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11. « El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1
Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo
y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las
circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella
está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y
muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace
sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se
perpetúa por los siglos.[9] Esta verdad la expresan bien las
palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la
proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: «
Anunciamos tu muerte, Señor ».
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no
sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino
como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona
en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no
queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que
hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y
domina así todos los tiempos... ».[10]
Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y
resurrección de su Señor, se hace realmente presente este
acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra
redención ».[11] Este sacrificio es tan decisivo para la
salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha
vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para
participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo
fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente.
Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las
generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la
Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan
inestimable don.[12] Deseo, una vez más, llamar la atención
sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y
hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande,
Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por
nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que
llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce
medida.
12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico
se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se
limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva
Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por
vosotros... derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No
afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y
su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente
de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz
algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa
es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se
perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la
comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».[13]
La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él
no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un
contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente,
perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por
manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a
los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por
todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el
sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un
único sacrificio ».[14] Ya lo decía elocuentemente san Juan
Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no
uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el
sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros
ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás
se consumirá ».[15]
La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no
lo multiplica.[16] Lo que se repite es su celebración memorial,
la « manifestación memorial » (memorialis demonstratio),[17]
por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se
actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del
Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo
aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente
indirecta al sacrificio del Calvario.
13. Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la
Eucaristía es sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido
genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los
fieles como alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su
obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10,
17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es
un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt
26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15),
pero don ante todo al Padre: « sacrificio que el Padre aceptó,
correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo
“obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal,
es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección
».[18]
Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además
hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse
también a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que
concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que
« al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la
vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con
ella ».[19]
14. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte,
también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del
pueblo después de la consagración: « Proclamamos tu resurrección
». Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo hace presente
el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el
misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto
viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía « pan de
vida » (Jn 6, 35.48), « pan vivo » (Jn 6, 51).
San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del
acontecimiento de la resurrección a su vida: « Si hoy Cristo está
en ti, Él resucita para ti cada día ».[20] San Cirilo de
Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en los santos
Misterios « es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha
muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro
».[21]
15. La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio
de Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy
especial que –citando las palabras de Pablo VI– « se llama
“real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”,
sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella
ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e
íntegro ».[22] Se recuerda así la doctrina siempre válida del
Concilio de Trento: « Por la consagración del pan y del vino se
realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del
cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en
la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y
convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia
Católica ».[23] Verdaderamente la Eucaristía es « mysterium
fidei », misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido
sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas
sobre este divino Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de
Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos,
porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre:
la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa
».[24]
« Adoro te devote, latens Deitas », seguiremos cantando con el
Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana
experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de
los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos
esfuerzos para entenderla.
Son esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor
consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la « fe
vivida » de la Iglesia, percibida especialmente en el « carisma de
la verdad » del Magisterio y en la « comprensión interna de los
misterios », a la que llegan sobre todo los santos.[25] La
línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda
explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este
misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica,
que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y
el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte
que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que
están realmente delante de nosotros ».[26]
16. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente
cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por
sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de
nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos
a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha
entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos
para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Recordemos sus
palabras: « Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo
vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí » (Jn
6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone
en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente. La
Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como
alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los
oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a
recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad
os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su
sangre, no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se
trata de un alimento metafórico: « Mi carne es verdadera comida y mi
sangre verdadera bebida » (Jn 6, 55).
17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos
comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al
pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu
[...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu.
[...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el
Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo
come vivirá eternamente ».[27] La Iglesia pide este don divino,
raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se
lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo:
« Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo
Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que
sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación
del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos ».[28] Y,
en el Misal Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos con
el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo,
formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu ».[29]
Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en
nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e
impreso como « sello » en el sacramento de la Confirmación.
18. La aclamación que el pueblo pronuncia después de la
consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección
escatológica que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co
11, 26): « ... hasta que vuelvas ». La Eucaristía es
tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo
(cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del
Paraíso y « prenda de la gloria futura ».[30] En la
Eucaristía, todo expresa la confiada espera: « mientras esperamos
la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».[31] Quien
se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más
allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como
primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su
totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la
garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que
come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré
el último día » (Jn 6, 54). Esta garantía de la
resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre,
entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del
resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «
secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía
definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de inmortalidad,
antídoto contra la muerte ».[32]
19. La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa
y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad
que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas
se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los
ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos
los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser
resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero,
nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud
inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios, que está
sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La
Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre
la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que
penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro
camino.
20. Una consecuencia significativa de la tensión escatológica
propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino
histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación
cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la
visión cristiana fija su mirada en un « cielo nuevo » y una « tierra
nueva » (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien
estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra
presente.[33] Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo
milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca
comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal.
Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación
de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.
Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo.
Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas
sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos,
de defender la vida humana desde su concepción hasta su término
natural. Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de
un mundo « globalizado », donde los más débiles, los más
pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En
este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También
por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía,
grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una
humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de
Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la
Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato
del « lavatorio de los pies », en el cual Jesús se hace maestro de
comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol
Pablo, por su parte, califica como « indigno » de una comunidad
cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un
contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co
11, 17.22.27.34).[34]
Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11,
26), comporta para los que participan en la Eucaristía el
compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en
cierto modo « eucarística ». Precisamente este fruto de
transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el
mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión
escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida
cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).
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