CARTA TERCERA

Antonio a sus queridos hijos. Sois hijos de Israel por nacimiento, y en vosotros saludo esta naturaleza espiritual. ¿Por qué nombraros con vuestros nombres terrestres y efímeros si sois hijos de Israel? Hijos: mi amor hacia vosotros no es de la tierra; es amor espiritual, según Dios.

No me canso de orar a mi Dios día y noche por vosotros: que os sea dado el tomar plena conciencia de la gracia que os ha hecho. No es la primera vez que Dios visita a sus criaturas; las conduce desde los orígenes del mundo y mantiene en vela a todas las generaciones mediante los acontecimientos de su gracia.

Hijos, no nos cansemos de gritar a Dios día y noche. Haced violencia a la ternura de Dios. Desde el cielo os enviara Aquel cuya enseñanza os dará a conocer lo que os es bueno.

Hijos, habitamos en la muerte. Nuestra morada es la celda de un prisionero. Los lazos de la muerte nos tienen encadenados.

No deis sueño a vuestros ojos ni reposo a vuestros párpados (Ps. 131,4). Ofreceos a Dios como víctimas puras y fijad en El vuestra mirada pues, según dice el apóstol, nadie puede contemplar a Dios si no es puro (Hb. 12,14).

Sí, hijos muy queridos en el Señor, que esto os quede muy claro: no olvidéis la práctica del bien. Esto es tranquilidad para los santos, fuente de alegría para los ángeles en el servicio que llevan a cabo con vosotros, alegría para el mismo Jesús cuando venga. Pues hasta ese día no han estado tranquilos respecto a nosotros. Y también para mí, hombre débil, que aún estoy en esta morada de barro, seréis la alegría de mi alma.

Hijos, es seguro que nuestra enfermedad y humillación causan dolor a los santos y les son motivo de llantos y gemidos que ofrecen por nosotros ante el Creador del universo. Por eso la cólera de Dios va contra nuestras obras malas. Pero nuestro progreso en la santidad provoca la alegría en la asamblea de los santos y los mueve a orar mucho ante nuestro Creador en el colmo de la dicha y el gozo. El también obtiene gran alegría por nuestras obras y por el testimonio que los santos le dan de ellas, y nos concede dones aún más importantes.

Pero sabedlo: Dios ama para siempre a sus criaturas que, inmortales por esencia, no desaparecen con el cuerpo. Esta naturaleza espiritual es la que El ha visto precipitarse en el abismo y allí encontrar la muerte perfecta y total. La Ley de la Alianza perdió su fuerza pero Dios, en su bondad, visitó a su criatura por Moisés. Moisés, que puso los cimientos de la Casa de verdad, quiso curar esta profunda herida y conducirnos a la comunión original. No lo logró, y se fue. Tras él vino la asamblea de los Profetas: se pusieron a construir sobre estos cimientos sin llegar a curar la profunda herida de los miembros de la familia humana; y reconocieron su impotencia. A su vez, la asamblea de los santos se reunió y su oración se elevó hacia el Creador: "¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay médico? ¿por qué no suben a curar a la hija de mi pueblo?"(Jer. 8,22). "Nosotros hemos cuidado a Babilonia y no ha curado ¡Dejémosla y vayámonos de aquí!" (Jer. 28. 9). Esta súplica que dirigían los santos a la bondad del Padre acerca de su Hijo Unico -pues ninguna criatura es capaz de curar la profunda herida del hombre; sólo El podía hacerlo viniendo a nosotros-, impresionó al Padre y dijo: "Hijo del hombre, prepárate lo necesario para una cautividad" (Ez. 12,3) y acepta tomar esta misión sobre ti. El Padre no ha perdonado a su Hijo Unico para lograr la salvación de todos nosotros, lo ha entregado por nuestros pecados (Rom. 8,32). "El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados" (Is. 53,5). Nos ha reunido de un extremo al otro del universo, ha resucitado nuestro espíritu de la tierra y nos ha enseñado que somos miembros unos de otros.

Cuidad, hijos, que no se cumpla en nosotros la palabra de Pablo: que tengamos "solamente la apariencia exterior de la obra de Dios, negando su poder" (Tito 1,16). ¡Que cada uno desgarre su corazón! (Joel 2,13). Que corran las lágrimas ante Dios y que todos digan: "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Ps. 115,12). Hijos, temo también que se nos aplique esta palabra: "¿Qué se gana con mi muerte si un día he de convertirme en podredumbre?" (Ps. 29,10).

Creedme, me dirijo a vosotros como a hombres sensatos (I Cor. 10,15). Comprended lo que os digo y declaro: si cada uno de vosotros no llega a odiar cuanto pertenece al orden de los bienes terrestres y a renunciar a ello de todo corazón, lo mismo que a cuantas actividades dependen de ellos, si después no llega a elevar las manos de su corazón al cielo, hacia el Padre de todos, no hay salvación para él. Pero si hacéis lo que acabo de decir, Dios tendrá piedad de vosotros por el trabajo que os tomáis. Os enviar un fuego invisible que consumir vuestras impurezas y devolverá a vuestro espíritu su pureza original. El Espíritu Santo habitaren nosotros. Jesús estar junto a nosotros y podremos adorar a Dios como es debido. Mientras queramos vivir en paz con las cosas del mundo seremos enemigos de Dios, de sus ángeles y de sus santos.

Os conjuro desde ahora, queridos míos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, para que no descuidéis vuestra salvación, y que esta vida tan corta no os sea causa de desdicha para la vida eterna; que el cuidado concedido a un cuerpo perecedero no oculte el Reino de la inefable luz; que el país donde sufrís vuestro destierro no os haga perder, en el día del juicio, el trono angélico que os está destinado. Sí, hijos, mi corazón se sorprende y mi alma se espanta: nos hundimos en el agua, estamos metidos en el placer como gentes ebrias de vino nuevo porque nos dejamos distraer por nuestros deseos, dejamos reinar en nosotros la voluntad propia y rechazamos dirigir nuestra mirada al cielo para buscar la gloria celeste y la obra de los santos y marchar en adelante tras sus huellas. Ahora, comprendámoslo: santos del cielo, ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, querubines, serafines, sol, luna, estrellas, patriarcas, profetas, apóstoles, el mismo diablo o Satán, los espíritus del mal o el soberano de los aires, en suma, todos, y los hombres y mujeres, pertenecen desde el día de su creación a un solo y mismo universo, en el cual, sólo deja de estar contenida la perfecta, bienaventurada Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La mala conducta de algunas de sus criaturas ha obligado a Dios a darles el nombre en relación con sus obras. Pero dar una mayor gloria a las que más hayan progresado.




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