CARTA SEGUNDA

Hermanos muy queridos y venerados: Antonio os saluda en el Señor.

Sabemos que Dios no ha visitado a sus criaturas sólo una vez. Desde los orígenes del mundo, todos aquellos que han hallado en la Ley de la Alianza el camino hacia su Creador, han estado acompañados por su bondad, su gracia y su Espíritu. En cuanto a los seres espirituales a quienes esta Ley causó la muerte, tanto la del alma como la de los sentidos de su corazón, se hicieron incapaces de ejercitar su inteligencia según el estado de la creación original y, totalmente privados de razón, han sido exclavizados por la criatura en vez de servir al Creador.

Pero, en su gran bondad, Dios nos ha visitado por la Ley de la Alianza. En efecto, nuestra naturaleza permanecía inmortal. Y quienes han recibido la gracia y han sido fortalecidos por la Ley de la Alianza, a quienes ha iluminado la enseñanza del Espíritu Santo y se les ha dado el espíritu de filiación, han podido adorar a su Creador como es debido. De ellos dijo el apóstol Pablo: "Si no se han beneficiado plenamente de la promesa que les fue hecha, es por causa nuestra (Hb. 11,13-39).

En su amor incansable, el Creador de todas las cosas deseaba, no obstante, visitarnos en nuestras enfermedades y nuestra disipación: suscitó a Moisés, el Legislador, que nos dio la Ley escrita y echó los fundamentos de la Casa de verdad, la Iglesia Católica. Ella ha llevado a cabo la unión de todos, según el designio divino de conducirnos a nuestra condición primera.

Moisés emprendió su construcción, pero no la acabó; la dejó y se fue. Vino la asamblea de los Profetas suscitados por el Espíritu de Dios. También ellos continuaron la construcción sobre los cimientos de Moisés, sin poder acabarla. Así la dejaron y se fueron. Cada uno, revestido del Espíritu, constató que la llaga era incurable y que ninguna criatura podía curarla, excepto el Hijo Unico, fiel imagen del Padre, de Aquel que creó a esta imagen los seres dotados de inteligencia. El, el Salvador, es un médico prudente. Ellos lo sabían. Se reunieron, pues, y presentaron a Dios una oración unánime por los miembros de esta familia de la cual formamos parte: "¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay médico? ¿por qué no sube uno de ellos para curar a la hija de mi pueblo?" (Jer. 8,22). "Nosotros la hemos cuidado; no ha curado. Dejémosla y marchemos de aquí" (Jer. 51,9).

Entonces Dios, desbordante de amor, vino a nosotros diciendo por boca de sus santos: "Hijo de hombre, prepárate lo necesario para una cautividad" (Ez. 12,3). Y El, la imagen de Dios (II Cor. 4,4), no pensó en arrebatar el rango que lo igualaba a Dios; al contrario, se anonadó y, tomando la condición de esclavo, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Así Dios le dio el Nombre sobre todo nombre, de suerte que al nombre de Jesucristo toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los infiernos y, en adelante, toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Fil. 2,6-11). Ahora, muy queridos hermanos, se ha realizado entre nosotros esta palabra: "Para salvarnos, el amor del Padre no perdonó a su Hijo Unico, sino que lo entregó por nuestra salvación, a causa de nuestros pecados (Rom. 8,32)". "El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados" (Is. 53,5). Su Verbo omnipotente nos ha reunido de todos los países, de un extremo a otro de la tierra y del universo, resucitando nuestras almas, perdonando nuestros pecados, enseñándonos que somos miembros unos de otros.

Os suplico, Hermanos, por el Nombre de nuestro Señor Jesucristo: penetraos bien de esta maravillosa Economía de la Salvación: Se ha hecho semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb. 4,15). Todo ser dotado de inteligencia espiritual - por quien ha venido el Señor - debe tomar conciencia de su naturaleza propia, es decir, le es preciso conocerse a sí mismo y llevar a cabo el discernimiento del mal y del bien, si quiere encontrar la liberación cuando venga el Señor. Llevan ya el nombre de servidores de Dios, que han logrado su liberación por esta Economía de Salvación. Pero ahí no está el término supremo. Este no es sino la justicia de la hora presente, el camino hacia la adopción filial.

Jesús, nuestro Salvador, sabiendo bien que ellos habían recibido el Espíritu de filiación, y que lo conocían gracias a la enseñanza del Espíritu Santo, les decía: "Ya no os llamaré siervos, sino hermanos y amigos, porque os he dado a conocer y os he enseñado cuanto me ha enseñado mi Padre" (Jn. 15,15). Su espíritu se enardeció - en adelante se conocían con su naturaleza espiritual y gritaron: "Hasta ahora te conocíamos en tu cuerpo, pero ahora ya no es así" (II Cor. 5,16). Recibieron el Espíritu que hizo de ellos hijos adoptivos y proclamaron: "El Espíritu que hemos recibido ya no es un espíritu que hace esclavo y conduce a la tierra, sino un Espíritu de adopción por el cual gritamos ¡Abba, Padre! (Rom. 8,15). Señor, ahora lo sabemos: nos has dado el poder ser hijos y herederos de Dios, coherederos de Cristo (Rom. 8, 17).

Pero sabed bien esto, hermanos queridísimos: el que haya descuidado su progreso espiritual y no haya consagrado todas sus fuerzas a esta obra, debe saber bien que la venida del Señor ser para él día de su condenación. El Señor es para unos olor de muerte para muerte, y para otros, olor de vida para vida (II Cor. 2,16). Así es para ruina y resurrección de un gran número en Israel y para ser signo de contradicción (Lc. 2,34).

Os suplico, queridísimos, por el Nombre de Jesucristo, no descuidéis la obra de vuestra salvación. Que cada uno de vosotros rasgue, no su vestido, sino su corazón (Joel 2,13). Que no llevemos en vano este vestido exterior preparándonos así una condenación. En verdad, está próximo el tiempo en que aparezcan a plena luz las obras de cada uno.

Sería preciso volver sobre otros muchos puntos de detalle, pero está escrito: "Da consejos al sabio y se hará más sabio" (Prov. 9,9). Os saludo a todos en el Señor, del más pequeño al mayor (Hec. 8,10), y que el Dios de la paz sea, queridos hermanos, vuestro guardián. Amén.




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