, que
consiste precisamente en la pérdida de su subjetividad en su
ser-en-el-mundo, no lo es menos que lo que articula ese
ser-en-el-mundo como la trascendencia desde la que se comprende el
ser de los entes, no es otra cosa que la «pretensión» original de la
Existencia de ser «sí misma». Si la Existencia no es sujeto en el
origen, es porque originalmente «quiere» serlo al final. La
subjetividad aparece en Heidegger como un «poder-ser-sí-misma»
que articula la estructura de lo que Heidegger llama la «Sorge», la
preocupación y cuidado por el ser del ente en el mundo; preocupación
que viene definida por la voluntad de vivir como sujeto en medio del
mundo, por la voluntad de «autenticidad».
"La hermenéutica o interpretación del ser del ente es algo que
resulta pues de un proyecto de mismidad en el que cada Existencia
consiste. Es esta irrenunciable pasión de autenticidad, el afán de
ser sí mismo en medio del mundo, lo que hace del pensamiento de
Heidegger, en la línea de la gran tradición idealista, una
metafísica heroica de la libertad. Es el afán de autoafirmación de
la Existencia lo que abre el marco en el que los entes son, y lo que
nos lleva a entender el ser del ente como una hermenéutica histórica
en la que todo debe ser interpretado como posibilidad desde el punto de
vista del proyecto histórico que es la vida concreta del hombre, como
un proyecto de autorrealización, de autoafirmación libre en el
tiempo.
"Ésta es la intención última de esa ontología fundamental que se
incluye bajo el rótulo de Ser y Tiempo, al que yo añadiría como
subtítulo: La pasión por la libertad perdida. De un modo y otro,
la tradición de la filosofía trascendental experimenta en Heidegger
una inflexión que le hace abandonar como hilo conductor la teoría de
la ciencia y del conocimiento, y la convierte en una filosofía de la
autenticidad, como ya lo fuera en Fichte, en el Romanticismo del
Círculo de Jena, y como lo fue en Nietzsche, que será a partir de
ahora el punto de referencia del ulterior desarrollo de la filosofía
del segundo Heidegger"[84].
Me he permitido transcribir esta dilatada cita porque confirma en un
punto preciso y bien concreto lo que a nuestro entender constituye la
cifra de la entera modernidad: el intento de autofundamentación
radical de la libertad. Al aludir ahora al último Heidegger, que
resuelve el Ser en la Nada, se advertirá cómo esa pretensión acaba
disolviendo el yo, para dejarlo frente a un mundo sumido en la
espacio- temporalidad vacía, sin ninguna referencia trascendente que
ofrezca a uno o a otro —hombre y mundo— un mínimo de consistencia.
Veámoslo.
Bastantes años después de la postura de Sein und Zeit a la que
hemos aludido, y llevándola hasta sus últimas consecuencias, el
carácter plenamente referencial del Ser conduce a éste, como lo otro
y la negación del ente, a la negación también de sí mismo (del
Ser). Y, paradójicamente, esto trae como consecuencia un nuevo
resurgir del ente, pero radicalmente finitizado, sin otro basamento
que la limitación espacio-temporal de sí mismo. Y el Dasein, como
polo relacional del Seiende, se convierte también en finitud, que se
agota referencialmente en la finitud del ente-cosa. "En la clara
noche de la nada de la angustia —escribe Heidegger— surge la apertura
original del ente en cuanto tal: que el ente es, y no la nada […].
La esencia de la nada originalmente nulificante consiste en traer por
primera vez la Existencia ante el ente en cuanto tal"[85].
Es la Nada, ahora sin Ser, la que provoca al ente en cuanto tal.
Un ente, por tanto, sin fundamento, «apoyado» en la nada,
mostrenco, presente a una Existencia también desfundamentada, que se
resuelve, como decía, en las coordenadas de una historia
espacio-temporal sin referente más allá de ella. De esta suerte,
al término de su especulación, Heidegger se encuentra con la más
decidida verificación de su intención originaria. Lo que tiene entre
manos es una ontología fenomenológica desplegada en el restricto
horizonte, para él definitivamente insuperable, del tiempo.
"Lo que la voluntad de poder siempre pretende es salvarse y salvar
todas las cosas del tiempo. Es lo que Nietzsche llamó «la
venganza» como «el disgusto de la voluntad contra el tiempo y su
'fue'». El tiempo es lo que nos impide cerrar a las cosas y a
nuestra subjetividad en una reflexión en la que esas cosas y nosotros
mismos pudiéramos ser afirmados absolutamente como sujetos. El tiempo
es la distensión irrecuperable de toda subjetividad; y es, por
tanto, lo que queda al final cuando esta subjetividad rinde su voluntad
de ser absoluta. Las cosas son para dejar de ser; lo que todo nos
trae, el tiempo, todo nos lo quita. Y lo que queda es el acontecer
mismo como lo que se afirma a sí mismo en toda caducidad. En
castellano lo decimos muy bien: lo que es es «lo que pasa». Contra
ese original sucederse del Ser se dirige la Metafísica, en su
voluntarioso intento de afirmar absolutamente las cosas encerrándolas
contra el tiempo en significaciones eternas, o al menos —incluso en
Nietzsche— repetibles. Por eso el Eterno Retorno de lo Mismo es
el último intento de la Metafísica, en el que, sin embargo, se
muestra ya su carácter nihilista. Más allá de esa última
desesperación del querer, sin embargo, está la esperanza de la
renuncia al imperio de la voluntad. Porque entonces el tiempo se nos
muestra como «lo que da» (was es gibt), como el generoso fondo en
el que el fundamento último se muestra, más allá de toda
manipulación, como juego"[86].
Henos de nuevo ante la categoría fundamental del nihilismo, a la que
Heidegger apela de la mano de Heráclito: "La historia del Ser
(das Seinsgeschicht): un niño es, que juega, que juega a las
tablas. De un niño es el Reino […], la fundación que administra
el fundar, el Ser del ente. La historia del Ser: un niño que
juega […]. ¿Por qué juega este gran niño que Heráclito ve en
el «aion», en la historia del Ser? Juega porque sí (es spielet,
weil es spielet). Ese 'porque sí' (das weil) no tiene 'por
qué'. Juega, mientras está jugando. Es sólo juego: lo supremo
y más profundo. Pero ese 'sólo' es todas las cosas, lo Uno y
Único"[87].
"Esto —concluye Hernández-Pacheco— es lo que hay: a saber,
«lo que pasa», «lo que ocurre», el ser en el Tiempo,
nada"[88].
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