CARTA QUINTA

Hijos, reconoced la liberalidad de nuestro Señor Jesucristo: de rico que era, se ha hecho pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza (II Cor. 8,9). Su esclavitud nos ha devuelto la libertad, su debilidad nos ha dado la fuerza, su locura nos ha enseñado la sabiduría. Pero esto no es todo: quiere también, por su muerte, procurarnos la resurrección. Tenemos razón para elevar la voz y decir: "Incluso si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no es así: porque en Cristo hay una creación nueva" (II Cor. 5, 16-17).

Os digo con verdad, queridos hijos en el Señor, que, si tuviera que detallar los mensajes de salvación que nos da, tendría mucho que decir; pero aún no ha llegado la hora. De momento me basta con saludaros, queridos hijos míos en el Señor, hijos de Israel, nacidos santos según vuestra naturaleza espiritual. A vosotros, que habéis deseado acercaros a vuestro Creador, os conviene buscar la salvación de vuestras almas en la Ley de la Alianza. Es verdad que, a consecuencia de nuestros innumerables pecados, de nuestras funestas rebeldías, de nuestras pasiones sensuales, se ha enfriado la Ley de la Promesa y se han embotado las facultades de nuestras almas. Por la muerte en que estamos precipitados se nos ha hecho imposible tener cuidado de nuestro verdadero título de gloria: nuestra naturaleza espiritual. Por eso se lee en las divinas Escrituras: "Como en Ad n todos los hombres morimos, en Cristo todos somos vivificados" (I Cor. 15,22).

Ahora es El la vida de toda inteligencia espiritual entre las criaturas hechas a imagen de la Imagen que es El mismo, pues es la auténtica inteligencia del Padre y su Imagen inmutable. Por el contrario, las criaturas hechas a su imagen tienen una naturaleza mudable. De ahí la desgracia que nos hirió, en la que todos hallamos la muerte y que nos hizo perder nuestra condición primera de naturaleza espiritual. Por esta misma razón, dejada nuestra primera naturaleza, adquirimos una morada de tinieblas en que por todas partes reina la guerra.

Nosotros mismos hemos dado testimonio de ello: no teníamos la menor noción de virtud. Pero Dios, nuestro Padre, contemplando nuestra debilidad, nuestra incapacidad para revestir nuestra verdadera naturaleza, quiso, por su bondad, visitar a sus criaturas mediante el ministerio de los santos.

Os suplico a todos en el Señor, queridos hijos, que os penetréis bien de cuanto os escribo porque mi amor hacia vosotros no se dirige sólo a vuestros cuerpos sino que es caridad espiritual, según Dios.

Volved vuestra alma hacia vuestro Creador y rasgad vuestro corazón en vez de vuestro vestido (Joel, 2,13). Preguntaos qué podríamos devolver al Señor por todas sus gracias. El se acuerda siempre de nosotros por su gran bondad, por su indecible amor. Y aquí mismo, en la presente morada de nuestra miseria, no nos ha dado lo que merecían nuestros pecados. Su bondad es tan grande que ha querido que el mismo sol se ponga a nuestro servicio en esta casa de tinieblas, y también la luna y las estrellas para apoyo físico de un ser al que su propia debilidad condenaría a perecer. Sin hablar de sus otros poderes, ocultos, pero también a disposición nuestra sin que podamos verlos con los ojos corporales.

Así pues, ¿qué le devolveremos el día del juicio?; o, si preferís, ¿qué beneficio podemos imaginar que ya no nos haya concedido? Los Patriarcas, ¿no han sufrido por nosotros? ¿No nos han enseñado los Sacerdotes? ¿Acaso no combatían por nosotros los Jueces y Reyes?. ¿No mataron a los Profetas por nosotros?. Los Apóstoles, ¿no sufrieron persecución por nosotros? Y el Hijo predilecto, ¿no murió por nosotros?

Por nuestra parte dispongámonos ahora a ir hacia nuestro Creador por el camino de la pureza. Porque viendo que los santos, o más bien todas sus criaturas, no conseguían curar la profunda herida de sus propios miembros, y conociendo la imperfección de su espíritu, El, el Padre de las criaturas, les manifestó su misericordia, y por su gran amor no perdonó a su Hijo Unico, al cual entregó por nuestros pecados para salvación de todos (Rom. 8,32). "El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados" (Is. 53,5). Así su Verbo omnipotente nos ha reunido de todos los países para llevar a cabo la restauración de nuestro espíritu caído y enseñarnos que somos miembros unos de otros.

Así, ya que hemos vuelto a nuestro Creador, conviene que todos ejercitemos nuestra inteligencia y nuestro espíritu para conocer exactamente la naturaleza propia del bien y para saber discernir el mal, para conocer bien la Economía establecida por la venida de Jesús a este mundo, el cual se ha hecho semejante a nosotros en todo excepto en el pecado (Hb. 4,15).

Es verdad que a consecuencia de nuestra gran malicia, del desorden de nuestra vida, de las pesadas consecuencias de nuestra inestabilidad, la venida de Jesús fue para algunos un escándalo, para otros un beneficio (I Cor. 1,23), para algunos sabiduría y poder, para otros también resurrección y vida. Pero estad convencidos: su venida fue el juicio del mundo entero. Está escrito: "He aquí que vienen días - oráculo del Señor - en que todos me conocer n, pequeños y grandes, y no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo 'conoced a Yahvé '" (Jer. 31,33-34) porque seré yo quien hará resonar mi Nombre hasta los confines de la tierra. Toda boca se cerrar y el mundo entero quedar bajo la soberanía de Dios (Rom. 3,19). No conocían a Dios, no le daban gloria como a su Creador (Rom. 1,21), a consecuencia de su locura que les impedía comprender su sabiduría. Y cada uno de nosotros se abandonaba a sus voluntades propias para cometer el mal y hacerse esclavo de él. Por eso también se despojó Jesús de su gloria tomando condición de siervo (Fil. 2,7) a fin de que su esclavitud fuera nuestra libertad. Entregados a la locura habíamos conocido toda clase de males; El se revistió con esta locura para que, hecha suya, fuera nuestra sabiduría. Habíamos caído en la miseria y la miseria nos había arrebatado toda fuerza; El abrazó la pobreza para colmarnos por ella de ciencia e inteligencia. Y esto no fue todo: nuestra debilidad la hizo suya y su debilidad fue nuestra fuerza. Por su Padre quiso obedecer en todo hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2,8), para que ella fuera nuestra resurrección y su dueño, el diablo fuera aniquilado. Si esta liberación que nos ha traído su venida a este mundo llega a hacerse verdaderamente nuestra, nos hará un día discípulos de Jesús, por quien entraremos en la herencia divina.

A decir verdad, queridos hijos en el Señor, es grande mi inquietud y mi espíritu está turbado y agitado. Hemos tomado el hábito y llevamos el nombre de santos, título de gloria entre los incrédulos, pero temo que se cumpla en nosotros la palabra de Pablo: "Profesan seguir a Dios, mas con sus obras niegan su poder" (Tito 1,16; Rom. 2,20).

El amor que os tengo me hace suplicar a Dios que os lleve a reflexionar sobre la vida que lleváis y a considerar como herencia vuestra lo invisible. Sin duda, hijos míos, esto no supera nuestra naturaleza sino que, normalmente, la corona, incluso si debemos utilizar nuestras fuerzas en la búsqueda de Dios. Porque buscar a Dios, o servirle, sigue siendo siempre para el hombre una búsqueda natural. El pecado de que somos culpables es lo que está fuera y más allá de las condiciones normales de nuestra naturaleza.

Hijos queridísimos en el Señor, vosotros que habéis querido estar dispuestos a ofreceros a Dios como víctimas puras, no os hemos ocultado nada de cuanto puede seros útil. Atestiguamos, más bien, lo que nosotros mismos hemos visto (Jn. 3,11) porque los enemigos de la santidad piensan incesantemente en atacar a quienes de verdad la desean. Estad convencidos: el hombre carnal persigue siempre al espiritual (Gl. 4,29), y quien quiere vivir piadosamente la vida de Cristo sufrir persecución (II Tim. 2,12).

Por este mismo motivo, Jesús dirigía a sus apóstoles estas palabras confortadoras: "en este mundo tendréis muchas tribulaciones, pero no temáis: Yo he vencido al mundo" (Jn. 16,33). El sabía que a los apóstoles les esperan en este mundo inquietudes y pruebas. Pero su paciencia vencer el poder del enemigo, es decir, la idolatría. Les enseñaba también: "No temáis al mundo, sus males no tienen comparación con la gloria que os espera (Rom. 8,18). Si han perseguido a los profetas antes que a vosotros, también a vosotros os perseguir n; si a Mi me han odiado, también a vosotros os odiar n (Jn. 15,20); pero no temáis porque vuestra paciencia vencer el poder del enemigo".

Entrar en los detalles del tema sería preparar un largo discurso, y está escrito: "da consejos al sabio y se hará más sabio" (Prov. 9,9). Pocas palabras bastan para consolarnos. Cuando el espíritu las ha aprendido ya no necesita de las palabras, con frecuencia de doble sentido, de nuestra boca.

Pido por la salvación de todos vosotros, queridos hijos en el Señor. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros (II Cor. 13,13). Amén.




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