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Tal es la historia de Antonio. No deberíamos ser escépticos porque
sea a través de un hombre que han sucedido estos grandes milagros.
Pues es la promesa del Salvador: "Si tienen fe aunque sea como un
grano de mostaza, le dirán a ese monte: ¡Muévete de aquí!, y se
mover ; nada les ser imposible" (Mt 17,20). Y también:
"En verdad, les digo: Todo lo que le pidan al Padre en mi nombre,
El se los dar ... Pidan y recibirán" (Jn 16,23 ss.).
El es quien dice a sus discípulos y a todos los que creen en El:
"Sanen a los enfermos..., echen fuera a los demonios; gratis lo
recibieron, gratis tienen que darlo" (Mt 8,10).
Antonio, pues, sanaba no dando órdenes sino orando e invocando el
nombre de Cristo, de modo de que para todo era claro que no era él
quien actuaba sino el Señor quien mostraba su amor por los hombres
sanando a los que sufrían, por intermedio de Antonio. Antonio se
ocupaba sólo de la oración y de la práctica de la ascesis, por esta
razón llevaba su vida montañesa, feliz en la contemplación de las
cosas divinas, y apenado de que tantos lo perturbaban y lo forzaban a
salir a la Montaña Exterior.
Los jueces, por ejemplo, le rogaban que bajara de la montaña, ya
que para ellos era imposible ir para allá a causa del séquito de gente
envueltas en pleito. Le pidieron que fuera a ellos para que pudieran
verlo. El trató de librarse del viaje y les rogó que lo excusaran de
hacerlo. Ellos insistieron, sin embargo, incluso le mandaron
procesados con escoltas de soldados, para que en consideración a ellos
se decidiera a bajar. Bajo tal presión, y viéndolos lamentarse,
fue a la Montaña Exterior. De nuevo la molestia que se tomó no fue
en vano, pues ayudo a muchos y su llegada fue verdadero beneficio.
Ayudó a los jueces aconsejándoles que dieran a la justicia
precedencia a todo lo demás, que temieran a Dios y que recordaran que
"serían juzgados con la medida con que juzgaran" (Mt 7,12).
Pero amaba su vida montañesa por encima de todo.
Una vez importunado por personas que necesitaban su ayuda y solicitado
por el comandante militar que envió mensajeros a pedirle que bajara,
fue y habló algunas palabras acerca de la salvación y a favor de los
que lo necesitaban, y luego se dio prisa para irse. Cuando el duque,
como lo llaman, le rogó que se quedara, le contestó que no podía
pasar más tiempo con ellos, y los satisfizo con esta hermosa
comparación: "Tal como un pez muere cuando está un tiempo en tierra
seca, así también los monjes se pierden cuando holgazanean y pasan
mucho tiempo entre ustedes. Por eso tenemos que volver a la montaña,
como el pez al agua. De otro modo, si nos entretenemos podemos perder
de vista la vida interior. El comandante al escucharle esto y muchas
otras cosas más, dijo admirado que era verdaderamente siervo de
Dios, pues, ¿de dónde podía un hombre ordinario tener una
inteligencia tan extraordinaria si no fuera amado por Dios?
Había una vez un comandante -Balacio era su nombre-, que era como
los partidario de los execrables arrianos perseguía duramente a los
cristianos. En su barbarie llegaba a azotar a las vírgenes y desnudar
y azotar a los monjes. Entonces Antonio le envió una carta
diciéndole lo siguiente: "Veo que el juicio de Dios se te acerca;
deja, pues, de perseguir a los cristianos para que no te sorprenda el
juicio; ahora está a punto de caer sobre ti." Pero Balacio se
echó a reír, tiró la carta al suelo y la escupió, maltrató a los
mensajeros y les ordenó que llevaran este mensaje a Antonio: "Veo
que estás muy preocupados por los monjes, vendré también por ti."
No habían pasado cinco días cuando el juicio de Dios cayó sobre
él. Balacio y Nestorio, prefecto de Egipto, habían salido a la
primera estación fuera de Alejandría, llamada Chereu; ambos iban a
caballo. Los caballos pertenecían a Balacio y eran los más mansos
que tenía. No habían llegado todavía al lugar, cuando los
caballos, como acostumbraban a hacerlo, comenzaron a retozar uno
contra otro, y de repente el más manso de los dos, que cabalgaba
Nestorio, mordió a Balacio, lo echó abajo y lo atacó. Le rasgó
el muslo tan malamente con sus dientes, que tuvieron que llevarlo de
vuelta a la ciudad, donde murió después de tres días. Todos se
admiraron de que lo dicho por Antonio se cumpliera tan rápidamente.
Así dio escarmiento a los duros. Pero en cuanto a los demás que
acudían a él, sus íntimas y cordiales conversaciones con ellos lo
hacían olvidar sus litigios y hacían considerar felices a los que
abandonaban la vida del mundo. De tal modo luchaba por la causa de los
agraviados que se podía pensar qué el mismo y no los otros era la
parte agraviada. Además tenía tal don para ayudar a todos, que
muchos militares y hombres de gran influjo abandonaban su vida agravosa
y se hacían monjes. Era como si Dios hubiera dado un médico a
Egipto. ¿Quién acudió a él con dolor sin volver con alegría?
¿Quién llegó llorando por sus muertos y no echó fuera
inmediatamente su duelo? ¿Hubo alguno que llegara con ira y no la
transformara en amistad? ¿Que pobre o arruinado fue donde él, y al
verlo y oírlo no despreció la riqueza y se sintió consolado en su
pobreza? ¿Qué monje negligente no ganó nuevo fervor al visitarlo?
¿Qué joven, llegando a la montaña y viendo a Antonio, no
renunció tempranamente al placer y comenzó a amar la castidad?
¿Quién se le acercó atormentado por un demonio y no fue librado?
¿Quién llegó con un alma torturada y no encontró la paz del
corazón?
Era algo único en la práctica ascética de Antonio que tuviera,
como establecí antes, el don de discernimientos de espíritus.
Reconocía sus movimientos y sabía muy bien en que dirección llevaba
cada uno de ellos su esfuerzo y ataque. No sólo que él mismo fue no
fue engañado por ellos, sino que, alentando a otros que eran
hostigados en sus pensamientos, les enseñó como resguardarse de sus
designios, describiendo la debilidad y ardides de espíritus que
practicaban la posesión. Así cada uno se marchaba como ungido por
él y lleno de confianza para la lucha contra los designios del diablo y
sus demonios.
¡Y cuántas jóvenes que tenían pretendientes pero vieron a Antonio
sólo de lejos, quedaron vírgenes por Cristo! La gente llegaba
donde él también de tierras extrañas, y también ellos recibían
ayuda como los demás, retornando como enviados en un camino por un
padre. Y en verdad, y ahora que ya partió, todos, como huérfanos
que han perdido a su padre, se consuelan y conforman sólo con su
recuerdo, guardando al mismo tiempo con cariño sus palabras de
admonición y consejo.
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