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34. En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los
Obispos reconoció en la « eclesiología de comunión » la idea
central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano
II.[67] La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está
llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario
como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra
y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual « vive y
se desarrolla sin cesar »,[68] y en la cual, al mismo tiempo, se
expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se
haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime
Sacramento.
La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los
Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios
Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra
del Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina
expresó esta verdad con agudeza de fe: en la Eucaristía, « con
preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la
comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los
bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a
Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta ».[69]
Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo
constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la
práctica de la « comunión espiritual », felizmente difundida desde
hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida
espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: « Cuando [...]
no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente,
que es de grandísimo provecho [...], que es mucho lo que se
imprime el amor ansí deste Señor ».[70]
35. La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser
el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente,
para consolidarla y llevarla a perfección. El Sacramento expresa
este vínculo de comunión, sea en la dimensión invisible que, en
Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y
entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión
en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden
jerárquico. La íntima relación entre los elementos invisibles y
visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como
sacramento de salvación.[71] Sólo en este contexto tiene lugar la
celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación
en la misma. Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la
Eucaristía que se celebre en la comunión y, concretamente, en la
integridad de todos sus vínculos.
36. La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un
crecimiento, supone la vida de gracia, por medio de la cual se nos
hace « partícipes de la naturaleza divina » (2 Pe 1, 4), así
como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la
caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión
con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino
que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad,
permaneciendo en el seno de la Iglesia con el « cuerpo » y con el «
corazón »; [72] es decir, hace falta, por decirlo con palabras de
san Pablo, « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6).
La integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien
preciso del cristiano que quiera participar plenamente en la
Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo
Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia: «
Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa »
(1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su
elocuencia, exhortaba a los fieles: « También yo alzo la voz,
suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada
Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en
efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos
mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor
castigo ».[73]
Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica
establece: « Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe
recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a
comulgar ».[74] Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo
estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de
Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al
afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder
la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal
».[75]
37. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos
estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer
presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo
sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia
continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que
san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: « En nombre de
Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! » (2 Co 5,
20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado
grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el
sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena
participación en el Sacrificio eucarístico.
El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde
solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia.
No obstante, en los casos de un comportamiento ex- terno grave,
abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su
cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al
Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de
manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de
Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión
eucarística a los que « obstinadamente persistan en un manifiesto
pecado grave ».[76]
38. La comunión eclesial, como antes he recordado, es también
visible y se manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el
Concilio mismo cuando enseña: « Están plenamente incorporados a la
sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de
Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de
salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su
estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo
Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión de
fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión
».[77]
La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la
comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de
integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo
especial, por ser « como la consumación de la vida espiritual y la
finalidad de todos los sacramentos »,[78] requiere que los lazos de la
comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el
Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a
una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el
Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la
verdad (cf. Jn 14, 6; 18, 37); el Sacramento de su
cuerpo y su sangre no permite ficciones.
39. Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de
la relación que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se
debe recordar que « el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose
siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa
sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia
eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y
se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible,
como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica
y apostólica ».[79] De esto se deriva que una comunidad realmente
eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera
autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las
demás comunidades católicas.
La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el
propio Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es
el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia
particular.[80] Sería, por tanto, una gran incongruencia que el
Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia fuera celebrado
sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de
Antioquía escribía: « se considere segura la Eucaristía que se
realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado ».[81] Asimismo,
puesto que « el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los
obispos como de la muchedumbre de los fieles »,[82] la comunión con
él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio
eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la
Liturgia: « Toda celebración de la Eucaristía se realiza en
unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el
orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda
válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal
con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como
en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma ».[83]
40. La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San
Pablo escribía a los fieles de Corinto manifestando el gran contraste
de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban
celebrando, la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les
invitaba a reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía
con el fin de hacerlos volver al espíritu de comunión fraterna (cf.
1 Co 11, 17-34). San Agustín se hizo eco de esta
exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del
Apóstol: « vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada
uno por su parte » (1 Co 12, 27), observaba: « Si vosotros
sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor
está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que
sois vosotros ».[84] Y, de esta constatación, concluía: «
Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio de
nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no
posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho
propio, sino un testimonio contra sí ».[85]
41. Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la
Eucaristía, es uno de los motivos de la importancia de la Misa
dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental
para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado
en la Carta apostólica sobre la santificación del domingo Dies
Domini,[86] recordando, además, que participar en la Misa es una
obligación para los fieles, a menos que no tengan un impedimento
grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de
ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.[87]
Más recientemente, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte,
al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer
milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía
dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella
–decía– « es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y
cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación
eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de
la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de
sacramento de unidad ».[88]
42. La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una
tarea de todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como
sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial
aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular
responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio
grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia
ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y
fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a
determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la
comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas
se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y
hacia la Iglesia.
43. Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión
eclesial, hay un argumento que, por su importancia, no puede
omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico.
Todos nosotros hemos de agradecer a la Santísima Trinidad que, en
estas últimas décadas, muchos fieles en todas las partes del mundo se
hayan sentido atraídos por el deseo ardiente de la unidad entre todos
los cristianos. El Concilio Vaticano II, al comienzo del Decreto
sobre el ecumenismo, reconoce en ello un don especial de Dios.[89]
Ha sido una gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del
ecumenismo tanto a los hijos de la Iglesia católica como a nuestros
hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a
la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo
de Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.[90]
En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su
plegaria a Dios, Padre de misericordia, para que conceda a sus hijos
la plenitud del Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo
un sólo un cuerpo y un sólo espíritu.[91] Presentando esta súplica
al Padre de la luz, de quien proviene « toda dádiva buena y todo don
perfecto » (St 1, 17), la Iglesia cree en su eficacia, pues
ora en unión con Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la
súplica de la esposa uniéndola a la de su sacrificio redentor.
44. Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la
Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo
y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión
en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del
gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia
eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos
vínculos. Una concelebración sin estas condiciones no sería un
medio válido, y podría revelarse más bien un obstáculo a la
consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de la
distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando
ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El camino hacia la plena
unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este punto, la
prohibición contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a
incertidumbres,[92] en obediencia a la norma moral proclamada por el
Concilio Vaticano II.[93]
De todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta
encíclica Ut unum sint, tras haber afirmado la imposibilidad de
compartir la Eucaristía: « Sin embargo, tenemos el ardiente deseo
de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es
ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos
al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón” ».[94]
45. Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la
plena comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración
de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas
pertenecientes a Iglesias o a Comunidades eclesiales que no están en
plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso el
objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación
eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una
intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del
todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.
En este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el
comportamiento que se ha de tener con los Orientales que,
encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están
bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la eucaristía del
ministro católico.[95] Este modo de actuar ha sido ratificado
después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con
las oportunas adaptaciones, el caso de los otros cristianos no
orientales que no están en plena comunión con la Iglesia
católica.[96]
46. En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado
aprecio por esta normativa, que permite atender a la salvación de las
almas con el discernimiento oportuno: « Es motivo de alegría
recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos
particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, de la
Penitencia, de la Unción de enfermos a otros cristianos que no
están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean
vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que la
Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente,
en determinados casos y por circunstancias particulares, también los
católicos pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de
aquellas Iglesias en que sean válidos ».[97]
Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables,
aún tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el
rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre
ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que
sean válidos, hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto
para que le sean legítimamente administrados. Y también a la
inversa, un fiel católico no puede comulgar en una comunidad que
carece del válido sacramento del Orden.[98]
La fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta
materia[99] es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor,
sea a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de
otra confesión cristiana, a los que se les debe el testimonio de la
verdad, como también a la causa misma de la promoción de la unidad.
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