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53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima
que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre
y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis
Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la
contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios
de la luz también la institución de la Eucaristía.[102]
Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo
Sacramento porque tiene una relación profunda con él.
A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato
de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a
María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los
Apóstoles, « concordes en la oración » (cf. Hch 1, 14),
en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de
Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las
celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación
cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2, 42).
Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico,
la relación de María con la Eucaristía se puede delinear
indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer «
eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como
modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo
Misterio.
54. Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de
fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al
más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser
apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo
en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto
en conmemoración mía! », se convierte al mismo tiempo en
aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: «
Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Con la solicitud materna
que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no
dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de
transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del
vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio
la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida” ».
55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística
antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de
haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de
Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la
resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la
Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino,
incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en
sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente
que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre
del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por
María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia
cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que
quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de
Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la
Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo
Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo
su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.
« Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha anticipado
también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la
Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo
hecho carne, se convierte de algún modo en « tabernáculo » –el
primer « tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios,
todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración
de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz
de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro
de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso
el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión
eucarística?
56. María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el
Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía.
Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para
presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano
Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y
también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc
2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado
y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen
al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario,
María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría
decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que
culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará
después, en el período postpascual, en su participación en la
celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «
memorial » de la pasión.
¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de
Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la
Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros »
(Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente
en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su
seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si
acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono
con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al
pie de la Cruz.
57. « Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22, 19). En el
« memorial » del Calvario está presente todo lo que Cristo ha
llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que
Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En
efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a
cada uno de nosotros: « !He aquí a tu hijo¡ ». Igualmente dice
también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu madre! » (cf. Jn
19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica
también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros
–a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre.
Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a
Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella.
María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia,
en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y
Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del
binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el
celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las
Iglesias de Oriente y Occidente.
58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a
su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad
que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva
eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María,
es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «
mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi
Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por »
Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús.
Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».
Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en
la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres
(cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la
encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la
tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de
Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales,
pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la
que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los
humildes » (cf. Lc 1, 52). María canta el « cielo nuevo »
y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en
cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto
que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda
a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La
Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de
María, toda ella un magnificat!
CONCLUSIÓN
59. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace
pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy
experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la
Eucaristía, en el Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de
ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de gratitud.
Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de
noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de
San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos se han
fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo
y el espacio se han « concentrado » y se ha representado de manera
viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa «
contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y
en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado
de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el
corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35).
Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción,
en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de
fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de
Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine!
». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la
prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente,
aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura
prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las
apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus,
gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero
nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los
Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final
del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a
Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros:
« Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna » (Jn 6, 68).
60. En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la
Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un
renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo
millennio ineunte, no se trata de « inventar un nuevo programa. El
programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la
Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al
que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida
trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento
en la Jerusalén celeste ».[103] La realización de este programa
de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.
Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la
misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales,
ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de
ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús,
tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el
don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el
amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos
remediar nuestra indigencia?
61. El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete
–no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en
su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio
con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración
eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye
firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa,
católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y
esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento
universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.
La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer
milenio es también la de un renovado compromiso ecuménico. Los
últimos decenios del segundo milenio, culminados en el Gran
Jubileo, nos han llevado en esa dirección, llamando a todos los
bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum sint »
(Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que
superan la capacidad humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante
ella, podemos sentir en lo profundo del corazón, como dirigidas a
nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta Elías: «
Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti » (1
Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a
nuestra disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente
con todos los hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo. Sin
embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las
exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en
la sucesión apostólica.
Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo
esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias,
somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos
invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha
sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este «
tesoro ». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de
transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un
solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No
hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque
« en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación
».[104]
62. Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los
Santos, grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística.
Con ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de
la experiencia vivida, nos « contagia » y, por así decir, nos «
enciende ».Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María
Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que
en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la
fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo
renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo
vemos un resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que
se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La
Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo,
su anticipación: « Veni, Domine Iesu! » (Ap 22, 20).
En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en
su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro
viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante
este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el
corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien
cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin
límites.
Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino,
teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo
eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en
esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el
corazón, sediento como está de alegría y de paz:
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« Bone pastor, panis vere,
Iesu, nostri miserere... ».
“Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, piedad de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivos.
Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del cielo
a la alegría de tus santos”.
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Roma, junto a San Pedro, 17 de abril, Jueves Santo, del año
2003, vigésimo quinto de mi Pontificado y Año del Rosario.
IOANNES PAULUS II
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