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Saludo a vuestra caridad en el Señor. Hermanos, juzgo que hay tres
clases de personas entre aquellas a quienes llama el amor de
Dios, hombres o mujeres. Algunos son llamados por la ley del
amor depositada en su naturaleza y por la bondad original que forma
parte de ésta en su primer estado y su primera creación. Cuando oyen
la palabra de Dios no hay ninguna vacilación; la siguen prontamente.
Así ocurrió con Abraham, el Patriarca. Dios vio que sabía
amarlo, no a consecuencia de una enseñanza humana, sino siguiendo la
ley natural inscrita en él, según la cual El mismo lo había
modelado al principio. Y revelándose a él le dijo: "Sal de
tu tierra y de tu parentela y ve a la tierra que Yo te mostraré"
(Gen. 12,1). Sin vacilar, se fue impulsado por su vocación.
Esto es un ejemplo para los principiantes: si sufren y buscan el temor
de Dios en la paciencia y la tranquilidad reciben en herencia una
conducta gloriosa porque son apremiados a seguir el amor del Señor.
Tal es el primer tipo de vocación.
He aquí el segundo. Algunos oyen la Ley escrita, que da testimonio
acerca de los sufrimientos y suplicios preparados para los impíos y de
las promesas reservadas a quienes dan fruto en el temor de Dios.
Estos testimonios despiertan en ellos el pensamiento y el deseo de
obedecer a su vocación. David lo atestigua diciendo: "La ley del
Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es
fiel e instruye al ignorante", etc. (Ps. 18,8).
Así como en otros muchos pasajes que no tenemos
intención de citar.
Y he aquí el tercer tipo de vocación. Algunos, cuando aún están
en los comienzos, tienen el corazón duro y permanecen en las obras de
pecado. Pero Dios, que es todo misericordia, trae sobre ellos
pruebas para corregirlos hasta que se desanimen y, conmovidos, vuelvan
a El. En adelante lo conocen y su corazón se convierte.
También ellos obtienen el don de una conducta gloriosa como los que
pertenecen a las dos categorías anteriores.
Estas son las tres formas de comenzar en la conversión, antes de
llegar en ella a la gracia y la vocación de hijos de Dios.
Los hay que comienzan con todas sus fuerzas, dispuestos a despreciar
todas las tribulaciones, a resistir y mantenerse en todos los combates
que les aguardan y a triunfar en ellos. Creo que el Espíritu se
adelanta a ellos para hacerles el combate ligero, y dulce la obra de su
conversión. Les muestra los caminos de la ascesis, corporal e
interior, cómo convertirse y permanecer en Dios, su Creador, que
hace perfectas sus obras. Les enseña cómo hacer violencia, a
la vez, al alma y al cuerpo para que ambos se purifiquen y juntos
reciban la herencia. Primero se purifica el cuerpo por los ayunos y
vigilias prolongadas; y después el corazón mediante la vigilancia y
la oración, así como por toda práctica que debilita el cuerpo
y corta los deseos de la carne.
El Espíritu de conversión viene en ayuda del monje. El es
quien lo pone a prueba por miedo a que el adversario no le haga desandar
el camino. El Espíritu-director abre enseguida los ojos del alma
para que también ella, junto con el cuerpo, se convierta y se
purifique. Entonces el corazón, desde el interior, discierne
cuáles son las necesidades del cuerpo y del alma. Porque el
Espíritu instruye al corazón y se hace guía de los trabajos
ascéticos para purificar por la gracia todas las necesidades del cuerpo
y del alma. El Espíritu es quien discierne los frutos de la carne,
sobreañadidos a cada miembro del cuerpo desde la perturbación
original. Es también el Espíritu quien, según la palabra de
Pablo, conduce los miembros del cuerpo a su rectitud primera:
"Someto mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre" (I Cor. 9, 27);
rectitud que fue la del tiempo en que el espíritu de Satán no tenía
parte alguna en ellos y el cuerpo se hallaba bajo la atracción del
corazón, instruido, a su vez, por el Espíritu. El Espíritu
es, en fin, quien purifica el corazón del alimento, de la bebida,
del sueño y, como ya he dicho, de toda moción e incluso de toda
actividad o imaginación sexual, gracias al discernimiento llevado a
cabo por un alma pura.
Yo señalaría tres clases de mociones violentas. La primera
reside en el cuerpo, está inserta en su naturaleza, formada
al mismo tiempo que él en el primer instante de su creación. Sin
embargo, no puede ser puesta en movimiento sin que el alma lo quiera.
De ella sólo se sabe esto: que está en el cuerpo. He aquí la
segunda: cuando el hombre come y bebe con exceso sigue una
efervescencia de la sangre que fomenta un combate en el cuerpo, cuyo
movimiento natural es puesto en acción por la glotonería. Por eso
dice el Apóstol: "No os emborrachéis con vino, en él está la
liviandad" (Ef. 5,18). Del mismo modo, el Señor en el
Evangelio prescribe a sus discípulos: "Que vuestros corazones no se
emboten por la comida y bebida" (Lc. 21,34) o las delicias.
Más que nadie, quien guarda el celibato debe repetirse: "Someto mi
cuerpo y lo reduzco a servidumbre" (I Cor. 9,27). En
cuando a la tercera moción, proviene de los espíritus malos que nos
tientan por envidia y buscan manchar a quienes se comprometen en el
celibato.
Volvamos, hijos míos queridos, a cuanto se refiere más de cerca a
estas tres clases de mociones. Quien permanece en la rectitud,
persevera en el testimonio que el Espíritu da en lo más íntimo de su
corazón y permanece vigilante, se purifica de esta triple
enfermedad en su cuerpo y en su alma. Pero si no tiene en cuenta estas
tres mociones, de las que da testimonio el Espíritu Santo, los
espíritus malos invaden su corazón y siembran las pasiones en
el movimiento natural del cuerpo. Lo turban y entablan con él un duro
combate. El alma, enferma, se agota y se pregunta de dónde le
vendrá el auxilio, hasta que se serene, se someta de nuevo al
mandamiento del Espíritu y cure. Así aprende que sólo puede hallar
su reposo en Dios, y que permanecer en El es su paz.
Esto, queridos, para indicaros cómo el cuerpo y el alma han de ir
unidos en la obra de conversión y purificación. Si el
corazón sale vencedor del combate, ora en el Espíritu y aleja del
cuerpo las pasiones del alma que proceden de la propia voluntad. El
Espíritu, que viene a dar testimonio de sus propios mandamientos, se
convierte en el amigo de su corazón y le ayuda a guardarlos. Le
enseña cómo curar las heridas del alma, cómo discernir, una tras
otra, las pasiones naturalmente insertas en los miembros, de
la cabeza a los pies, y también las que, procedentes del exterior,
han sido mezcladas al cuerpo por la voluntad propia.
Así es como el Espíritu conducirla mirada a la rectitud y pureza, y
la retirará de cuanto le es extraño. El inclinar el oído
sólo a palabras decorosas; y el oído, no cediendo al deseo de oír
hablar de caída y debilidades humanas, pondrá su gozo en conocer el
bien y la perseverancia de cada uno, y la gracia dada a las criaturas;
cosas de las que estando enfermo, se había desinteresado hasta
entonces.
El Espíritu enseñara la lengua a purificarse porque ella es la que
puso al alma gravemente enferma. Por medio de la lengua expresa el
alma la enfermedad que padece; incluso la atribuye a la lengua, pues
ésta es su órgano. En efecto, por la lengua le han sido infligidas
graves enfermedades y heridas; por la lengua ha sido herida. Lo
atestigua el apóstol Santiago cuando dice: "Si alguien pretende
conocer a Dios y no frena su lengua se engaña en su corazón, su
culto es vano" (St. 1,26). En otro lugar afirma: "La lengua
es un miembro pequeño, pero mancha todo el cuerpo" (3,5).
Cuando el corazón está, pues, fortificado con el poder que recibe
del Espíritu, él mismo queda primero purificado, santificado,
enderezado, y las palabras que confía a la lengua están exentas del
deseo de agradar, así como de toda voluntad propia. En él se cumple
lo que dice Salomón: "Mis palabras son de Dios; no hay en ellas
dureza o perversión" (Prov. 8,8) y "la lengua del justo cura
las heridas" (Prov. 12,18).
Viene después la curación de las manos, que en otro tiempo se
movían de forma desordenada, a gusto de la voluntad propia. El
Espíritu dará al corazón la pureza que conviene en el ejercicio de
la limosna y la oración. Así se cumplirla palabra: "El alzar de
mis manos es como una ofrenda de la tarde" (Ps. 140,2), y esta
otra: "Las manos de los poderosos distribuyen riquezas"
(Prov. 10,4).
Después de las manos el Espíritu purifica el vientre en cuanto a
comida y bebida. David decía sobre esto: "Con el de ojos
engreídos y corazón arrogante no comeré" (Ps. 100,5). Pero
si el deseo y la gula en cuestión de comida y bebida toman
preponderancia, y las voluntades propias que lo trabajan lo
hacen insaciable, a todo esto vendrá a añadirse todavía la actividad
del diablo. Al contrario, el Espíritu se hace cargo de
quienes buscan una cantidad conforme a la pureza, y les señala una
cantidad suficiente para sostener su cuerpo sin conocer el atractivo de
la concupiscencia. Entonces se realiza en ellos la palabra de S.
Pablo: "Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo
todo para gloria de Dios" (I Cor. 10,31). Si los
órganos genitales producen pensamientos de fornicación, el
corazón, instruido por el Espíritu, discierne la triple moción de
que he hablado antes. Gracias al Espíritu que le ayuda y fortifica,
hélo aquí dueño de esas mociones. Las apaga con la fuerza del
Espíritu, que da la paz al cuerpo entero, e interrumpe su curso.
Como dijo Pablo: "Mortificad vuestros miembros terrenos:
fornicación, impureza, pasiones y malos deseos" (Col. 3,5).
A continuación, el Espíritu se entrega a la purificación de los
pies, que antes no caminaban en la rectitud y perfección de Dios.
Pero una vez colocados bajo el impulso del Espíritu, éste realiza
su purificación y los hace caminar según su voluntad. Avanzan en la
práctica de las buenas obras. Todo el cuerpo es así transformado,
renovado, entregado al poder del Espíritu. Ese cuerpo, totalmente
purificado, a mi modo de ver ya ha recibido una parte del
cuerpo espiritual que deberíamos recibir en el momento de la
resurrección de los justos.
He hablado de las enfermedades del alma que se han infiltrado en los
miembros naturales del cuerpo; las que lo hacen tambalearse y lo ponen
en movimiento. Porque el alma sirve de lugar de paso a los espíritus
malos que actúan en el cuerpo por medio de ella. He indicado también
la existencia de otras pasiones que no vienen del cuerpo y que ahora
tenemos que enumerar: a esas pasiones pertenecen los pensamientos de
orgullo, la jactancia, la envidia, el odio, la cólera, el
desprecio, la relajación y todas sus consecuencias.
Si alguien se entrega a Dios de todo corazón, Dios tiene piedad de
él y le concede el Espíritu de conversión. Este Espíritu da
testimonio ante él de cada uno de sus pecados para que ya no vuelva a
caer en ellos. A continuación le revela los adversarios que se
levantan ante él y le impiden librarse de ellos, luchando
vigorosamente con él para que no persevere en su conversión. Si a
pesar de todo conserva el ánimo y obedece al Espíritu, que le
exhorta a convertirse, el Creador se apresurara tener piedad del
trabajo de su conversión. Y viendo las aflicciones que impone
a su cuerpo: oración incesante, ayunos, súplicas, estudio de la
Palabra de Dios, alejamiento del mal, huida del mundo y de sus
obras, humildad y pobreza de corazón, lágrimas y
perseverancia en la vida monástica, - viendo, digo - su trabajo y
su paciencia, el Dios de misericordia tendrá piedad de él y
lo salvar .
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