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Antonio a todos sus hermanos de la región de Arsinoé y sus
alrededores, a cuantos se encuentran con ellos, salud en el
Señor.
A todos vosotros, que os preparáis para acercaros al Señor, os
saludo en El, hermanos muy queridos, pequeños y grandes, hombres y
mujeres santos hijos de Israel según vuestra naturaleza
espiritual. ¡Qué grande es, hijos míos, la
dicha y la gracia concedida a vuestra generación! Por Aquel
que os ha visitado, es muy conveniente que no cedáis a la fatiga del
combate hasta la hora en que podáis ofreceros a Dios como víctimas
puras; pureza sin la cual no hay herencia en el cielo. Sí,
queridos hijos, es muy importante que os interroguéis acerca
de la naturaleza espiritual, en que ya no hay hombre ni mujer, sino
solamente la esencia inmortal que tiene comienzo y no tendrá fin. Es
indispensable conocer la razón de su caída hasta este punto de
abyección y vergüenza; nadie se ha librado de ella. Es preciso
porque esta naturaleza siendo inmortal por esencia, no participar de la
disolución de los cuerpos.
He aquí por qué, ante esta herida incurable y gravísima, Dios,
por su clemencia, visitó a sus criaturas. Por su bondad, les dio la
ley en el tiempo oportuno y, para entregársela, dispuso el ministerio
de Moisés. Para ellos echó Moisés los cimientos de la Casa de
verdad, con intención de curar esta profunda herida. Pero no le fue
posible terminar su construcción. Se reunió toda la asamblea de los
santos y reclamó de la bondad del Padre un Salvador que
viniera a salvarnos a todos, pues nuestro Sacerdote soberano,
eminente y fiel es el único médico capaz de curar nuestra profunda
herida. Por voluntad del Padre se privó de su gloria:
siendo Dios, tomó la forma de esclavo (Fil. 2,6-7) y se
entregó por nuestros pecados. "El ha sido herido por nuestras
rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que
nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados"
(Is. 53,5).
Querría por tanto que estéis bien convencidos, queridos hijos míos
en el Señor, de que por nuestra locura se ha vestido de la locura;
por nuestra debilidad se ha vestido de la debilidad; por nuestra
indigencia se ha vestido de la indigencia; por la muerte, que ha
partir de entonces era nuestra, se ha vestido de mortalidad y
por nosotros ha sufrido tanto.
En verdad, queridos en el Señor, no deis sueño a vuestros ojos ni
reposo a vuestros párpados (Ps. 131,4) sino suplicad, violentad
la bondad de Dios hasta que se incline a socorrernos y podamos
prepararnos a consolar a Jesús cuando venga, y a dar su eficacia al
ministerio de los santos, que suplen nuestra presente
indigencia terrena, y determinarlos a ayudarnos con todo su poder en el
día de nuestra tribulación; porque ese día se gozar n juntos
el que siembra y el que siega.
Quiero que sepáis, hijos, la gran pena que siento por vosotros
cuando veo la profunda ruina que a todos nos amenaza y considero
esta solicitud de los santos para con nosotros y los gemidos y oraciones
que por nosotros elevan constantemente hacia Dios, su Creador. No
ignoran lo que nos ha hecho el diablo y los funestos proyectos
que maquina junto con sus secuaces. Est n constantemente preocupados
por llevarnos a la perdición. El infierno será un día su herencia,
y quieren aumentar el número de los condenados. Sí,
queridísimos en el Señor, hablo a prudentes (I
Cor. 10,15). Conoced con exactitud la Economía de la
salvación que el Creador ha previsto para nosotros. Se nos
manifiesta tanto por la acción secreta como por la proclamación
pública de su Palabra. Nos llaman criaturas racionales y nos
comportamos irracionalmente ya que ignoramos las
múltiples maquinaciones del diablo. Su envidia hacia nosotros
data del día en que se dio cuenta que intentábamos tomar conciencia de
nuestra abyección y buscar los medios para huir las obras malas de que
él es cómplice. Así rechazamos obedecer a sus malos consejos,
sembrados en nosotros, y, en gran parte, nos hemos burlado de sus
asechanzas. El demonio no ignora que el Creador nos ha perdonado,
que El es su muerte y que ha preparado la gehena como término de su
rechazo.
Quiero que sepáis, hijos, que no ceso de rogar a Dios por vosotros
día y noche: que abra los ojos de vuestro corazón para que percibáis
los múltiples meleficios secretos lanzados sobre nosotros cada
día, en todo tiempo. Hago votos para que Dios os dé un
corazón clarividente y un espíritu de discernimiento, a fin
de que os presentéis ante El como una víctima pura, sin mancha.
Sí, hijos, los demonios no dejan de manifestar su envidia hacia
nosotros: designios malos, persecuciones solapadas, sutilezas
malévolas, acciones depravadas; nos sugieren pensamientos de
blasfemia; siembran infidelidades cotidianas en nuestros corazones;
compartimos la ceguera de su propio corazón, sus ansiedades;
hay además los desánimos cotidianos del nuestro, irritabilidad por
todo, maldiciéndonos unos a otros, justificando nuestras propias
acciones y condenando las de los demás. Son ellos quienes siembran
estos pensamientos en nuestro corazón. Ellos quienes, cuando estamos
solos nos inclinan a juzgar al prójimo, incluso si está lejos.
Ellos quienes introducen en nuestro corazón el desprecio, hijo del
orgullo. Ellos quienes nos comunican esa dureza de corazón,
ese desprecio mutuo, ese desabrimiento recíproco, la frialdad en la
palabra, las quejas perpetuas, la constante inclinación a acusar a
los demás y nunca a sí mismo. Decimos: es el prójimo la causa de
nuestras penas; y, bajo apariencias sencillas, lo denigramos cuando
sólo en nosotros, en nuestra casa, es donde se encuentra el ladrón.
De ahí las disputas y divisiones entre nosotros, las riñas sin más
objeto que hacer prevalecer nuestra opinión y darnos públicamente la
razón. Son también ellos quienes nos hacen solícitos para llevar a
cabo un esfuerzo que nos supera y, antes de tiempo, nos quitan
las ganas de lo que nos convendría y nos sería muy provechoso.
Así nos hacen reír a la hora de llorar, y llorar en el momento de
reír. En resumen: buscan obstinadamente desviarnos del recto camino
utilizando otros muchos engaños para dominarnos. Pero esto basta de
momento. Cuando nuestro corazón está saturado de cuanto acabo de
decir y de ello hacemos nuestro pasto y subsistencia, Dios, tras
larga indulgencia para con nuestra perversidad, vendrá por fin
a visitarnos. Nos arrebatará el peso de este cuerpo. Para
vergüenza nuestra, el mal que hasta este momento hayamos hecho se
revelaren nuestro cuerpo, entregado al tormento, pero que un día
revestiremos de nuevo por la bondad de Dios. Así nuestra
situación final ser peor que la primera (Lc. 11,26). No
ceséis, pues, de implorar la bondad del Padre para que su ayuda nos
acompañe y nos muestre el mejor camino.
Con toda verdad os digo, hijos míos, la envoltura de nuestra morada
presente es perdición para nosotros, casa donde reina la guerra. En
verdad os digo, hijos míos, quien se haya deleitado en sus propios
deseos y sometido a sus propios pensamientos, quien haya
acogido de todo corazón esta semilla y buscado en ella su
gozo, puesta en ella la esperanza de su corazón como si fuera un
misterio grande y excelente, y se haya servido para justificar una vez
más su conducta, su alma, como el aire estar habitada por
los espíritus del mal. Le ser consejera funesta y hará de su cuerpo
la copa de sus secretas abyecciones. Sobre este hombre tienen los
demonios pleno poder, porque no ha querido poner a plena luz su
ignominia.
¿Ignoraréis la variedad de sus trampas? Si no es así,
¡qué fácil es conocerlas y preservaros de ellas! Pero
por más que mires no podrás percibir materialmente el pecado, la
iniquidad que maquinan contra ti, pues ellos mismos no son visibles
materialmente. Comprendedlo bien: nosotros les servimos de
cuerpo cuando nuestra alma acoge su malicia. En efecto, por ese
cuerpo, que es nuestro, es por donde el alma introduce en sí a los
demonios. Así pues, hijos, cuidémonos de dejarlos pasar. De otro
modo la cólera divina pesar sobre nosotros y vendrán a su nueva casa
para reírse de nosotros, seguros de la eminencia de nuestra pérdida.
No despreciéis mis palabras porque los demonios saben que nuestra vida
depende de estos intercambios entre nosotros. Pues, ¿quién
ha visto alguna vez a Dios? ¿quién ha encontrado en Él el gozo?
¿quién lo ha retenido junto a sí a fin de que le ayude en su
peligrosa condición? Y, ¿quién ha visto jamás al diablo
hacernos guerra, alejarnos del bien, atacarnos, estar físicamente
aquí o allí, lo cual nos permitiría temerle y escapar de él? Es
que se mantienen ocultos a nuestros ojos. Son nuestras
acciones las que manifiestan su presencia.
Porque todos, en cuanto existen forman una sola y única naturaleza
espiritual: por haberse separado de Dios han visto aparecer entre sí
tales diferencias como consecuencia de sus distintas
actividades. Por la misma razón les han sido dados tantos
nombres distintos, según su particular actividad. Así unos
han sido llamados arcángeles, otros tronos o dominaciones,
principados, potestades, querubines. Les fueron atribuidos estos
nombres por su docilidad a la voluntad de su Creador.
En cuanto a los otros, por su mal comportamiento se les llamó
mentirosos, Satán, así como otros demonios fueron llamados
espíritus malos e impuros, espíritu de error, príncipes de este
mundo y otras numerosas especies que hay entre ellos.
También entre los hombres que les resistieron a despecho del
duro peso de este cuerpo, algunos recibieron el nombre de patriarcas,
otros de profetas, de reyes, sacerdotes, jueces, apóstoles, y
tantos otros nombres escogidos semejantes a estos, según su
comportamiento santo. Estos diversos nombres les fueron atribuidos sin
distinción de hombre o mujer, según la diversa naturaleza de sus
obras: porque todos tienen el mismo origen.
Quien peca contra el prójimo, peca contra sí mismo; quien lo
engaña, se engaña; y quien le hace bien, se lo hace a sí
mismo. Por el contrario, ¿quién engañara Dios? ¿quién
le dañar ? ¿o quién le prestar un servicio? O incluso ¿quién le
dar una bendición que juzgue necesaria? ¿Quién podrá jamás
glorificar al Altísimo según su dignidad, exaltarlo según su
medida?
Vestidos aún con el peso de este cuerpo despertemos a Dios en
nosotros mismos respondiendo a su llamada, entreguémonos a la
muerte para la salvación de nuestra alma y de todos. Así
manifestaremos el origen de la misericordia de que somos
objeto. No nos dejemos llevar del egoísmo si no queremos
participar de la caída del demonio.
Quien se conoce a sí mismo conoce también a las demás criaturas que
Dios ha creado de la nada, como está escrito: El, que ha creado
todo de la nada (Sab. 1,14). Lo que los libros santos quieren
decir con esto se refiere a la esencia espiritual, velada por la
corrupción de nuestro cuerpo; que no existiendo desde un principio,
un día se nos quitar . Quien sabe amarse a sí mismo ama también a
los demás.
Queridos hijos, os suplico que os améis unos a otros sin cansancio ni
hastío. Tomad el cuerpo de que estáis revestidos, haced de él un
altar, poned sobre él vuestros pensamientos y, ante los ojos
del Señor, abandonad todo designio malo, levantad hacia Dios las
manos de vuestro corazón (Ps. 133,2) - es lo que hace el
Espíritu cuando obra - y rogadle que os conceda ese hermoso
fuego invisible que descender desde el cielo sobre vosotros y consumir
el altar y sus ofrendas. Que los sacerdotes de Baal, el enemigo y
sus malas obras, cojan miedo y huyan ante vosotros como ante el profeta
Elías (I Re. 18,38-40). Entonces, por encima de las
aguas veréis como las huellas de un hombre que os traerla lluvia
espiritual, la consolación del Espíritu Paráclito.
Mis queridos hijos en el Señor, auténticos hijos de
Israel, ¿qué necesidad tengo de invocar la bendición sobre vuestros
nombres mortales, y de mencionarlos, si son efímeros? Ya sabéis
que mi amor por vosotros no se dirige a vuestro ser mortal; es un amor
espiritual, según Dios. Estoy convencido de esto: es grande
vuestra dicha, que consiste en haber tomado conciencia de vuestra
miseria y haber afirmado en vosotros esta esencia invisible que no pasa
como el cuerpo. Pienso así porque esta dicha os ha sido
concedida ya desde ahora.
Estad bien convencidos de que vuestro comienzo y
adelantamiento en la obra de Dios no son tarea humana sino
intervención del poder divino que no cesa de asistiros. Tomad siempre
a pecho el ofreceros como víctima a Dios (Rom. 12,1) y acoged
con fervor la fuerza que os ayuda. Consolareis a Cristo
Jesús en su Venida, y a toda la asamblea de los santos.
Y también a mí, pobre hombre, que sigo retenido dentro de este
cuerpo de barro, en medio de las tinieblas.
Si os insisto y si quiero daros esta alegría es porque todos somos
criaturas de la misma invisible esencia, que tuvo comienzo pero no
tendrá fin. Quien se conoce verdaderamente no tendrá duda
alguna acerca de su esencia inmortal.
Quiero, pues, que tengáis un claro conocimiento de ello:
Jesucristo nuestro Señor es el Verbo auténtico del Padre, a
partir del cual fueron creadas todas las naturalezas espirituales, a
imagen de la Imagen que es El, ya que El es la cabeza de toda la
creación y del cuerpo que es la Iglesia.
Así pues, somos miembros unos de otros, y somos el cuerpo de Cristo
(I Cor. 12,27). La cabeza no puede decir a los pies: no os
necesito; y si sufre un miembro todo el cuerpo se resiente y sufre (I
Cor. 12,21-26).
Por tanto un miembro separado del cuerpo, sin unión con la
cabeza, que busca el placer en las pasiones corporales, está herido,
por lo que hemos dicho, con una herida incurable. ha perdido de vista
tanto su principio como su fin.
He aquí por qué el Padre de la creación tuvo piedad de esta herida
que nos dañaba: ninguna criatura podía curarla, sólo podía hacerlo
la bondad del Padre. Envió, pues, a su Hijo Unico el cual,
viéndonos esclavos, tomó sobre sí la forma de esclavo (Fil.
2,7). El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con
sus cardenales hemos sido curados (Is. 53,5). Después nos ha
reunido de todos los países para hacer que nuestro corazón resucite de
la tierra y para enseñarnos que todos somos una sola y misma esencia,
miembros unos de otros. Amémonos pues, profundamente unos
a otros: en efecto, quien ama a su prójimo amara Dios, y quien ama
a Dios se ama a sí mismo.
Tened también esto muy presente, queridos hijos míos en el
Señor, santos hijos de Israel por vuestro nacimiento. Estad
siempre dispuestos a acercaros al Señor para ofreceros a Dios como
víctimas puras, con esta pureza que nadie puede heredar si no la
practica desde aquí abajo. ¿Acaso ignoráis, queridos hijos, los
funestos designios que sin cesar alimenta contra la verdad el enemigo de
la virtud? Estad, pues, vigilantes, queridos hijos, no
deis sueño a vuestros ojos ni reposo a vuestros
párpados(Ps. 131,4), sino gritad día y noche a vuestro
Creador para que venga de lo alto el socorro que proteger vuestro
corazón y vuestros pensamientos y los establecer en Cristo.
En verdad, hijos, ocurre que habitamos la misma casa del ladrón y en
ella estamos encadenados por los lazos de la muerte.
Sí, os lo digo, este estado de negligencia, de caída, de
exclusión de la santidad, no sólo causa nuestra perdición sino
también el sufrimiento de los ángeles y santos de Cristo, pues aún
no les hemos dado nunca motivo de paz. Sí, hijos, es verdad que
este estado de caída en que estamos les causa tristeza y que, al
contrario, nuestra salvación y nuestra entrada en la gloria les
proporcionar n gozo y alegría.
Sabedlo: desde el día en que se puso en marcha la bondad del Padre
no cesa de ayudarnos, hoy como ayer, a escapar de esta muerte que
hemos merecido. Porque hemos sido creados libres, y los
demonios nos acechan incesantemente. De ahí la palabra de
la Escritura: "El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y
los protege" (Ps. 33,8).
Ahora, hijos, quiero que sepáis que desde que El vino en ayuda
nuestra hasta hoy, quienes se excluyen de la vida santa para
seguir sus malos instintos son contados entre los hijos del diablo.
Quienes lo son, lo saben bien. Por eso se preocupan tanto de que
cada uno de nosotros haga su voluntad propia. Saben que si el diablo
cayó del cielo fue por su orgullo; por eso atacan primero al que se
eleva a un grado de eminente santidad, pues tienen habilidad para
manejar el orgullo y la vanidad que se encuentran entre nosotros. No
olvidan que gracias a esta arma nos separaron de Dios en otro tiempo.
Sabiendo también que el amor al prójimo es semejante al amor a
Dios, los enemigos de la santidad arrojan en nuestro corazón una
semilla de división y desean que entre nosotros se eleven sentimientos
de odio profundo que ya no nos permita dirigir la palabra al prójimo,
ni siquiera a distancia.
Y quiero que también sepáis, hijos, que hay algunos, y su número
es grande, que se han tomado muchas fatigas durante toda su vida y
que, por falta de discernimiento, lo han perdido todo.
Sí, hijos, no os sorprendáis si por negligencia o por falta de
discernimiento en vuestras acciones caéis peligrosamente, como
pienso, hasta poneros al nivel del diablo por haber pensado con
demasiada facilidad que gozabais de la amistad divina y si, en vez de
la luz que esperabais, os alcanzan las tinieblas. Por eso Jesús
tuvo tanto interés en que, ceñidos con una toalla lavéis los pies a
vuestros inferiores (Jn. 13,4 y 5). Si El mismo nos dio
ejemplo es para enseñarnos a no perder de vista nuestro primer origen.
Porque el orgullo está en el origen del primer desorden, es lo
primero que se vio aparecer. Por eso os es imposible poseer el Reino
de Dios a menos que grabéis en vuestro corazón, en vuestro
espíritu, en vuestra alma y hasta en vuestro cuerpo, una profunda
humildad.
Puedo decir, hijos míos en el Señor, que noche y día ruego a mi
Creador, por el Espíritu recibido en herencia, que abra
los ojos de vuestro corazón para que comprendáis el amor que os
tengo. Que se abran también los oídos de vuestro corazón para que
toméis conciencia de vuestra miseria. Que quien tome conciencia de su
vergüenza se ponga inmediatamente en busca de la gloria a que está
llamado; que quien comprenda su muerte espiritual encuentre enseguida
el gusto de la vida eterna.
Me dirijo a prudentes (I Cor. 10,15). De verdad, hijos,
temo que durante el camino pueda atormentaros el hambre en un
lugar en que hubierais debido hallar abundancia. He deseado ir junto a
vosotros y veros con mis propios ojos, pero esperaré más bien el
día, ya próximo, en que podremos encontrarnos juntos, cuando hayan
pasado los sufrimientos, tristezas y gemidos, y la alegría sea
nuestra corona (Is. 35,10; Ap. 21,4). Quería deciros
algo más pero, como dice el proverbio: "Da consejos al sabio y se
hará más sabio" (Prov. 9,9).
Queridos hijos: os saludo a todos y a cada uno.
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